El primer recuerdo: su doble espejo* / Martha Robles

HAY VOCES QUE LLAMAN A OTRAS, e imágenes que, como la fisura consagrada en Delfos, irradian vapores adivinatorios. En la sima, la memoria esconde su repertorio de sensaciones. Allí se aprieta al modo del khasma, en las fuentes ocultas del ser, hasta encontrar la ocasión, el medio, la señal o el símbolo que súbitamente puede atraerla, desencadenar su mensaje o percibir su llamado de manera indirecta. Algo similar al mensaje profético, cuando el dios se manifestaba en voz de la pitia, la remembranza-cifra despliega su intensidad expansiva sólo al atinar con un heraldo de anuncios fortuitos. Por sí mismo no vuelve ni se recupera un recuerdo, sino hasta que la casualidad o la causalidad lo inserta en otra esfera del entendimiento, donde los elementos-puente lo hacen explícito. Manifiesta o re-velada, entonces la visión se transforma en alusión, luego en invocación y, finalmente, en materia expuesta a interpretaciones que completan su impacto inicial.
    Esta suerte de profecía hacia atrás o adivinación del revés no es interpretada por un sacerdote, como se hacía al versificar el recado apolíneo para el consultante, emitido en principio por la anciana pitia, cuyo lenguaje cifrado resultaba ininteligible al oído común. Al «traductor» del mensaje correspondía elaborar la primera versión, misma que servía al consultante de punto de partida en el deslinde de su destino. Cifrado también, el recuerdo, en cambio, cobra su cabal significación al re-conocerlo, exteriorizarlo y abandonar su mutismo interior. Entonces lo oculto habla; habla el ser que subyace detrás del ser. Conjurar un olvido es nombrarlo; aunque, para nombrarlo, el que recuerda una «inscripción» recóndita debe acudir, auxiliado por sus sentidos, al instrumento de la palabra. Curiosamente, por entender la revelación del ayer se vislumbran también el hoy y el rumbo del porvenir. Así, con procedimientos similares aunque desde direcciones contrarias, se juntan la función del oráculo y el esclarecimiento de la memoria ante la determinación del destino.
    Néstor A. Braunstein escribió que la inscripción de un momento no contado por otro constituye «el hueso de la memoria que permite iniciar el relato de la propia vida en primera persona». Tal la diferencia con el oráculo, cuya profecía dispone la memoria hacia delante, no obstante apoyarse en el recurso de una misma ficción. Y desde la noche de los tiempos no existe inicio sin el soporte de la ilusión que nos permite acceder a lo tremendo, esa fuerza que nos rebasa ante la evidencia de una verdad que por sí misma se niega a asimilarse en toda su desnudez.
    No es que el recuerdo primitivo se olvide, como si de borrar o eliminar de la íntima geografía se tratara, sino que ofusca al sujeto que no puede representarlo ni transformarlo en ficción intermedia. Y no puede quizá porque no sabe cómo re-conocer lo que le provoca internamente el suceso: acaso fuera de contexto, su contenido interpone un obstáculo a la posibilidad de concatenar esa impresión al curso del saber y del entender asimilado, precisamente el que integra un lenguaje propio.
    En la mejor herencia platónica recordar es despertar, conocer, recobrarse en la simiente de claridad primordial y fusionarse al propio mito de fundación. «Olvidar», entonces, sería tanto como remontar el instante del no-saber. Defensa, ésta, que en apariencia atenúa su efecto en la conciencia perturbada al «arrojarse» al confín de lo que no puede decirse porque lo tremendo lo impide; lo impide el fantasma del ser, el terror, a la vez, de ser «eso» que no podemos nombrar.
    Al leer el primer recuerdo de Julio Cortázar y su subsecuente análisis, también recordé. Su escritura fue el rayo, palabra / llave que abrió las puertas de mi memoria recóndita. Vi lo que sabía sin saber. Era pequeña. Tanto, que los roperos de tres lunas que había en la casa de mis abuelos parecían tan altos que no tenían fin. Quizá deambulando en una andadera, gastaba el rato del sol ardiente yendo de aquí para allá, mientras los adultos hablaban. Apretaba el chupete de un biberón entre los dientes cuando, en uno de los cuartos más luminosos, me quedé mirando mi propio reflejo. Sentí pánico. No sé si fue largo o corto el instante, pero me di cuenta del pavor de ser y no ser la que estaba allá adentro, en un aterrador espejo. Todo ocurrió como el rayo, como si descubrir el espejo y mi propia duplicación fueran una y la misma cosa. No entendía nada, salvo que una yo —o intuida como yo— estaba atrapada en una de las lunas de ese ropero y también me miraba. Grité. Luego lloré. Me fui y regresé; pero era tanto mi miedo que, desde entonces, me dio por rodear el patio para no tener que pasar por «eso» que yo sólo sabía y me había enseñado a conocer el terror.
    Entre la fecha del episodio y la lectura de lo que me permitió recordar cabe la palabra que me define, el lenguaje que me ha hecho ser la que soy. La sensación, sin embargo, conservó su pureza intacta para identificar el terror en toda su dimensión. Recobrada a distancia y de un solo golpe, la memoria abrió esa fisura «adivinatoria» no sólo para situar el suceso en el espacio y el tiempo en que el miedo era miedo porque lo experimentado no cabía «en otra cosa» ni era capaz de ser identificado por una criatura aún sin vocablos. Los límites interpretativos de aquella niña no abarcaban la familiaridad de un espejo. Sin posibilidad de agregarse a la propia ficción, la experiencia trazó de manera subversiva su mensaje oracular: cifró mi historia.
    Como toda «revelación», en el recuerdo primitivo se aloja la dualidad: ¿era el descubrimiento atrapado y duplicado del yo la causa de tan radical espanto? ¿Me intimidó toparme de golpe con otra niña que repetía mi pasmo al través del cristal? ¿Me perturbó la visión de estar y no estar en dos espacios inconciliables? En todo caso, el pavor es la guía. Indica que, en cierto modo, el ser sabe que es y también cómo es de manera temprana. No sabe, en cambio, identificar, reconocerse ni reconocer lo otro sin referencias auxiliares. Sellarlo en la memoria equivale a poder soportarlo, aunque evitar subsecuentemente el espejo significa que la conciencia sabe dónde está lo que no quiere ver, lo que no puede asimilar con naturalidad, aunque «eso» exista allá afuera.
    Es obvio que la niña que mordía el biberón no hablaba aún. Se desplazaba entre habitaciones y corredores de aquella casona como absorbida por el eco que producía su andadera sobre las losas brillantes. El goteo de una fuente central, las voces viajando por los cuatro pasillos que rodeaban el patio interior, el pregón callejero entrando por los balcones, el ruido de la cocina, los olores, el canto de los canarios allá atrás… Todo ese mundo infantil estaba hecho de sonidos que se multiplicaban en ecos y duplicaciones extrañas. Eran tan sugestivas y misteriosas las repeticiones como las sombras largas que poblaban el piso cuando más calentaba el sol. Seguirlas, pisarlas, fascinarse con ese juego de luz y siluetas oscuras, despojadas de gestos y rasgos, se convirtió en fuente de conocimiento de aquella criatura solitaria que fui. En realidad, ese mundo advertido mediante sombras, ecos y reflejos formaba el repertorio del placer de una nena que, viviendo entre signos que fragmentaban la vida, nunca se había detenido a contemplar un espejo.
    Nítida, fiel y en toda su transparencia, la figura vislumbrada en el ropero pertenecía sin duda al universo de las repeticiones, como el eco y la sombra ya conocidos. Pero era a la vez distinta porque mi reflejo se mostraba mostrándome con claridad. La niña se topaba por vez primera con un indicio de realidad, un ser concreto. El hallazgo me aterró por la doble razón de ver, reconocerme y advertir que, por única vez identificada, estaba no obstante dividida, duplicada por la frialdad del cristal. Tal el pavor. Era como si la sombra, de pronto, cobrara vida…
    Y es que algo aparece sin nombre o sin referencia y aterroriza. Impresiona. Se fija. El grito es defensa. En cambio el olvido implica reserva, pausa que aguarda la ocasión de nombrar el súbito enfrentamiento con el vacío o, mejor aún, con lo desconocido que asusta. Lo no-dicho aunque experimentado no desaparece del repertorio del ser, más bien permanece indefinidamente a la sombra, donde la voz pueda iluminar indirectamente esa no-palabra, cuyo poder orienta la dirección del propio destino.
    Enmascarada, la impresión perturbadora se queda ahí, confinada en «el hueso de la memoria», hasta poder enunciarla a golpes de habla o hasta que, efectivamente, «ese momento pueda ser contado por otro». Sin importar cuándo ocurra, pende mientras tanto el recuerdo-eje en el calendario vital. Misteriosamente se oculta, aunque el vocabulario interior acude a sus propias leyes para responder a su impacto por otras vías. Así como el registro del placer congrega y armoniza, la reminiscencia traumática hiere al lenguaje, lo separa, lo aísla. Lastima su oscuridad y, confinado a lo no-dicho, el momento padecido lesiona a distancia, quema su cicatriz y, deformada, su necesidad de expresarse se expande a la región de la angustia.
    Este recuerdo primitivo no pudo ser más angustioso. Marcó el salto del ser que se desplazaba entre sombras al reconocimiento del yo, aunque un yo despojado del beneficio de la referencia auxiliar, del nombre reparador que en cambio sí tuvo el Cortázar/nene al ser arropado y consolado amorosamente, tras padecer el terror por el canto del gallo. Fue un encuentro súbito de una niña sin habla con otra que miraba desde la profundidad del silencio contemplativo. Y no hubo voz ni palabra de afuera que consolara, sólo un grito idéntico al grito que inauguraba el llanto infantil que para siempre me llevaría a evitar los espejos. Hasta descifrar este evento remoto me di cuenta de que nunca concilié ese primer encuentro con mi reflejo. Casi prescindible, crecí alejada de la «agresión» del espejo. A la fecha lo evito y hasta parece inútil el esfuerzo consciente de detenerme frente a una superficie brillante, porque mis sentidos aprendieron a ver sin verme, a reconocer, sin unificar, a «la otra».
    Poderoso, un recuerdo primitivo, como éste, teje el velo de la vida profunda sobre la experiencia interpretada. ¿Por qué, sin embargo, un día se abre «casualmente» esta visión, como si pidiera «manifestarse», integrarse a la palabra y ser por fin contada? Hasta parece que la figura indefinida que apareció en el espejo buscara en la voz el nexo que une lo que la experiencia divide. Sólo eso explicaría por qué, sin entender cómo ni por qué un día la mente llama a la remembranza, la memoria identifica e intercala su carga adversa al vocabulario de las definiciones.
    Congregado así a lo que se entiende y reconoce por el prodigio del habla, el recuerdo habla. Habla como entresacado de los vapores secretos, del khasma. Habla por fin, sin renunciar al enigma de su primera absorción, sin romper la raíz de un dolor que queda después del dolor. Dilucidarlo, o —mejor aún— descifrarlo, remonta su impresión primordial; pero hay que decirlo desde el espacio del logos para poder soportarlo. Hay que interpretarlo, traducirlo, integrarlo. De otra manera la percepción distorsionaría con ficciones nefastas el efecto substancial de un suceso amenazante, emparentado con la muerte.
    En esa labor de desentrañar un recuerdo oscuro coinciden el psicoanálisis y las letras, aunque al talento creador jamás le interesa interpretar su ficción. La escritura es la más perfecta labor del habla, su más acabada expresión. Por el psicoanálisis se escudriña, se balbucea y se explora el revés del habla hasta descubrir la sucesión de obstáculos que literalmente la ensombrecen, ensombreciendo la vida. Eslabonadas, sin embargo, a la primera memoria, las frases en ambos casos tejen historias remotas, las que perduran detrás de otra historia y subyacen encubiertas por el deleite que acompaña el despertar de la voz.
    Traspasar el silencio, lo no-dicho y vigente en el depósito entrañable de la memoria del sufrimiento, significa una hazaña equivalente a la del despertar, en su más perfecto sentido platónico. De suyo es un lento deslizarse por una ausencia que es presencia biográfica, seña de identidad; y, cuando decisivo, también se sitúa en el centro generatriz: el mejor intérprete del propio destino.
Reconstruir el instante del pasmo repara, a condición de hacerlo desde algún espacio auxiliar. No obstante, su signo perturbador prevalece con otras huellas recónditas en esa parte indescifrable del ser que, al manifestarse por inferencia o asociación, parece oscilar desde la hondura del balbuceo hasta el deseo de entender, de aclarar el contenido de esa fuente de infelicidad que nunca renuncia a su función lacerante. Quizá emparentado con el oráculo y el surtidor de mitos, por este tronco del miedo donde se alojan las heridas del alma surca la savia que determina un modo particular, individualizado, de estar en el mundo. Visto así, no es extraño aceptar que no existen casualidades en la conducta.
    Una de estas expresiones del supuesto azar, simbólica y poderosa, resulta reveladora al reparar en que la célebre encrucijada donde se cree que Edipo mató a Layo, su padre, se encuentra en el camino de Tebas a Delfos: un sendero «escarpado y de difícil acceso». Un sendero simbólico e igual a las rutas intrincadas de la memoria.
    Re-pasado, se entiende pues que en su primer peldaño la memoria es sorpresa, un estremecimiento, lo inimaginado y, por tanto, lo que no halla lugar en el repertorio verbal. Surge al paso. No hay lugar en la mente para recibir ese golpe de vida, esa orilla de muerte. La sensación se adelanta al advenimiento de la palabra. Imagen recibida, la memoria es portal de lo no sabido. El temblor inaugura la pausa entre el silencio que aparta y los nombres que unen.
    De este modo, por una lectura casual confirmé que hay terrores/guía que llaman y despiertan miedos ocultos de otros. No bien acababa de leer la página del doctor Braunstein, cuando un borbotón de imágenes comenzó a abultar mi mente como agua vertiginosa. Quería leer más, saber más… Y supe, sí, que la memoria está hecha de miedo. Está hecha de omisiones, obstáculos y pasmos que al final enmudecen. Ante la palabra, que sí es desde luego reparadora, pienso en el silencio creador, en el que sale de la oscuridad a la luz, el que da-a-luz: un derivado de la contemplación y de la pausa que surge entre dos nombres, dos señales sonoras, dos figuras encontradas del ser: el espejo, otra vez, como cifra de mi destino.
    Sí, el espacio del logos es decisivo para «adivinar» el recuerdo; pero una vez ahí, otra vez reflejo, hay que congregarlo, unificarlo, verlo desde otra orilla, otro lado del saber. Y veo por fin a la niña que entonces no vi. Veo el origen de mi escritura, la raíz de un estilo. Así reparo, inevitablemente, en el saber del alma, en la sabiduría esencial, en la palabra que envuelve el final y el principio, su pureza inicial y su mito, otra vez, otra vez…

*  Interesados ambos en los misterios de la memoria y el lenguaje, Néstor A. Braunstein me permitió leer su ensayo, entonces inédito, sobre el primer recuerdo de Julio Cortázar: Memoria y espanto o el recuerdo de la infancia (Siglo XXI, México, 2008). El efecto que me causó fue como un rayo: turbulencia y revelación. Al punto le respondí con estas páginas íntimas. Una voz llamó a otra; y porque en verdad no existen casualidades, cada uno siguió rutas distintas desde un mismo surtidor de palabras: él, agudo psicoanalista, emprendió con mis líneas una nueva estación de su Ficcionario; yo, en cambio, comencé a novelar mediante otros lenguajes la ficción del espejo. Letras y psicoanálisis, de esta manera, continúan a distancia su diálogo en busca de una misma curiosidad por desentrañar al ser que subyace detrás del ser.

 

 

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