La República de las Letras encañonada / María Rosa Palazón

Qué delicioso es leer los ensayos de Josu Landa: qué riqueza léxico-conceptual y qué minuciosidad al detenerse a reflexionar sobre las palabras jerárquicamente relevantes que utiliza en sus discursos. Lanza en mano, este autor, que no peina canas ni disimula arrugas y es más valiente que el Cid, arremete contra la Ciudad del Canon que diseñó Harold Bloom, dizque eminente (¿famoso?) académico de Yale. ¿Buen arquitecto? La fama no exime a su Canon occidental de una tunda de órdago y algún reconocimiento a momentos de lucidez que sólo Sherlock Holmes Landa descubre tras las sombras.
     Con «mucha sal en la mollera», Josu ataca y sonríe porque, como Bloom, parte de la fenoménica experiencia estética y del gusto o, si se prefiere, del intraducible mood que ocurre en el sujeto libre o autónomo. Existe el gusto, es real, no la farsa imitativa de quien dice que X le gusta porque a otro a quien admira dice que X le gusta, quien, a su vez, finge… Sí, efectivamente esta resbaladiza vivencia es la que instaura el ámbito disímil y heterogéneo del llamado arte. Arte lo hace uno y los demás somos los receptores hermeneutas de un texto con un lenguaje especial; luego no capto este párrafo de Landa:  «La audacia, el atrevimiento personal en la elaboración de juicios de valor estético debe sustentarse en criterios y referencias dignas de estimación, conforme a los valores más elevados operantes en una comunidad literaria»
(p. 319). Por desgracia, la consagración se debe a grupúsculos de elogio mutuo.
     La lanza está despuntada. No, la buena persona que es Landa no despacha a Bloom con dos papirotazos, sino que le dedica 321 páginas de una argumentación minuciosa y encomiable que se basa en un altero de críticos y filósofos (casi el directorio telefónico de un sabio que tiene la dirección de los clásicos griegos hasta Foucault, pasando en medio de las ortigas de los inquisidores del Santo Oficio y de los teóricos de la España franquista con su castrante espada flamígera de la ortodoxia. Por ejemplo, una anotación marginal es buen pretexto para que Landa se lance a pensar sobre la mimesis y la catarsis o las aportaciones freudianas que admite Bloom), asuntos que sólo apunto para que no olviden la riqueza de Canon City. Harold Bloom acaba siendo el pretexto de los argumentos pergeñados de Landa. Felicidades, pues.
     Desde mi perspectiva filológica, tan «eminente académico» de una universidad estadounidense tan prestigiosa ignora qué es un canon, a saber, reglas de composición. Landa dedica páginas a las etimologías de «canon» como norma fija, reguladora, propia de un artista o grupo de artistas. Bloom, en cambio, aduce como tal la grandeza, la extrañeza y la originalidad: manera con que habla del sube y baja de los productos artísticos. Su idea de canon no tiene «sistema», son «esquirlas dispersas» de intuiciones comunes. Ninguna es una norma, sino efectos de la lectura o la escucha y las características que generan desde un horizonte o tradición.
     Josu Landa revierte los criterios de Bloom: la originalidad es ver lo nuevo o ver como nuevo lo archiconocido y que ha pasado inadvertido (Nietzsche); la extrañeza (estupefacción para G. Steiner) es irrecuperable porque está lastrada por la apología de la cultura hegemónica: es un simple desideratum (p. 257) del poder, y la originalidad es un fantasma de raigambre circunstancial o histórica.
     Si Bloom descubre las farsas actuales en las artes, al generalizar tanto confunde el trigo con la paja en tanto no todo lo actual es la basura resentida emitida por sus apóstoles. ¿Quiénes? No imaginen que sólo se refiere a los nihilistas para quienes todo es arte, no: Bloom alude al marxismo (hubo malas obras literarias durante el estalinismo, pero la poiesis emanó por donde menos se esperaba), a las perspectivas de género y a las periferias mundiales o colonias, al desconstructivismo, al freudismo lacaniano, a la semiótica o semiología, a la hermenéutica de Heidegger y Gadamer, y a Gilles Deleuze, el vitalista. A estos enemigos contrapone «valores literarios» y el placer, ambos su piedra de toque (p. 229). «Valor y placer» son sus referentes absolutos y ahistóricos (ídem), siendo «valor», según Landa, «lo que alguien estima, lo que vale para alguien» (p. 252) en un contexto social. No existen coincidencias absolutas, ni aunque Bloom las postule a partir de comparaciones agonísticas. Nadie puede tener una idea aproximada de los tres valores bloomeanos: «agudeza cognitiva, energía lingüística y poder de invención»
(p. 254). Pregunto, entonces, si Bloom no niega la poiesis, entrega un libro incongruente, capaz de invitarnos a limpiar nuestra mente con el fin de ser originales (¿se puede dejar de hablar de la justicia o del amor, por ejemplo?). Tampoco limpiarla para no intentar mejorar la idiosincrasia del vecino ni de la ciudad mediante la lectura, ni ser un inventor en la recepción. En fin, para Landa las guías de extrañeza (estupefacción para Steiner), originalidad y grandeza son quimeras si no se aterrizan en obras y se dialoga sobre sus pretensiones y sentidos.
     Pienso que las manifestaciones que protestaron contra las elitistas Bellas Artes, que nunca pretendieron gustar a nadie,
y que actualmente las mujeres, que llegaron tarde, como Nicola Constantino, hacen suyas, son, y por qué no, manifestaciones del resentimiento que genera la injusticia. Nunca pretendieron ser obras maestras, tan sólo manifiestos contra la injusticia. ¿Por qué desautorizar sus pretensiones? ¿Shakespeare, el santón de Bloom, no refleja resentimientos?, aunque, puntualiza Josu Landa, debe secundarse al académico de Yale en cuanto a colocar primero, encima de otros intereses, los criterios estéticos, la «autonomía de la obra» (p. 239, si de artes de trata); pero es reaccionaria la pretensión bloomeana del valor absoluto y universal: la experiencia estética uniforme o igualitaria se estrella en la diferencia de las culturas, en los pathos de la distancia, porque la receptividad abierta supone la interrelación distanciada, de la cual dijo Pico della Mirandola: «es una potencialidad abierta y destinada a hacerse a sí misma»
(p. 275). Incluso, observa Josu, esta pasión por valores incondicionados es una tendencia actual, a saber, la que proclama el fin de la historia. Si es abominable el extremo del relativismo que se ha deshecho de toda axiología artística, borrando del mapa el gusto y la experiencia estética, también es abominable, monopólico y fascista, añadiría, lo que prohíbe la libertad creativa. Me complace la «paradoja» del gusto que propone Landa: «máxima exigencia cualitativa en conjunción con máxima democracia de la experimentación» (p. 258), y añade: a esta paradoja sólo necesitamos reconocerle la espontaneidad que compartimos, y por cuyo medio nos relacionamos con las cosas del mundo en términos de placer y dolor, satisfacción y frustración» (p. 297). Así. Roland Barthes acepta que juzga un texto y casi todo lo que le ocurre perceptivamente porque inevitablemente dice que «X es bueno» o que «X es malo», o «me gusta», o «es bello».  
     En suma, el canon occidental, según lo presenta Josu, es el consabido dictamen de la estética prescriptiva añeja y falta de rigor histórico, que ignora el carácter mutante de las valoraciones, de las reglas que se multiplican a lo largo del espacio y del tiempo. Al contrario, en su «diatriba contra el historicismo» y «tributo al esencialismo» (p. 240), Bloom insiste en lo eterno, invariable, esencial de las artes que, a no dudarlo, ubica en el Topos Uranos. Cabe una aclaración: Bloom habla de la historia de las artes. Shakespeare es el salvavidas laico de una supuesta historia que divide en las eras «teocrática, aristocrática, democrática y caótica» (p. 23).    
     Establecer tales «cánones» es distanciarse, sobrevivir distinguiéndose antropológicamente mediante la palabra del dominio. Es pasión incontrolable, enfermiza, aterrada por la soledad, por el movimiento de caída o decadencia y por el terror a la muerte por falta de lectores o escuchas.
Enemigo del historicismo, Harold Bloom ignora incluso que en este devenir hemos arribado a lo que Landa denomina «composición reticular»: mezcla de lo visual, auditivo o musical, del silencio de la lectura (en el e-book)… Computadoras y libros electrónicos le están ganando la batalla al libro de papel. El sujeto estético se reinventa y seguramente llegará la «disolución de la memoria literaria»
(pp. 320-321), lo cual me genera una sensación tremenda de duelo.
     Para colmo, el Poder Ejecutivo de esta ciudad cañoneada por Landa, es decir, quien ocupa el Palacio de Gobierno, es William Shakespeare, un escritor nacido en Stratford-upon-Avon que sólo quiso escribir libretos para efímeras puestas en escena. ¿Cuándo se imaginó que iba a ser fantaseado como una pared aislante o la «roca sobre la cual se derrumbará la Escuela del Resentimiento» (p. 35). Shakespeare, especie de columna vertebral que inspiró a otros genios, que Bloom coloca en un apéndice (aclarando que los editores lo obligaron a elaborarlo); pero, quiera o no, redunda en «un censo de nombres prominentes y títulos indispensables» (p. 24), en una lista de gente excelsa: tal decisión aguijonea con una «responsabilidad insoslayable»
(p. 26). Es una «lógica del asedio»
     (p. 232) para el receptor. La bloomeana lista canónica de escritores y obras es monótona, monocroma y anglosajona. ¿Chauvinista, el señor de Yale y su cohorte de divulgadores?, ¿un misántropo occidentalista norteamericano encerrado en su habitación de la Torre de Babel? Los demás reclusos de la Torre, piensa, han perdido irremisiblemente su ciudadanía. La City, o dictadura de las letras, es tematizada por medio de «angustia de influencias» y «efebos» (escritores noveles) excluidos. Al resto de elegidos los incluye en su personal cuarto de Babel (p. 22). Este crítico opera como el Santo Oficio y su Index abominable.
     De alguna manera, Bloom, escribe Landa, concuerda con la «satanización estético-moralista» (p. 74), a saber, lo que debe leerse para no quedarse en los márgenes socioculturales. ¿Y la autonomía estética y moral de la persona? El discurso de Harold Bloom del deber «concuerda con el fondo soteriológico de las iniciativas de carácter religioso» (p. 76). Un censor es un purgador que habla en nombre de nosotros y para nuestra salvación (al menos cultural). Abundan los catálogos de lo que debe ser y no debe ser en la crítica de temple inquisitorial. Los que purgan hacen «lecturas mórbidas» (p. 80) que materializan en catálogos redentores.
     Inclusión y exclusión intentan establecer el poder monopólico sirviéndose de lo agonal, de la competencia. Críticos, entidades académicas, editores, oficinas gubernamentales, medios de comunicación (cultura de y para masas) apoyan la universalidad emblemática del canon occidental. Este monopolio impide a otros ciudadanos de la república ejercer su imaginación creadora, o los lanza al bote de la basura.
     No estoy de acuerdo con Josu en que la kalogathía, lo bello-bueno se postuló siempre para el control que lleva de la mano pedagógicamente, porque las artes no son inocuas para la aisthesis. Creo que este concepto aludía básicamente a lo que después llamó Marcel Mauss el don, y los cristianos la gracia. Lo cual no niega que los purgadores se afanen en controlar la emoción. Las exclusiones prescriptivas del canon occidental tienen en las entrañas creencias sobre la valía estética analizada desde las secuelas del texto.
     Para no perder la ocasión, y bajo la influencia indirecta de la definición del arte de Sánchez Vázquez, Landa define el texto como expresión humana objetivada «[que] manifiesta una intencionalidad cargada de poder y valor [que] alcanza la expresión receptora […] por medio de cuya actividad creativa constructiva puede acontecer la experiencia estética y, con ello, el sentido mismo del objeto con pretensión artística» (p. 261).
     En las comunidades intelectuales los competidores apuestan al olvido, venganzas derivadas del agón: fruto venenoso que lleva al olvido el que se quiso o al que se llegó sin querer; «destierro» (p. 210), exilio, ninguneo que no es indiferencia, sino perversión o «in-vidia» o ceguera envidiosa, escribe Landa con O. Paz. Lo que «es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento» (p. 212).
     Sin embargo, el olvido es indispensable para el pensamiento y para el avance dentro de unas reglas o canon, según lo demuestra Chomsky. Sirve además para iniciar otras normas. Se evita el estancamiento en el re-juego de la memoria y el olvido, negatividad correlativa a la positividad, no se trata del «gusano que carcome el fruto maduro de la memoria» (p. 220) porque el canon hegemónico a veces porta un «cariz parasitario»
(p. 222). ¿De verdad se olvida del todo un canon artístico disfrutado, o queda en el preconsciente y sale cuando menos lo esperamos? ¿Qué tanto se olvida? El mismo Josu Landa aclara que aisthesis, sentido o percepción, también es huella, pista, vestigio: la obra de masas está hecha para olvidarla; la que nos afecta profundamente deja sus pisadas en la memoria, propiciando un cierto proselitismo involuntario. El placer que nos deja, tras obligarnos a que atendamos el estímulo, es algo que nunca tendrá una definición rigurosa.
     Canon City, que suena a canyon, es un enclave penitenciario en el sur de Colorado donde se ejerce el dominio intelectual, o quizá una ficticia urbe amurallada por la perfección, por la armonía (otra vez el uso de esta categoría musical), por la interrelación entre lo bello, lo bueno y lo verdadero que en muchas ocasiones fue bandera retórica para legitimar el poder, asegura Landa. Bueno, esto habría de matizarse. La función estética domina a las teóricas y las prácticas; sin embargo, las presupone cuando se trata de una obra literaria. O como dice Landa con Barthes: el texto no está desleído de los valores que acompañan al texto como espacio de gozo. Los usos moralistas del poder de dominio no eliminan ni los significados ni los sentidos ni la moral (más o menos rebelde) del producto artístico, aunque principalmente en la recepción sobrevenga el gusto en el receptor. Creo que Josu llega a la misma conclusión cuando dice que no existe una autarquía total de las Letras porque el texto tiene un «desde» y un «hacia»: se trata de un objeto intencional. La «heautonomía» Kant la pensó para un estímulo natural o un cuadro netamente abstracto, o para la música libre de palabras. Tampoco entiendo cómo asiente Josu Landa las disquisiciones de Baumgarten sobre la gnoseología inferior o arte de pensar por analogía. No, amigo, la analogía es un complejo mecanismo de la mente que aparece en las artes, la ciencia y la vida cotidiana. Beuchot dixit y yo también.
     Jerarquizar mediante las palabras con que cada quien personaliza sus vivencias receptivas es, escribe Landa con Steiner, nostalgia del Absoluto, «reincorporación de lo particular […] desmedrado, en el absoluto universal» (p. 20). Pulsión de ser beatificado, canonizado hasta unirse con la divinidad. Los juicios de Bloom operan con los principios de sacralización y la distinción. Cuando el mundo eliminó las esencias puras, se ha validado la profecía del mesías laico (Shakespeare).
     Quieras o no, «canon» se desliza a canonización y Bloom no se sacude de la teocracia ni de su tono profetizador. La exclusión con criterios prescriptivos del canon occidental lleva en sus entrañas creencias y prácticas religiosas que suponen las antropológicas y morales, porque la valía estética tiene secuelas espirituales y psicológicas.
     Hemos de manifestar un juicio del gusto auténtico, precedido de la experiencia estética realmente vivida porque, escribe Josu, este fenómeno se debe a la relación indisoluble entre sujeto y objeto. Landa encara por lo mismo a las tradiciones que han impugnado al sujeto cuando es el correlato de una entidad formal. Sin receptor o hermeneuta la pieza está muerta. Liberado de culpas, el imperativo del placer brota mediante la oferta.. El sujeto trascendental, sigue Landa, es la estructura racional que ordena las experiencias. Ahora, en cambio, se ha limitado «a la figura de una virtualidad productora de formas, certezas, instrumentos para aprovecharse de lo existente» (p. 100), o que produce imágenes de sí desde sí mismo (p. 102). Josu concluye que si aniquilamos al sujeto, destruimos la facultad de gustar las artes. Existe un autor empírico, no hay generación espontánea, tal es la «función de autor» que menciona Foucault, o sea, quien vierte sus potencialidades en el texto, en sus criaturas ficticias, en la trama o diéresis, en…. La obra refleja un mundo y una manera de estar en éste.
     Estamos de acuerdo, lo que niego son los intentos de encontrar las intenciones netamente personales de los escritores, sus símbolos personales, como es el caso del fallido intento de Freud sobre la homosexualidad de Leonardo da Vinci basada en una pluma de cuervo, y otras simbologías que fueron enterradas con Leonardo sin que podamos aclarar si la Gioconda refleja o no sus preferencias sexuales. Los símbolos universales que utiliza un autor sí están al alcance de sus lectores.
     Con Kant, Landa concibe al sujeto como impulsado a conocer, querer, disfrutar, dolerse y sentir desagrado. Asimismo, acepta la función de autor; sin embargo, con su lente de investigador policiaco, detecta que para las comunidades no es de vida o de muerte saber si Fernando de Rojas es autor de La Celestina, por ejemplo. El hombre masificado necesita autores destacables, canonizados. El resultado de esta inclinación es la treta comercial de los editores, de los críticos, de los reporteros: en suma, del «lanzamiento comercial» (p. 118).
     La enajenación actual requiere la canonización, la genialidad de los dotados, según visión de Nietzsche. Las promociones mediáticas parecen remitir, sin que podamos respaldar este aserto, a la biografía de los escritores, a su leyenda (lo que debe ser leído, aclara Landa diccionario en mano). He aquí pues cómo se resbala la canonización del libro a la canonización de su creador. Ejemplifica esta ilusión retórica, que pone sobre la mesa Bourdieu, con la canonización de Swift gracias a Los viajes de Gulliver, entre otros casos.
     La obra y la estratagema de la biografía o autobiografía (que nada garantiza su mayor veracidad) son dos vías en entrecruce para ponderar los valores éticos y estéticos de un escritor: las «biografías con caracterización» (p. 133) hilvanan hechos, dice Josu, para mostrar el sentido de la vida de un obrero de la pluma (hoy del ordenador). Se usa el «escaparate» de la canonización, que después resulta casi imposible descanonizar o separar de la excelencia. Los autores se prestan, con excepciones como Salinger o Bruno Traven, a su beatificación para no admitir la «muerte del sujeto» (p. 162). La tradición humanística no canonizaba la obra sin una idea positiva del autor, sin su aura legendaria, que depende de factores extraliterarios que enarbola la comunidad de referencia del emisor o «intervención paraliteraria» (p. 175). Sin embargo, si fuera demonizado por la misma razón alienada de las sociedades, también sería canonizado. Algunas biografías orientan sobre una existencia que queda insinuada en un libro, en su «horizonte de sentido» (Foucault); pero generalmente son textos basados en textos basados en… que no remiten para nada al cuerpo del texto original. ¿De verdad Mishima manifestó los rasgos de personalidad de su abuela, como asegura Marguerite Yourcenar? La simpatía puede canonizar literariamente a quien no lo merece, como en el caso de la Monja Alférez. Le pregunto a J. Landa, ¿acaso los surrealistas no cuentan con un calendario de canonizaciones que aún aceptamos y que se alabaron con amor loco? (p. 202); ¿qué tan buen escritor fue el Marqués de Sade?
     La condición, no estrictamente comercial, que pone Landa para registrar estos procesos de casi divinización es la riqueza verbal y argumentativa. Evolución del gusto marcada por la voluntad de ruptura con el pasado, o pugna entre modernidades en secuencia, que sobreviven por la recepción mediada por los aparatos reproductivos, así como una crítica y una biografía adecuada para la comunidad en cuestión.
     Termino. Estimado filósofo de sonrisa fascinante, ¿necesitaste a Bloom para escribir un montón de argumentos tuyos? ¿Vale la pena darle tanto espacio a un chauvinista? Yo me quedo contigo, poeta y filósofo que se exige a sí mismo y después no acepta requiebros académicos.
     Estas líneas lo retratan:

Una vez mordida y masticada con fruición la manzana de la libertad creativa, no hay retorno posible a todo lo que ejemplifique su negación […] Si esta autonomía es verdadera, sólo podrá aplicarse con criterio, conforme a los valores estéticos más exigentes y en procura del placer y una penetración en los misterios del mundo y de la vida que nos enriquezca como humanos
(p. 296).

 

 

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