Homo-insecta / Luis Jorge Boone

Algo raro sucede. Se registran casos de individuos con comportamientos insólitos: «Anciano camina sobre las aguas», «Muerto resucita en pleno velorio», «Arrestan a mujer vampira en el centro». No se trata de noticias inventadas para el morbo sin fondo de los semanarios sensacionalistas y sus lectores. Así se presenta la nueva novela de Bernardo Esquinca, narrador de probadas dotes para la intriga y el horror.
      La octava plaga marca un paso al frente del escritor en su oficio. Esta nueva propuesta es más ambiciosa; sus alcances, más amplios. Sus anteriores Belleza roja y Los escritores invisibles funcionan como flechas que, certeras y directas, alcanzan el blanco en páginas concisas. Giran alrededor de un personaje o dos, de una obsesión. Ahora, las estructuras se diversifican, las subtramas se entrecruzan, el dramatis personæ se amplía.
      El personaje principal, Casasola, es un periodista que vive dos lutos paralelos: acaba de ser trasladado de la sección cultural a la policiaca (lo que significa para él un salto atrás: su involución a reportero), y además aún está enamorado de la mujer de la que recién se divorció. Olga, la ex esposa, trabaja en la redacción del periódico, y Casasola es testigo de cómo ella intenta rehacer su vida, de la forma en que la mujer logra estar por encima de la situación, por encima de él. Pero también es testigo de extraños cambios en su comportamiento: Olga parece sentirse atraída por la luz artificial, y en la oscuridad tiende a permanecer en estado catatónico. Como ciertos insectos. De forma paralela, Casasola debe investigar una serie de asesinatos para conservar ese empleo que no lo satisface, ante la mirada escrutadora y los consejos inútiles de Rivas–Souza, el soberbio jefe de redacción. El caso de la Asesina de los Moteles lo llevará a conocer a Verduzco, un veterano de la nota roja que se convertirá en su gurú, aunque quizá la principal enseñanza del personaje sea que nunca se puede confiar en nadie. A medida que el clima de la investigación se enrarece, Casasola se encontrará con otros personajes que le entregarán piezas del rompecabezas: el Griego, «el cronista de la muerte», un legendario reportero gráfico de nota roja, quien desde un retiro más o menos inquieto continúa con la iniciación del ex periodista cultural, y lo previene de la naturaleza nociva de la profesión. De este encuentro casual, sin embargo, nace una amistad que termina en sacrificio, quizá un tanto ambiguo, pero decisivo por parte del fotógrafo.
      Otro personaje central es Esteban Taboada, entomólogo del Museo de Historia Natural; ambos, científico e institución, se encuentran en plena decadencia. Un día, Taboada descubre un espécimen no catalogado: un insecto dorado que emite una extraña luminiscencia. Seguro de que el incidente le deparará fama y fortuna, Taboada lo oculta y empieza a redactar un expediente sobre su descubrimiento. Los fragmentos de dicho expediente son de los pasajes más fascinantes del libro: elementos históricos y científicos montados sobre una suerte de diario de guerra, donde el elemento fantástico permite leer bajo una nueva luz la relación histórica entre humanos e insectos.
      Cada trama está calculada al detalle. Como sucedía ya, por ejemplo, en Los niños de paja, libro de cuentos que demuestra el dominio autoral de la intriga, el ritmo con que una trama revela sus zonas oscuras para desembocar en un final estremecedor. Quizá el antecedente de esta novela se encuentre en el cuento «La vida secreta de los insectos», incluido en aquel volumen, y que tiene un fugaz cameo en La octava plaga.
      Este rigor argumental se delata en el buen timing para el corte, los blancos que acumulan tensión al final de cada capítulo. Esquinca sabe suspender sus ficciones en cimas líricas o dramáticas (imágenes, acciones) que se proponen como metáforas y sugieren la continuidad. Por eso es difícil suspender la lectura. El lector recorre el salto de las páginas en blanco con una carga de intriga, desasosiego o inercia narrativa (vectores que nos hacen tender la mano hacia el siguiente pasaje que ahondará o desvelará el misterio).
      El uso de la estructura narrativa es preciso: planteamiento, nudo y desenlace son efectivos; y esta determinación atrapa al lector. Nada de distracciones. Hay autores cuya vocación es contar una historia: en este caso, la de la silenciosa guerra de la selección natural, en la que esta clase de invertebrados está empeñada en exterminar al hombre y dominar el planeta.
      Para bordar la numeralia: los insectos cuentan con un millón de especies descritas, y representan un alto porcentaje de la variedad animal del planeta.       Todavía más: hay estudios que estiman entre seis y diez millones más por descubrir. ¿Qué sucedería entonces si estos enemigos, desconocidos y numerosos, empezaran a manipular al hombre, a influenciarlo para que actuara como su infiltrado, es decir, un traidor que diezma sus propias filas?
      El autor retoma temas tratados en anteriores libros: el género negro, la fantasía, el horror, la nota roja y, en ocasionales pasajes, el porno y la metaficción. Aislados, dichos subgéneros pueden agotarse en fórmulas hechas, reciclar planteamientos; pero al hibridarlos, un autor diestro, como es el caso, aporta novedades al tema. De esta forma, La octava plaga puede definirse como una bien calibrada condensación de subgéneros que terminan potenciándose entre sí.
      La selección natural, la extinción, la dominación del más fuerte: son las premisas biológicas sobre las que se tensa el argumento. Pero hay recurrencias que afectan la lectura: el funcionamiento de las premoniciones oníricas, el caos de las grandes urbes, la crítica del mundillo cultural, la imposibilidad del amor (éste es el centro de las trágicas historias amorosas del Griego y Casasola, que funcionan como contrapuntos y amplían la novela).
      Javier Marías, en Los enamoramientos, hace decir a un personaje que lo que ocurre en las novelas, al final de cuentas, carece de importancia: lo sustancial son las ideas que nos inoculan, los ecos que quedan dentro de nosotros al cerrar el libro. ¿El eco de un grillo, un zumbido, el arrastrarse de diminutas patas? Lovecraft puso ya en nuestras mentes una extraña cacofonía: Al Azif, el nombre árabe del temible Necronomicón: vocablos que designan el rumor nocturno de los insectos, bajo el cual se ocultan los gritos de los demonios. Esos pequeños monstruos con demasiadas patas, alas, antenas, cuerpos segmentados, no pueden sino ser emisarios de un mundo oscuro. Ciertos escritores lo saben, y nos advierten.

 

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