Literatura para ver y escuchar y cine para leer / Hugo Hernández Valdivia

De Fausto (Faust — Eine deutsche Volkssage, 1926) de F. W. Murnau a Berlin Alexanderplatz (1980) de Rainer W. Fassbinder; de Metrópolis (1925) de Fritz Lang a ¿Soy linda? (Bin Ich schön?, 1998) de Doris Dörrie, el cine alemán ha hecho de la literatura una fuente de inspiración privilegiada. La huella de novelistas, dramaturgos y cuentistas, de esta forma, ha quedado impresa en la cinematografía de este país, acaso mucho más que en las de otros: en pantalla se ha hecho sensible la densidad que caracteriza a las grandes obras literarias que, en mayor o menor medida, albergan historias que ofrecen un pretexto para emprender reflexiones de corte filosófico. En su ritmo, su puesta en escena y su montaje, el cine alemán está en deuda con sus escritores mayores. Pero no sólo con ellos: también con los que no lo son, ni grandes ni suyos. El cine, por su parte, está en el origen de la lectura de más de una novela: me cuento entre los que vieron El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, 1979) de Volker Schlöndorff antes de acercarse al prodigioso ladrillo de Günter Grass. Los resultados en pantalla no siempre son afortunados, es cierto, pero el cine alemán debe algunos de sus mejores pasajes a la literatura; y algunos autores literarios han conseguido prestigio y lectores gracias al tránsito de sus textos por la pantalla oscura. Un vistazo alcanza para hacer un breve inventario de este matrimonio feliz (si los hay).
      De entre los que se han nutrido de la literatura, el caso de Fassbinder se cuece aparte, pues por lo general él redactaba sus guiones —es autor de una cantidad impresionante de ellos—, y rara vez el origen de sus proyectos estuvo en una obra preexistente. Entre ellas la ya mencionada Berlin Alexanderplatz, que nace de una novela de Alfred Döblin que sigue los pasos de un exconvicto que no encuentra el buen camino y, con 14 capítulos y casi 900 minutos, se convirtió en una prodigiosa miniserie que se cuenta entre lo mejor de la filmografía del cineasta. Menos conocida, pero no por eso menos apasionante, es Effi Briest (1974), cuyo origen se ubica en la pluma de Theodor Fontane y da cuenta de la debacle de una mujer que se casa con un noble pero suspira por un militar.
     Schlöndorff ha entregado la que tal vez es una de las mejores «adaptaciones» en la historia del cine y una de las películas alemanas más exitosas: en la citada El tambor de hojalata, en cuya escritura participó Jean-Claude Carrière, recoge parcialmente las vicisitudes propuestas por Grass y refiere la firmeza de Oskar Matzerath, quien ante las contrariedades del mundo en el que le tocó nacer decide no crecer. El resultado alcanzó para la Palma de Oro en Cannes y el Óscar a mejor película extranjera. El cineasta también le echó el ojo a una novela de Heinrich Böll, y en El honor perdido de Katharina Blum (Die verlorene Ehre der Katharina Blum oder: Wie Gewalt entstehen und wohin sie führen kann, 1975), que codirigió con la que entonces era su esposa, Margarethe von Trotta y sigue las desavenencias de la mujer epónima, cuya vida sufre cambios insospechados luego de compartir el lecho con un desconocido que resulta ser un terrorista.
     La obra de Thomas Mann, con toda su solemnidad y densidad, ha sido objeto de más de una visita cinematográfica. Entre las más recientes se cuenta Los Buddenbrook (Buddenbrooks, 2008), de Heinrich Breloer, que en dos horas y media sigue a la familia burguesa del título, que experimenta sensibles altibajos pero se empeña en conservar sus privilegios y buscar la felicidad.
     El amor es un tema que habita una buena parte de la producción artística del mundo. Incluso los alemanes han contribuido a ello, y para muestra: Lila, Lila (2008) de Alain Gsponer, quien lleva a la pantalla una novela de Martin Suter que registra las relaciones de una estudiante de literatura y un mesero que gana la estima de ella por una obra escrita por él, hasta que se descubre que el autor no es él; Sonnenallee (1998) de Leander Haußmann, que se inspira en un texto de Thomas Brussig que entre música, bailes y amores trata de la rebeldía en la República Democrática Alemana; Crazy (2000) de Hans-Christian Schmid, cuyo origen está en una novela de Benjamin Lebert y narra los pasos de un joven minusválido que es internado en una escuela especializada y vive su primer amor con la chica deseada por todos. Doris Dörrie combina la escritura con la realización, y ha llevado a la pantalla textos suyos. Es el caso de ¿Soy linda?, que a partir de las contrariedades amorosas de un grupo de personajes y en tono de comedia da cuenta del vértigo y la falta de compromiso que caracterizan a las relaciones de pareja hoy día.
     El diálogo entre el cine alemán y la literatura ha sido y sigue siendo provechoso. Entre los temas más y mejor abordados se encuentra una preocupación que tiene un amplio historial en las letras: la Historia. De hecho, entre las características más apreciables de la cinematografía alemana está el ocuparse de su circunstancia con oportunidad y profundidad y, también, revisar momentos pasados, a menudo incómodos. Por eso no es extraño ver películas que aborden los sinsabores que padecen los migrantes, los conflictos por la reunificación y el desencanto por el terrorismo. Pero, como puede apreciarse en este breve recuento, los temas tratados son diversos e incluso hay espacio para la comedia: el cine y la literatura alemanes también saben ser ligeros, y si Mann y Grass hacen de cada voluminosa entrega un ensayo tan reflexivo como grave, también hay autores —como la Dörrie, para no ir muy lejos— que emprenden la reflexión con ligereza pero sin ser insustanciales. Queda claro, pues, que la literatura ofrece valioso material para ver y escuchar; y el cine, para leer.

 

 

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