Modesto ensayo sin pretensión curricular / Víctor Manuel Cárdenas

a Balam Rodrigo, por su Libelo...
en particular, por La Loca y sus noches.

Como lector, soy la mano del pulpo; tomo para mí lo que es de todos y, si no soy otro al leer, cierro el manantial para abrirlo otro día. Por fortuna, como académico, no soy. Como intento de creador sí, vivo, renazco, recreo. Hermosa palabra la palabra recreo: volver a crear, creer de nuevo, recreer, jugar, es la hora del recreo.
      Llega a mis manos el Libelo de varia necrología del críptico poeta Balam Rodrigo y el don de la ubicuidad se desvanece. Ya no estoy en el aire de los siglos ni en el arrabal de los trenes donde las miradas se cruzan sin admitir su nombre. Desde su portada de huesos sabemos que el mundo de su libro está mondo, cadáver, desollado. Poemario de tres pistas con una bastonera fugaz como el registro de la muerte misma: poemas que desatan la palabra, vino que muere entre los muslos, breve canto a las orillas de su alba inerte.
      Algo de primitivo ronda en este santuario de la reconstrucción del lenguaje. Como si bautizara cada una de las formas, el poeta ignora el evidente circo, nombra por primera vez, monta en ala sobre el potro de los verbos y cabalga hacia las prístinas batallas: ojo y espejo, cuervo que aletea siglos de brea. Volver a decir lo mismo; reptar, desnudo, a la deriva de la sed, resucitar escombro vivo en el oboe de la ancestral melancolía. ¿Para qué decir melancolía? Mejor: escombro vivo en el oboe ancestral.
      Más que críptica, la poesía de Rodrigo es exigente. Lo es para el hoy común como lo fue Góngora para sus prójimos. Balam hace suya la totalidad porque sabe que el universo puede leerse desde el microscopio. Una gota es el sol; los laberintos de la urbe y las profundidades del corazón son el enjambre mismo donde el cadáver se pudre para que arda el canto, único párpado con haz de luz. Imagen pura, espada directa, daga abocada al toque álgido donde la caricia y el sueño se transforman en plegaria. ¿Para qué decir álgido o plegaria? Mejor: daga abocada al toque donde la caricia y el sueño se transforman. ¿Para qué evidenciar lo ya evidente por la cuerda rota con el filo del aire?
      No lo sé de cierto, desierto lo supongo: el pájaro es un pez donde un collar de gatos husmea las constelaciones del ruido. Se ríe la ciudad a carcajadas cuando la poesía reliquia sus visiones de lecho. La Loca no es Madame sino zarpazo, cable suicida, misericordioso insomnio alimentado por el afán de no morir porque la hidra quema. La inquisitiva ciudad frente a los ojos alucinados de la hoguera donde ceniza la luz. Desde Efraín Huerta, desde Rubén Bonifaz Nuño, desde los desdichados de Campos la eternidad no dolía tanto como en este crepúsculo de callejones y avenidas errantes, tristísimo charco, helado gazapo del suicidio. ¿Sólo los gatos redimen el insomnio? ¿Acaso tañer es el único dardo? La transparencia es su nombre. De espaldas o de frente su baldío algebraico es Ana. No lo sé de cierto, desierto y fraguado lo supongo.
      Y se cierra o abre el círculo del Libelo con una loa a los ebrios cazadores de luz en un festín de pocos, fantasmas de sí mismos en mecánico aleteo para al fin registrar —plata, mar, celulosa— la imposible prisión del tiempo. Luna. Corazón del ojo: fotografía, falsa revelación de la vigilia, contemplación, desprendimiento. La ausencia de la luz no es la penumbra; iluminación, vislumbre, la quimera es la trampa de confundir la efigie con la sombra eterna. Del principio y del fin sólo conocemos el canto.
      Libelo de varia necrología, un libro para leer y releer.

 

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