Los monstruos de la memoria / Claudia Amengual

CUATRO O CINCO AÑOS HARÁ, una joven periodista me deslizó una crítica por algo que yo había escrito en mi primera novela, La rosa de Jericó. Se refería a un lugar común en el que había caído el relato sin detenerse en una segunda reflexión a la que ahora ella me invitaba. Decía algo así como que sólo se matan los cobardes o los valientes. «No es cierto», me explicó con la serenidad de quien sabe de qué está hablando. «En el suicidio no hay libertad, no se elige, no hay ni valor ni cobardía».
    Soy hija de un suicida. Mi padre se mató hace 31 años, cuando él tenía, precisamente, esa edad y yo 8. Hasta mi encuentro con la periodista, yo había construido un duelo falso sobre los endebles fundamentos de una elaboración teórica que era puro artificio. La razón por la que digo falso y no de ficción se debe a que la ficción es siempre una realidad que funciona con sus particulares reglas, las reglas de la verosimilitud. Una obra de ficción es, a la vez, una gran mentira y una verdad radical, porque es la verdad de una mentira que se nos aparece como cierta por su intrínseco poder de convicción. La pregunta que surge es qué buscamos cuando vamos tras la verdad: ¿convencernos de que algo es posible? ¿O someternos a las leyes de un cierto orden que nos hace la vida llevadera, aunque en este sometimiento nos engañemos? ¿O es, ni más ni menos, un deseo desesperado, una necesidad de creer? La verdad es el espíritu de lo verosímil, no siempre de lo real. Hay construcciones que parecen reales y que son puro artificio; se desmoronan ante el menor cuestionamiento. Por eso, muchas veces, preferimos no pensar en ellas. En cambio, hay artificios muy irreales que son vibrante verdad, porque nacen de la honestidad intelectual de su creador.
    El hecho es que la observación de la periodista me incomodó por lo que, en aquel entonces, mi soberbia calificó de insolencia. Pero quedó allí revoloteando como una molesta mosca de la fruta y, así como surgen las ideas para escribir —es decir, de ninguna y de todas partes—, comencé a trabajar en una novela que abordaría el suicidio desde el lenguaje poético, en el que me siento más cómoda y, por supuesto, más feliz. La celada ya estaba tendida y la presa a punto de caer. Siempre he escrito acerca de lo que me obsesiona o preocupa, e invariablemente la experiencia ha sido un tormento en su proceso, pero también una instancia de crecimiento una vez atravesada la crisis  de la creación. Escribir una novela de estas características implicaba, además de las opciones estéticas que todo escritor debe tomar, una actitud ética profunda. Pronto entendí que el asunto era demasiado delicado como para escribir desde mis prejuicios. Entonces se inició mi desafío: debía vencer a los monstruos de la memoria.
    Comencé por leer cuanto libro mi hermana pudo traer de la facultad donde estudia psicología. Eran libros escritos por psiquiatras, psicólogos, antropólogos y otros especialistas. También leí ficción —el suicidio siempre ha fascinado a los escritores— e hice una lista —demasiado extensa, ¡ay!— de los escritores suicidas. La periodista en cuestión —que resultó experta por experiencia propia, es decir, había padecido el suicidio de seres queridos, y por partida doble— me puso en contacto con una psiquiatra especializada en suicidología, quien no sólo me asesoró en cuestiones médicas, sino que me permitió asistir a un grupo de sobrevivientes, es decir, gente como yo. Debo hacer un alto aquí para narrar lo que significó esa experiencia.
    No fue sencillo ingresar al grupo. Una de sus integrantes me rechazó de plano. Yo era una mujer —muy parecida a ella— que penetraba ese mundo seguro que habían construido y en el que se volcaba un doloroso coctel de sentimientos, a veces ambiguos. Hay que decir que el suicidio no es sólo asunto de quien se va, sino también de los que se quedan. Y en ellos se desatan las pasiones más violentas, que van desde un dolor quemante hasta la culpa, la rabia y una sensación de abandono en la que se conjuga todo lo demás. Pero yo no era sólo una escritora que deseaba ingresar en su mundo de penas para robar información. Yo era una más. Otra sobreviviente. Y entré.
    La experiencia conmovedora del grupo, más las lecturas, fue un inicio para entender que mi duelo había sido hecho desde el lugar equivocado. Pronto comenzaron a llegar mensajes de lectores y amigos que daban testimonio —muchas veces a costa de violar su más sagrada intimidad— de situaciones extremas en las que habían bordeado el suicidio. Todo coincidía de una manera pasmosa y el rompecabezas comenzaba a armarse. Claro que yo intuía que la última pieza jamás iba a aparecer. El suicidio es un viacrucis que nunca llega a la última estación. Pero, aunque incompleto, el panorama se me presentaba más claro y pude —o tuve que— abrir las llagas cicatrizadas para internarme en la muerte de mi padre, ahora sí, con ojos nuevos.
    Agazapados desde hacía más de tres décadas, los monstruos desperezaron su potencial removedor de dolores añejos y embistieron con toda su furia. Allí estaba mi padre, el padre que amo y recuerdo. Pero también estaba el hombre perplejo, el hombre perdido en alguna encrucijada vital, acuciado por sus errores y, sobre todo, encerrado en un círculo de soledad. Mi padre había quedado en el centro de un aro de fuego y, como el escorpión, acorralado y sin salida, clavó el aguijón en su lomo y murió. Pero no hubo decisión, no hubo libertad: era el fuego o el veneno. Todos los caminos conducían a la muerte. Al menos así es como el suicida se siente: acorralado y solo. O, para ser más precisa, aislado. El aislamiento es la patología de la soledad.
    Lo que yo no podía entender en aquel momento es que la memoria también tiene sus tiempos. No existe un ritmo unánime, ni se templa el espíritu en sincronía con otros espíritus cargados de dolor. En la investigación que inicié hacia el interior de mi familia abrí heridas que algunos habían preferido clausurar para siempre. Para mí era —y aún es— una necesidad imprescindible quitar los velos que durante tanto tiempo habían enturbiado mi sano crecimiento interior. Ellos tenían sus razones. Y yo las mías. La memoria es la gran fragua del dolor, pero también de la verdad. El dolor, si
es que algún sentido tiene, ha de servir para eso, para no olvidar. Y la verdad es una cicatriz ardiente, es cierto, pero es preferible a una herida eternamente abierta.
    Nobleza obliga a aceptar que es una lucha perdida la lucha contra el olvido, porque la memoria —que todo lo guarda— sólo abre algunas ventanas y cierra otras a cal y canto, de manera tal que el recuerdo no sólo siempre será parcial, sino, muy probablemente, un cristal teñido por otros colores, colores terapéuticos para protegernos de la absoluta pena. Por tanto, la verdad pasa a ser una cuestión bastante subjetiva, una aproximación, pero nunca —o casi nunca, para qué engañarnos— una absoluta certeza. En esa locura transitoria de la que Charles Mauron habla cuando se refiere a la escritura, los escritores venimos a ser unos locos intermitentes. Es quizá en los momentos de mayor enajenación —es decir, cuando escribimos— que somos más genuinos que nunca, despojados de toda máscara prosaica, escudados sólo tras la literatura, que es una mentira verdadera porque en la literatura se da, como ya hemos dicho, la más pura verdad de las mentiras.
    Total, pues, que parí la tal novela. Se llama Más que una sombra, aunque pudo haberse llamado De cómo intenté enterrar a mi padre y no pude. Porque, curiosamente, muy al revés de lo que había creído, no cerré ningún duelo con el punto final de la historia, sino que abrí un camino nuevo, un camino de dolores desconocidos, dolores quizá más serenos, menos tumultuosos, pero igualmente punzantes a la hora de clavarse como astillitas de otro dolor más grande, ahora convertido en esquirlas de un dolor más llevadero con el cual empezar el día sin desear morir de odio, bronca, culpa. El dolor ya no era el de la ausencia, sino el de un padre presente por obra de unas palabras con las que yo había logrado revivirlo, arrancarlo de la oscuridad de los muertos para convertirlo en una presencia en mi vida, en otra dimensión, claro está, pero bien presente.
    Tanto ejercicio existencial, tanta técnica literaria, tanta abstracción intelectual, tanta filosofía en pantuflas no me sirvieron más que para azuzar los monstruos de la memoria y comprender que nunca acaban de soltarse del todo de las cadenas. Rugen inquietos, forcejean en vano, nos despedazarían si pudieran, pero no se sueltan. La misma memoria los sujeta. Por piedad los sujeta. Es el instinto de conservación más puro que he conocido. Al permitirnos recordar selectivamente, nos retacean el mismo recuerdo. Creemos recordar porque a duras penas juntamos un montoncito de imágenes y sensaciones, pero no tardamos en darnos cuenta de que siempre nos van a faltar piezas. La verdad, por tanto, se constituye en rompecabezas eternamente incompleto, y así será aunque nos esforcemos en un intento estéril de comprenderlo todo. En esas coordenadas de espacio y tiempo en cuyo cruce se da la vida, siempre falta algún elemento, o alteramos algún valor, o creemos más lo que fue menos, o viceversa. Nunca trabajamos con valores exactos. Mal podríamos llegar a un resultado perfecto.
    ¿Vale, pues, la pena ir tras la verdad? La vale, claro que la vale como postura existencial antitética al engaño hipócrita de los que eligen vivir en la mentira. Lo que la memoria nos permita después ya es un cantar en el que poca injerencia tenemos. Cuenta, sin embargo, la actitud de honestidad frente a los hechos del pasado. Querer saber y estar dispuestos a atravesar los miedos ya es nota de inmenso valor. Aunque a la verdad pura nunca lleguemos. Es el miedo el que actúa como paralizante o catalizador de la mayoría de las acciones humanas. Y es nuestra postura frente a él lo que nos ubica en rangos de mayor o menor valor. Pero no será en ningún caso un ideal a perseguir la ausencia de miedo, sino el coraje para enfrentarlo.
    La memoria y el olvido operan como elementos antitéticos, pero a la vez solidarios en la construcción de la verdad. Porque la verdad tiene tanto que ver con lo que se recuerda como con lo que se olvida, como una gran metonimia existencial según la cual el todo es definido por la parte. En este caso, la parte que se recuerda. Y el proceso de recordar se da siempre en un contexto social, en una coyuntura histórica con sus dimensiones temporal y espacial bien determinadas. La memoria es, por tanto, un proceso social, aunque se dé en el individuo. Y es, a la vez que recuperación del pasado, un enfoque hacia el futuro.
    En este camino sólo encontramos vacío, un desierto espiritual que debemos llenar para no perecer de angustia. La memoria es la ilusión de un esfuerzo por completar ese hueco del que venimos. Es también un intento ontológico por definir los parámetros de nuestra existencia para proyectarnos hacia otro vacío, el vacío de lo que vendrá, lo que todavía no existe, pero que construimos desde un presente que va llenándose de los recuerdos atraídos desde el pasado. Entre esas dos vacuidades somos carne y espíritu. Hijos del recuerdo, paridos con dolor de la memoria, siempre incompletos, con una angustia perenne por la frustración de nunca alcanzar aquello tras de lo que andamos, como ciegos a tientas.

 

 

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