Olvidar, descifrar, evocar / Silvia Eugenia Castillero

Llegué a Berlín con la imagen del Muro antes que cualquier otra. Lo busqué para contemplarlo cabalmente. No tenía en mi imaginario más que puntos dispersos de Alemania: el Fausto, Schiller, los Conciertos de Brandemburgo, Hölderlin, Rilke, Celan, la guerra, el genocidio nazi, el Muro. Puntos dispersos: un montaje hecho con mi poca información, escasas lecturas y una especie de trauma universal.
      Pero en lugar de Muro encontré un río. Y en el río una isla. Y en la isla un conjunto de museos: salas y salas de arte grandioso. Al salir de la isla, Unter den Linden: la gran avenida. Al caminar por ella descubro un conjunto de edificios cuya modernidad me parece inconcebible; edificios en diálogo con su entorno, adosada su modernidad al pasado. Híbridos y armoniosos. También se suceden edificios reconstruidos en su propia antigüedad, nacidos de las cenizas, como el Staatsoper, la Ópera Estatal de Berlín, encargado por Federico II en 1791; el Viejo Palacio que ahora alberga a la Universidad Humboldt, hasta llegar al símbolo alemán por antonomasia: la Puerta de Brandemburgo, la frontera más dura con el Este durante muchos años. Y de ahí la Ebertstrabe, larga avenida que hacia un lado lleva al famoso Reichstag, sede del Parlamento, cuyo incendio destruyó la cúpula y marcó el inicio del poder nazi. Ahora —de cristal la cúpula— es de las joyas arquitectónicas más asombrosas de Berlín. Porque uno puede ascender por una rampa hacia la cúspide subiendo entre un juego de espejos y cristales en el que inciden y coinciden la tierra y el cielo, como en un trayecto de lo real hasta el infinito. Hacia el otro lado llega a Potsdamer Platz, uno de los conjuntos más modernos y donde por fin encuentro rastros del Muro: un camino de piedras: las ruinas, ¿vestigios?
     Berlín es una ciudad sin centro. Ciudad de excesos, de sucesos, de memoria colectiva. Mi visita estuvo guiada por una agenda de citas con escritores, editores y gestores culturales. Berlín se me fue revelando entre diálogos literarios, en barrios del oriente y occidente, con su sello cada uno de la situación geográfica que le tocó después del Muro. Aun reconstruida la ciudad, su historia se percibe en cada tramo recorrido. Entonces llegué a lo que ya había comenzado en un tiempo pretérito (Peter Sloterdijk). Y mi conciencia de actualidad se me volvía una serie de jeroglíficos de inicios anteriores que tenía que descifrar y evocar. Olvidar, descifrar, evocar, tales eran mis sensaciones al ver a través de la literatura la Alemania actual: en medio de las historias leídas percibía la atmósfera alemana tatuada por la guerra, la malformación, el miedo, la desconfianza, la pérdida. Era Berlín, y de pronto «Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios» (Herta Müller). Caminé por esos oasis en que se convierte Berlín todo el tiempo: las grandes avenidas y luego un recodo, un jardín, un riachuelo, un bosque, un lago. Entre sorpresas así «en algún punto del camino sobre la plaza de la estación del tren perdí a un amigo. Se despidió con un breve abrazo, cruzó una frontera invisible y desapareció. Desde donde estaba lo podía ver muy bien. Vi cómo irguió la espalda, sus pasos se volvieron más cortos, su caminar se adecuó a las disposiciones del otro lado. Poco antes de llegar a la rampa se volteó una vez más: me envió un saludo, es decir, a empujones alzó al aire el brazo izquierdo» (Lutz Seiler).
     Después, retazos del Muro que fui hallando en diferentes puntos de la ciudad: bloques marginales de lo que alguna vez dividió mortalmente a Berlín. Al contemplar los dibujos y pinturas que lo cubren, vi la explosión de la impotencia: camuflajes, aversiones, apenas lobbys y ninguna habitación. Comprendí: el Muro no fue sino la interrupción de la sintaxis de esa ciudad oscura en mi memoria colectiva —ciudad atada—, y que afectó al mundo entero porque socavó su lenguaje destruyendo su sistema de referencias y sentido, hasta dejarlo en la indeterminación —afuera de sí mismo— más allá del silencio: en la desconexión total de las palabras con los actos y las cosas.

 

 

 

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