El turno del cementerio / Mario Szichman

El 11 de septiembre de 2001, a las 7:00 de la mañana, concluí en The Associated Pressel graveyard shift, el turno del cementerio, que se había iniciado a las 11:30 de la noche anterior. En esa época, las oficinas de la ap estaban situadas en el Rockefeller Center, tal vez la manzana más costosa de Nueva York, con su alegórica figura de un ángel dorado, que de tanto ser contemplado y fotografiado parecía haber abandonado su estatus de monumento al kitsch. Bastaba recorrer cincuenta metros en cualquier dirección para advertir que, junto con Times Square y los emblemáticos rascacielos del Chrysler Building y del Empire State, el Rockefeller Center era Nueva York. O por lo menos era el Nueva York de las películas filmadas en Nueva York. Y también era el Nueva York de Damon Runyon, quien concentró la mayoría de sus maravillosos relatos recopilados en Guys and Dolls en esa resplandeciente manzana. Muchos mafiosos diseñados por Runyon devoraban sándwiches de pastrami en Lyndy’s. O comían guefilte fish o se lo robaban del plato a sus congéneres en ese restaurante. Y Lindy’s estaba a una cuadra del Rockefeller Center, en la esquina de la Calle 48 con la Avenida de las Américas, frente al Radio City Music Hall. Y la red de televisión nbc estaba a la vuelta de la esquina. Lo cual permitía observar espectáculos imposibles de ver en otra parte de la ciudad. Por ejemplo camellos. Una noche de diciembre, poco antes de la Navidad, vi aparecer a dos camellos en medio de una nevada. Los camellos pertenecían a la troupe de The Greatest Show on Earth, el más grande espectáculo del mundo, como lo anuncia modestamente el circo Ringling Brothers Barnum and Bailey. Dos handlers habían sacado a pasear a los camellos, antes de que salieran a desfilar con elefantes y tigres en el Radio City. También algunas de las piernas más prolongadas y bellas de Estados Unidos podían ser observadas en el área. Cada fin de diciembre, las Rockettes, las coristas del Radio City, posaban para fotos de promoción encima de la marquesina del teatro. En diciembre suele nevar en Nueva York, y las muchachas sonreían a las cámaras, ateridas de frío, luciendo escasas vestimentas plagadas de lentejuelas. Nunca escuché un comentario procaz entre el público que se aglomeraba para verlas. Pero recuerdo una anciana que lamentó en voz alta: «The poor girls. They must be freezing».
     Y si el transeúnte enfilaba hacia el lado contrario, hacia la Quinta Avenida, podía tropezar con la Catedral de San Patricio, de estilo neogótico. Si el tiempo, digamos algunos siglos, hubiera transitado por la catedral, sería uno de los grandes monumentos de la cristiandad. Pero como fue erigida apenas hace un siglo, sus relucientes mármoles recuerdan a la crema Chantilly, y todo su aspecto, a una gigantesca torta de bodas.
     Años después me puse a pensar en las razones que había tenido Osama Bin Laden para concretar en el Centro de Comercio Mundial su segunda declaración de guerra a Estados Unidos. Si Bin Laden hubiera optado por el Rockefeller Center, la carnicería hubiera sido mucho mayor, y el nombre de Ground Zero hubiera tenido como ingrediente adicional el apellido del millonario que simboliza la chillona riqueza del país, casi tanto como ese angelito dorado al que antes hice referencia. Y además, existía un componente adicional: la Catedral de San Patricio. Bin Laden había acusado a las autoridades norteamericanas de librar una cruzada contra el Islam. ¿Qué mejor respuesta en su guerra contra Occidente que acabar con uno de los bastiones más opulentos de la cristiandad occidental? Una de las razones que se me ocurrieron es que Bin Laden, a diferencia de varios de los organizadores de los ataques a las Torres Gemelas, nunca estuvo en Nueva York. En una ocasión visitó Estados Unidos con su familia, pero se limitó a recorrer parte de Indiana y Los Ángeles. Para Bin Laden, Nueva York era como París para Adolfo Hitler. Podía recorrerla con los dedos en un mapa, podía observar fotografías, ver películas, pero algo se le escapaba del encuadre. Tal vez el hecho de que el nombre de las Torres Gemelas fuese Centro de Comercio Mundial le despertaba más evocaciones. Él quería darle en la madre al capitalismo norteamericano, y como las Torres Gemelas estaban en el corazón de Wall Street, parecían cumplir mejor con el propósito.
     Pero ése era un pensamiento del futuro. En esa mañana asombrosamente límpida del 11 de septiembre de 2001 (hay que vivir en Nueva York para advertir lo milagrosamente límpido que fue ese día, algo que ocurre escasas veces en la vida), dudo que Bin Laden estuviese plasmado en los pensamientos de muchas personas. Esto es, con excepción de quienes venían organizando y postergando una y otra vez su asesinato, entre ellos John P. O’Neill, Richard Clarke, Michael Scheuer, y por supuesto, los ex presidentes Bill Clinton y George W. Bush. Este cronista había estado traduciendo al español los despachos que llegaban a la ap noche tras noche, madrugada tras madrugada, entre 1990 y el 2001, y el nombre de Bin Laden prácticamente brillaba por su ausencia. Y si figuraba, era entre otros muchos yihadistas que habían amenazado a Estados Unidos con represalias, por su intromisión en la península arábiga. Después de todo, si bien la historia sólo transcurre hacia adelante, las historias siempre se cuentan para atrás. El historiador romano Tácito reconoció la presencia física de Cristo sin atribuirle la menor importancia. (Jorge Luis Borges decía: «Los ojos ven lo que están habituados a ver: Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra en su libro»). En la década de los noventa, pese al primer atentado a las Torres Gemelas, a la declaración de guerra de Bin Laden contra Estados Unidos, a la destrucción de dos embajadas en África y al atentado contra el buque uss Cole de la armada norteamericana, la presencia del único líder que realmente ha cambiado la historia mundial desde el advenimiento del ayatola Rujola Jomeini en Irán pasaba casi desapercibida.
     Quince minutos después de salir de las oficinas de la ap llegué a la estación de subterráneo de la Calle 53. El graveyard shift me permitía tener un retrato en negativo de Nueva York. Cuando todos iban a dormir, yo me disponía a trabajar. Cuando todos iban a trabajar, era para mí el turno de ir a dormir. Si alguien me hubiera filmado en mi retorno a casa, hubiera tenido una excelente composición. La escalera mecánica que me llevaba al segundo subsuelo mostraba sólo mi perfil, descendiendo en diagonal. La escalera mecánica que extraía del subsuelo a las personas que se dirigían al trabajo iba repleta, con seres subiendo en diagonal. Día tras día observaba sus rostros. Algunos de ellos habían comenzado a ser conocidos. Inclusive podía localizar algunas caras más familiares que otras. Pude observar el progreso de un embarazo. Pude observar el avance rápido de una calvicie, un cuerpo que había adelgazado de manera poco natural en escasas semanas, ¿tal vez producto de la quimioterapia? Y un día, el hombre dejó de subir por las escaleras mecánicas. Pude observar el florecimiento de un romance. Ni el hombre era apuesto ni la mujer llamaba mucho la atención. Pero ambos estaban encantados con ellos mismos. Hasta que, un día, la mujer comenzó a estar encantada con otro hombre, prodigándole las mismas sonrisas que al hombre anterior, devorándolo con los mismos ojos. Tampoco volví a ver al hombre anterior. ¿Había decidido tomar el subway un rato más tarde? ¿Se había mudado a otra ciudad? ¿Cuál de los dos había decidido informarle al otro que el romance estaba terminado?
     Y estaba también el hombre del peluquín infrecuente. Ese día, el hombre no se había puesto el peluquín. Tendría que haber cronometrado las apariciones del peluquín. Es de suponer que un hombre que se pone un peluquín se lo pone para siempre. Un hombre que usa peluquín es porque siente vergüenza de su calvicie. Pero ese hombre no parecía muy avergonzado de su calvicie, porque eran más los días que viajaba en el subterráneo sin peluquín.
     A esa temprana hora, en el andén del subte que enfilaba hacia el Downtown, y hacia las Torres Gemelas, estaban los habitués: un violinista y el filósofo. Es increíble la cantidad de músicos, algunos muy buenos, que practican sus destrezas en los subtes de Nueva York. Y que a veces son recompensados con largueza. Otro de los inexplicables contrastes del subterráneo de Nueva York. En varias ocasiones, los pasajeros han viajado sentados al lado de un muerto sin preocuparse por su congénere. Pero, al parecer, la indiferencia nutre la apreciación de la música. Organistas, trompetistas, saxofonistas, compiten entre sí en los andenes del subterráneo. Y son generalmente los violinistas quienes se llevan las palmas. En una ocasión, pasajeros del subte decidieron homenajear a un violinista excepcional, hicieron una colecta y alquilaron por una noche el Carnegie Hall para poder aplaudirlo durante horas, no en los escasos minutos dedicados a aguardar el tren. La noticia fue destacada en The New York Times, al igual que la desaparición del filósofo del subte durante algunas semanas, luego de que una amante celosa quiso asesinarlo a puñaladas. Desde su lecho en el hospital, el filósofo del subte atribuyó el percance a un amor no correspondido. Y narró una historia que parecía salida de Dashiell Hammett, específicamente de ese relato que incluye Hammett en The Maltese Falcon, donde un hombre perfectamente normal, con una familia perfectamente normal, sale un día al trabajo y una gigantesca viga cae a escasa distancia de sus pies y el hombre decide que esa viga debe cambiar su vida. Es una señal de que seguimos en el mundo por pura casualidad, y en ese caso, mejor empezar de nuevo, en otra ciudad, con otra mujer, con otra familia. (La ironía del relato es que, años después, alguien encuentra al desaparecido, viviendo otra vida perfectamente normal y con otra familia perfectamente normal, exactamente igual a la que abandonó).
     El filósofo del subte había sido un exitoso empleado en una empresa. Tendría que revisar los archivos, pero creo que había ascendido a gerente. Y, un día, descubrió que estaba perdiendo el tiempo en esa empresa. Había escudriñado los pasos de otros exitosos gerentes, y todos ellos habían terminado muy mal: enfermos, desdichados, cargados de deudas, con un marcapasos, o con las cuatro cosas a la vez. El quería otra cosa: una vida with no strings attached, sin compromisos. Él quería que otras personas conocieran sus opiniones sobre el mundo. Y pensó que el subterráneo de Nueva York era una buena caja de resonancia. Hacía diecinueve años que el filósofo del subte pronunciaba cotidianas arengas sobre todos los tópicos que había recopilado de The Daily News, The New York Post y The New York Times. Las arengas eran absolutamente brillantes, aunque el filósofo del subway tenía dos defectos: se reía de sus propios chistes y no mostraba excesiva simpatía por las mujeres. (Tal vez quien lo mandó al hospital fue una de las mujeres que habían escuchado sus ofensivas arengas, lo cual anula el ingrediente del amor no correspondido).
     En esa mañana del 11 de septiembre de 2001 todo estaba por ocurrir. Fui avanzando, desde la inexperiencia y el optimismo, hacia un conocimiento que trastornaba las percepciones, a medida que cambiaba el contexto. Recordé el efecto Kuleshov, un experimento cinematográfico que llevó a cabo el psicólogo ruso Lev Kuleshov alrededor de 1920. Kuleshov descubrió que las audiencias interpretaban la expresión de un actor, siempre la misma, en relación a la imagen con la cual era emparejada. Si la imagen a su izquierda era de un plato de comida, el actor parecía hambriento. La imagen de un muerto transformaba el imperturbable rostro del actor en un personaje triste, y la de una dama en paños menores lo dotaba de ensoñaciones eróticas.
Cuando ingresé al subterráneo en una estación de la Quinta Avenida, faltaban todavía dos horas para que dos Boeing 747 se estrellaran en las Torres Gemelas. Ese día, hasta ese momento, enfilaba hacia la rutina, aunque seguramente lo recordaría por su cielo luminoso, algo tan insólito como ver una mirada de curiosidad en Manhattan, una ciudad famosa por sus pétreos rostros. Bajé solo por las escaleras mecánicas. Era un día más que se incorporaba a centenares de días iguales. Del lado contrario, una multitud subía por otra escalera mecánica, rumbo a los vagones del metro. La mayoría se dirigía hacia las Torres Gemelas, un área de la ciudad que no estaba incluida en mi rutina de paseos. (Había ido una sola vez, con mi esposa y un editor amigo, al restaurante Windows on the World, situado en los pisos 106 y 107 de la Torre Norte del World Trade Center. La vista era espectacular. Podía observarse desde allí Ellis Island y la Estatua de la Libertad. Pero la comida era espectacularmente cara. Era preferible tomar el subte, bajar en la Calle 34 y subir al Empire State Building y disfrutar de una vista similar al estilo Kojak, comiendo un perro caliente).
     Esa imagen de la escalera mecánica sumergiéndose en diagonal en el segundo subsuelo de la estación de la Calle 53, y de la escalera mecánica opuesta transportando centenares de personas, muchas de ellas rumbo a las Torres Gemelas, me persiguió durante años, sin que pudiera darle sentido. Hasta que en septiembre de 2009 fui al Metropolitan Museum of Art a ver una retrospectiva de Francis Bacon. Había un tríptico, In Memory of George Dyer, que era imposible de olvidar, pero sólo después que se leían los detalles de su creación. Dyer, uno de los amantes de Bacon, se había suicidado en la habitación de un hotel en París, en 1971, poco antes de que el pintor inaugurara una de las más importantes muestras de su vida. En el tríptico destaca una escena: la figura que representa a Dyer asciende por unas escaleras y desaparece por una puerta. 
     Esa mañana del 11 de septiembre de 2001, la escalera mecánica que extraía del subsuelo a las personas que se dirigían al trabajo iba repleta, con seres subiendo en diagonal. Entre todos esos seres, algunos habían comenzado a ser familiares. Entre algunos rostros más familiares que otros estaban los de la embarazada, la pareja de novios: la novia comiéndose con los ojos al intercambiable novio, y el hombre del peluquín infrecuente, que ese día no se había puesto el peluquín.
     Una vez en el andén del subte que enfilaba hacia el Downtown, y hacia las Torres Gemelas, escucharon acordes de violín y las incendiarias arengas del filósofo del subte.
     Finalmente, llegó el tren de la línea F. Y teniendo como telón de fondo los acordes del violín, y alguna irónica frase del filósofo del subte, centenares de personas subieron esa increíblemente límpida mañana del 11 de septiembre de 2001 a los vagones, entre ellas, algunas cuyos rostros ya me eran familiares. Y aunque había varias paradas intermedias, el grueso de esas personas tuvo como destino final las Torres Gemelas.
     No volví a ver a la mujer embarazada, ni al hombre del peluquín infrecuente. Aunque, alrededor de un mes más tarde, vi reaparecer a la pareja romántica. Ni el hombre era apuesto ni la mujer llamaba mucho la atención. Lo que llamaba la atención era que la mujer había retornado con el hombre anterior. El romance ya no estaba en el aire. No había electricidad en el medio ambiente. Tal vez el hombre con el que la mujer había reemplazado de manera temporal al hombre anterior, había comenzado a tomar el subway un rato más tarde. Tal vez se había mudado a otra ciudad.

        «Esas pobres chicas. Deben de estar congelándose».

        En caso de  no poder estrellar sus aeronaves contra los objetivos señalados en el plan elaborado por Osama Bin Laden —las Torres Gemelas, el Pentágono, la Casa Blanca y el Congreso—, los pilotos suicidas de Al Qaeda tenían como opción
la de estrellarlas contra el suelo. La alternativa elegida por Mohamed Atta, piloto de uno de los aviones que destruyeron el World Trade Center, era la de «chocar su avión directamente en las calles de Nueva York». (The 9/11 Commission Report,
W. W. Norton and Company, Nueva York, 2004). Teniendo en cuenta la densa geografía de los rascacielos de Manhattan, no es desatinado suponer que esa alternativa hubiera podido causar más destrucción y aun más víctimas que el plan originalmente concebido.

        En 1999, la cia adiestró a unos 60 comandos de la agencia de inteligencia paquistaní para que ingresaran a Afganistán, en esa época un país controlado por la milicia religiosa talibán. El propósito era capturar o matar a Bin Laden. El operativo fue acordado entre el entonces primer ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, y su jefe de inteligencia, y el gobierno del presidente estadounidense Bill Clinton. El plan fue abortado meses después, cuando Sharif fue derrocado en un golpe militar. 

        O’Neill, subdirector del fbi, fue el principal encargado de seguir la pista a Osama Bin Laden en el seno de la agencia policial. Murió durante los ataques del 11 de septiembre, tras renunciar al fbi y encargarse de tareas de seguridad en el World Trade Center.

 

 

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