Desde la muerte / Ana María Shua

La hija mayor está en el trabajo. La hija menor está en la facultad. La mujer está con él, en el sanatorio. La hija mayor lo vio esa mañana. La hija menor lo vio esa tarde. Esa mañana estaba bien. Esa tarde estaba bien.
      La hija mayor llega a la casa. Piensa en tomar un café con leche y unas galletitas Express con jalea de membrillo. No piensa en otra cosa. Lina la recibe llorando. Llamó tu mamá, le dice. Que vayas en seguida. La hija mayor siente que se le aflojan las piernas. Le dan muchas ganas de hacer pis. Saca la billetera del bolso anaranjado, que le resulta incómodo, y la pone en la cartera marrón. Tengo que estar cómoda, piensa. Ojalá consiga un taxi.
      El taxi lo consigue enseguida, en la esquina, a pesar de que en esos días están faltando. Le da la dirección del sanatorio. Las lágrimas están detenidas, sólidas todavía sobre los ojos. Las detiene la esperanza. A lo mejor no se murió, piensa. A lo mejor tuvo un infarto y está en la sala de terapia intensiva. El papá de Eleonora tuvo un infarto. Mi papá también podría tener un infarto. De un infarto, puede morirse o no morirse. A lo mejor no se murió. El taxi la lleva por calles que no ve. Tiene ganas de que el taxista le pregunte qué le pasa, señorita. Tiene ganas de contárselo todo y que el taxista le diga que no, que la habrán mandado llamar por tantas cosas. Pero el taxista no le pregunta nada y además no sabe lo que dijo Lina. Que mamá, en el teléfono, lloraba.
      La hija mayor se propone preguntas. Si papá estuviera en terapia intensiva, ¿lloraría más? ¿Hubiera llamado llorando? El cirujano tenía que verlo esa tarde. A lo mejor el cirujano dijo que papá no va a poder caminar más.
      Si papá no pudiera caminar más, ¿lloraría mamá? ¿Hubiera llamado llorando?
      La hija mayor piensa en el hombre en una silla de ruedas y es terrible. ¿Qué es mejor, qué es peor? Se pregunta. ¿Que esté paralítico o que esté muerto?
      La hija mayor nunca vio un muerto. No sabe.
      Llega, se baja del taxi, paga. Los sonidos, los colores le llegan como desde lejos. Toma el ascensor, sube hasta el tercer piso. Se agarra de la manija del ascensor pero no abre. Mientras esté aquí, piensa, papá está vivo. Después de que abra la puerta, quién sabe. Pero tiene que abrir.
      En el pasillo hay gente que la hija mayor no reconoce. La mujer sale a recibirla llorando. Hijita, dice llorando, hicimos todo lo posible, te lo juro, todo lo posible. Repite esto muchas veces mientras se abrazan llorando. Todavía tiene el pecho caliente, dice la mujer. Entre tu hermana y yo se lo frotamos para que pudieras tocarlo así, todavía caliente.
      En la pieza el aire está tan espeso que apenas se logra meterlo en los pulmones. Que apenas se logra sacarlo. Hay olor a muerte. El hombre está acostado en la cama. Aprieta entre los dientes el extremo de un tubo de oxígeno. Tiene puesto un piyama nuevo, celeste. Al lado, sobre la cama, está la hija menor, frotándole el pecho con masajes circulares. Tiene la cara roja y deformada de dolor. Tocálo, dice la mujer a la hija mayor. Todavía está caliente. Es cierto. El pecho está tibio y es difícil darse cuenta de todo lo muerto que está el hombre. Pero cuando la hija menor le agarra la mano, tiene que soltarla, asustada. La mano está fría, con un frío que no recuerda, que no conoce. La mano pesa muchísimo. Cuando la suelta, la mano cae, se cae. Es una mano muerta.
      La mujer se abraza a la cabeza del hombre y no quiere soltarla. Lo acaricia. Le acaricia el pelo. La hija menor no entiende cómo la madre puede tener en sus brazos esa cabeza tan muerta, que ya no pertenece a ningún hombre. Es la cabeza de un cadáver. Ahora la cara del cadáver está cambiando rápidamente. Todo el color se va. Como el hombre estaba muy tostado, las zonas quemadas por el sol quedan como parches marrones en medio de la cara del cadáver. Alrededor de los ojos, cerca de las orejas, debajo de la barbilla, el color ya no es color. Es blanco, es amarillo, es gris. Es color de muerto.
      La hija mayor entra al baño. Tiene diarrea. En la pieza hay otra gente, visitantes de la pieza de al lado que entraron por error y se quedan por timidez.       Empiezan a llegar amigos y parientes. Nadie sabe cómo los alcanzó la noticia. Llega también una hermana del hombre, una mujer grande, que ha perdido dos hijos. No sabe nada. Viene de visita. Se lo dicen en el pasillo. La hermana del hombre grita y se pone a temblar. Va a desmayarse. La hija menor sale y la agarra por las muñecas. Se las aprieta muy fuerte. Ahora no, le dice. Ahora no te podés desmayar, te necesitamos.
      La señora no se desmaya. Se sienta en una silla, en el pasillo.
      Dos enfermeras entran a la pieza, que tiene la puerta abierta, y le piden muy suavemente a la mujer que se separe del cadáver. Tenemos que prepararlo, dicen. Querida, dicen. Pobrecita, dicen. Le separan las manos de la cabeza muerta. Hace bastante que las hijas ya no tocan el cadáver. Les da asco. Las tres salen de la pieza. A la hija mayor le duele el vientre. A la hija menor, la boca del estómago. Pero sienten el dolor como algo remoto, como algo que estuviera pasando en un cuerpo ajeno.
      Cuando las enfermeras las dejan volver a entrar a la pieza, del hombre ya no queda nada. El cadáver tiene la mandíbula sostenida con un pedazo de tubo de goma alrededor de la cabeza, como si le dolieran las muelas. Es un objeto, una cosa desagradable, aburrida. No parece tener ninguna relación con el hombre. Las tres se quedan en la pieza un rato más pero ninguna lo toca. Entra una amiga muy querida. Cuando ve el cadáver echa la cabeza para atrás y se tapa la boca. La hija mayor se le acerca y la abraza, para tranquilizarla. La amiga se domina enseguida y se acerca a la mujer. Trata de ayudarla. Pero no hay alivio.
      Llegan hermano, parientes, amigos. Unos cercanos, otros no. Para todos es una sorpresa. La mayoría ni siquiera sabía de la operación.
      Una operación sin importancia, explican los que sí sabían. Llega el novio de la hija mayor. Está muy pálido y transpira. Hace seis meses se murió su madre. La hija mayor sabe que es bueno que él esté allí, pero no puede sentirlo. No puede sentir nada, salvo el dolor que le aprieta el pecho, haciendo que el aire salga en cada expiración como un quejido. Y las ganas de ir al baño, todo el tiempo.
      Un amigo y un hermano deciden quedarse en el sanatorio para terminar con los trámites. Dónde lo van a velar, les preguntan a las tres. Las tres quieren que sea en la casa. En la pieza de arriba, que le gustaba mucho. Los amigos tratan de hacerles cambiar de idea. Es mejor en un velatorio, dicen. Menos problemas para ustedes. Algunos se sienten culpables: no han querido o no han podido dejar entrar a los muertos en sus propias casas. A la mujer no le importa el muerto. Sabe que ella necesita estar esa noche en su casa. En ningún otro lado.
      Antes de salir del sanatorio tienen que sacar las cosas de la pieza. Muchas cosas. Dos piyamas muy lindos, recién comprados. Libros, diarios, revistas. La hija mayor encuentra en el ropero doscientos gramos de mazapán que le había traído al hombre esa mañana. Llora más fuerte y se guarda el mazapán en la cartera. Hay que llevarse también el grabador y el televisor portátil que prestó un amigo. El hombre ya no necesita que lo entretengan. Entre los libros hay uno sobre los sobrevivientes de los Andes, el último que el hombre leyó, el que habían comentado esa mañana. La hija menor vuelve a mirar el cadáver de su padre y trata de decidir, sin quererlo, si sería capaz de comérselo. Decide que sí. No hay alivio.
      Andá a casa vos primero, dice la mujer a la hija mayor. Y prepará todo. Si hace falta algo se lo pedís a él, que te va a llevar. Él es un amigo lejano. La hija mayor llega a la casa. No le parece que está en un sueño. No siente que se va a despertar en cualquier momento. Al contrario, no sabe cómo escaparse de tanta realidad. No sabe cómo aguantarla. La casa está vacía, con las luces apagadas. La recorre, buscando algo que preparar. Andá a preparar la casa, le dijo la mujer. Pero la casa está preparada. Está vacía y oscura, como si hubiera estado esperando a la muerte. La hija mayor busca adentro de ella misma una salida para el dolor, pero el dolor no la suelta ni un segundo.
      Para que el dolor la soltara, aunque fuera por un segundo, el hombre tendría que estar vivo. Y va a estar muerto desde la muerte en adelante, durante todos los segundos que quedan. Muerto todo el tiempo. Muerto sin parar. Sin un bache. Sin un respiro. Como sigue descompuesta, la hija mayor descubre que falta papel higiénico. Le pide al amigo lejano que vaya a buscar. Ahora ya está todo preparado. No falta nada. No hay alivio.
      La mujer y la hija menor suben al auto. En el mismo auto va también una amiga lejana. La amiga lejana está histérica y empieza a gritar. Por qué, grita. Por qué no me avisaron que se operaba. Por qué tuve que ser la última en enterarme. Cuando su voz se hace intolerable, la mujer interviene. Y bueno, le dice. Fuiste la última en enterarte de la operación, pero en cambio tenés la primicia de la muerte, que es mucho más importante. La amiga lejana se calla.
      Llegan a la casa. Con ellas, tras ellas, llega la gente. Mucha gente, pero la casa es grande. Lina y una amiga sirven café. Qué distinto que es un velorio visto desde adentro, piensa la hija mayor. Sabe que debe haber grupos de personas contando chistes pero ella no puede ver más que caras que lloran o caras angustiadas. A medianoche llega el cadáver. Es de madera oscura con manijas de plata, absurdamente lujoso. Por qué tan lujoso, dice la mujer. Él no lo hubiera querido. Era el segundo más barato, se disculpa el amigo que quedó en el sanatorio. La mujer y las hijas se quedan arriba, mirando cómo ponen el cajón, montado sobre dos pedestales. Se dan cuenta, dice la mujer. Ahora somos la viuda con sus hijas. ¿No es ridículo? ¿No les suena ridículo? Pero no, a las hijas no les suena ridículo. Las tres están juntas casi todo el tiempo. Les cuesta separarse. No hay alivio.
      Una amiga que fue cercana, distanciada por problemas de negocios, le pide permiso a la mujer para encargar una estrella de David hecha de flores para poner encima del cajón. La mujer dice que sí, que está bien. Que se tiene que ver que el muerto fue judío.
      La gente trata de convencer a las tres de que se vayan a dormir. Les ofrecen somníferos, calmantes. Ellas no quieren tomar nada. La hija menor se va a dormir un ratito. La mujer no puede dormir. Cómo voy a dormir, pregunta, llorando. Cómo voy a dormir sin apoyar la cabeza en el hombro de él. Dónde voy a apoyar la cabeza. La mujer llora todo el tiempo, pero ella no lo sabe. Por qué no lloro, pregunta. Por qué no puedo llorarlo. Las lágrimas se le caen solas de los ojos, sin accesos.
      Los accesos van a venir muchos meses después, de noche, inesperados.
      La hija mayor tiene miedo de dormir. Tiene miedo de soñar que el hombre está vivo y despertarse. Tiene miedo de soñar que el hombre se muere muchas veces. Cuando cierra los ojos ve la cara del hombre con el tubo de oxígeno incrustado en la boca. No tiene sueño ni tiene hambre.
      El muchacho la tiene de la mano, pero ella no siente el tacto. Cuando él se queda un rato sin hablar, con los ojos cerrados, apoyado sobre un almohadón, ella tiene miedo de que esté muerto. Desde ahora, la muerte es posible y está cerca. Cualquiera puede morirse, en cualquier momento. La hija mayor no puede creer que siempre haya sido así.
      Los que se quedan toda la noche no son tantos. En las escaleras la hija menor se encuentra con una de las secretarias del hombre. La chica llora a gritos. Me vas a odiar por lo que digo, le dice. Yo sé que me vas a odiar, pero para mí también era mi papá. Era mi papá y se murió y te lo tengo que decir aunque me odies. La hija menor no siente odio. Siente sorpresa. Quiere abrazar a la secretaria como a una hermana, pero la otra la rechaza. Piensa que esa chica debió estar muy enamorada de su padre. Pero después se da cuenta de que no. Que la secretaria no siente celos del dolor de la viuda sino del dolor de ella, de la verdadera hija. Y piensa que a lo mejor la secretaria lo quería así, con un amor huraño y posesivo, como quieren algunas hijas a algunos padres.
Se va haciendo de día. Para las tres es difícil darse cuenta si el día llega rápido o despacio. El tiempo es una jalea confusa, indivisa. Les da lo mismo el día que la noche. No hay alivio.
      A la mañana la hija mayor baja a comprar medialunas y galletitas y las pone sobre la mesa. Cuando la mujer las ve, se enoja. No se sirve comida en un velorio, dice. Se sirve solamente café. Dice así, como si mandara. Pero está vencida.
      La mujer habla. Habla todo el tiempo. Las palabras se le caen de la boca como se le caen las lágrimas de los ojos. No sabe que habla. No sabe que llora. A la tarde lo vio el médico, dice.
      Que ya estaba bien. Que ya podía volver a casa, nos había dicho. Que ya podía comer duraznos y mazapán. Le compré duraznos, de los blancos cristalinos, los que le gustaban tanto. Le pelé un durazno. Se lo comió con ganas. «Es el durazno más rico que comí en mi vida», me dijo.
      Así habla la mujer. Eso les dice a todos, a cada uno de los que llegan. Eso les dice a las hijas. Se comió el durazno, les dice. Hicimos todo lo posible.
      La hija mayor va a buscar su cartera, alguien le pidió cigarrillos. Cuando la abre, encuentra el mazapán. No aguanta mirarlo. Lo tira al incinerador. Mira las medialunas pero no tiene hambre. Trata de comer una. Mastica un pedazo, lo traga. Puede comer, se da cuenta. Pero le da lo mismo. No hay alivio.
      A la hija menor le parece que el hombre está ahí, presente en todo.
      Cuiden a mamá, les dice el hombre. Les hubiera dicho.
      Todavía es temprano cuando llegan dos hombres de traje y corbata, en camino de sus empresas. Son dos industriales metalúrgicos amigos o conocidos del hombre. Como hay poca gente, se sienten solos y desgraciados. Se acercan a la mujer para darle la mano. Cómo voy a dormir, les dice la mujer. Cómo me voy a acostar sola en la cama. Los dos hombres retroceden asustados y suben tímidamente para ver el ataúd. La hija mayor los mira fijamente. Cuídense, les dice. Mi papá se murió. Cuídense mucho. Los dos hombres se van enseguida, se escapan.
      Una tía prepara café en la cocina. Los buenos se van, dice. La porquería se queda. La hija menor, de tanto llorar se ríe. No digas pavadas, tía, le dice. Yo no soy ninguna porquería. Y vos tampoco. Yo no lo decía por vos, dice la tía, incluyéndose. Lo digo por tanta gente mala que hay en el mundo. La hija menor no tiene ganas de discutir. Ni de fumar. Ni de hablar. No está cansada. No está aburrida. No siente nada que no sea dolor.
      La hija mayor trata de leer un libro, una novela. Podré leer, se pregunta. Puede. Entiende cada una de las palabras. Puede unirlas en frases y captar su sentido. Puede seguir la trama. Puede apreciar el estilo. Puede interesarse en los personajes.
      Y no le sirve para nada. No hay alivio.
      Al mediodía Lina hace la comida para la mujer y las hijas. Hay que comer, dice la mujer. Hay que comer, es necesario. Si yo me hubiera muerto, él comería. Seguiría comiendo. Se mete en la boca pedazos de carne y los mastica. Traga. Se pone en la boca hojas de lechuga y pedazos de tomate y los mastica. Traga.
      Sigue llegando gente. Unos se van. Otros entran. Cada persona que entra trae un pedazo de la vida del hombre, una época, una manera de mirarlo.       Llega un grupo grande. La hija mayor les abre la puerta. Cada cara levanta otra ola de dolor. Llora más fuerte y besa a todos, emocionada. Pero son muchos y hay caras que no conoce. El último está vestido de negro. La hija mayor, llorando, lo abraza. Es un empleado de la compañía funeraria. Tranquilícese, señorita, le dice.
      Dicen que hace mucho calor. Que es el día más caluroso del año. Así dicen. Pero la mujer no siente nada. Su cara parece muy joven, muy desnuda. Tenía catorce años cuando nos conocimos, dice. Hace treinta y cuatro años. Su cara, de a ratos, parece tener catorce años.
      Los abuelos estaban en Mar del Plata. Alguien fue a buscarlos y los trae. La hija menor abre la puerta. Desde arriba se oyen los gritos de la abuela en el ascensor. Oy, oy, oy, lo que nos pasó, grita muy fuerte. Ay lo que nos pasó. Está muy despeinada. Grita como si no pudiera respirar de otra manera. Al abuelo se le desborda la cara. La boca se le ablanda. Los ojos se le deshacen. Las mejillas tiemblan. Se derrite. Una chica trae un vaso de Coca-Cola y trata de obligar a la abuela a tomarlo. Le va a hacer bien, dice. Tiene que tomar algo líquido. Trata de forzarla a abrir la boca. Sin piedad, le incrusta el vaso de Coca-Cola contra los dientes apretados. La abuela grita, pero no se deja. Los abuelos son los padres de la mujer. La mujer va a recibirlos. Los abraza, pero no llora más fuerte. Su dolor es tan alto que no hay olas. Llora parejo, constante. No grites, mamá, le dice a la abuela.
      En esta casa no se grita. Si tenés ganas de gritar, andate. Llorá, mamá, pero no grites. No hay alivio.
      La abuela se calla y llora despacio. Era mejor que me muriera yo, les dice a las hijas. Era mejor que me muriera yo, que ya soy vieja. La hija menor se asusta. No se cambia a un vivo por un muerto, le dice. Vos estás viva, boba, te queremos viva. No te queremos muerta.
      Al cadáver lo van a cremar. Así lo quería el hombre. Así lo han decidido. La hermana del hombre no quiere que lo cremen. Por qué, pregunta. Por qué no puedo tener una tumba adonde ir a visitar a mi hermano. Por qué ni siquiera me dejan la tumba de mi hermano muerto. Lo creman al día siguiente. Ese día tienen que llevar el cadáver a la Chacarita para dejarlo en depósito. Así es el trámite. Cuando llega el coche fúnebre, la gente se pone contenta. Hace mucho calor. Acompañan a la familia a la Chacarita y después se pueden ir. Eso era lo que estaban esperando. La mujer y las hijas, ¿qué estaban esperando?       Ellas no se pueden ir. No hay alivio.
      La mujer y las hijas salen de la casa y se meten en un coche. No ven nada. No les importa nada. Se agarran muy fuerte de las manos. El cortejo llega al cementerio. No hay ceremonia. Se deja el cajón donde hay que dejarlo y la gente empieza a dispersarse.
      La mujer y las hijas vuelven a la casa. En la casa están Lina, los padres de la mujer y unos amigos cercanos. La hija mayor había pensado siempre —antes— que en una situación así le hubiera gustado tener cerca a sus amigos. Ahora se da cuenta de que no los extraña. El brazo del muchacho sobre sus hombros no le molesta. Y tampoco la ayuda. No hay alivio.
      A la hora de la cena se cena. A la hora de dormir, la madre y las hijas están solas. No les importa estar solas pero no saben cómo hacer para dormir.       Tienen miedo de lo que va a venir cuando cierren los ojos. Deciden dormir en tres piezas distintas, con las puertas abiertas. La hija mayor sueña que está paralizada. Se despierta con las piernas estiradas, rígidas, hormigueantes. Está muy transpirada.
      Se levantan las tres a las siete de la mañana. Tienen que ir al cementerio. Es el día en que se va a cremar el cadáver. Han querido ir las tres juntas, las tres solas. Un amigo las acompaña. En la Chacarita les dicen que hay que reconocer el cadáver. El amigo se encarga. Meten el cajón en el horno. Un cajón tan caro, tan lujoso. Vuelvan dentro de dos horas, les dicen. Es lo que tarda en quemarse todo esto. Cuando vuelvan les damos las cenizas. ¿Trajeron urna?       Ellas no trajeron urna y tampoco quieren las cenizas. Se las tienen que llevar, les dicen. Por esta única vez, como excepción, les vamos a dar una caja de madera. Pero otra vez hay que traer la urna.
      Van a un barcito muy feo cerca del cementerio. El piso está sucio. Desde el barcito se ve el humo negro y pesado del crematorio. Las hijas piden un jugo de banana con leche. La mujer pide un té. El amigo pide un café. Sigue haciendo mucho calor. El jugo de banana con leche está tibio y mal licuado. Una parte se derrama sobre la mesa de fórmica al servir los vasos. Las moscas vienen enseguida. Se está quemando el cadáver de papá, piensa la hija menor. La idea no la angustia. No es malo que se queme un cadáver. No es malo. En la caja, piensa. Nos van a dar muchas cenizas; las del cuerpo, las del cajón, las de la ropa. Todas mezcladas. Las cenizas, piensa, se vuelan con el viento.
      Las tres tienen los ojos colorados. A cada una le aumenta la tristeza mirar la tristeza de las otras. Tratan de no llorar. No vamos a guardar las cenizas, dice la mujer. Vamos a llevarlas a Plaza Francia. A él le gustaba mucho Plaza Francia. Vamos a esparcir las cenizas al viento en Plaza Francia. No hay alivio.
      En el cementerio les dan una caja de madera sin lustrar. Adentro están las cenizas. La hija mayor agarra la caja. El amigo las lleva en su coche a Plaza Francia. La mujer tiene miedo de abrir la caja. Las hijas tienen curiosidad. Cuando la hija mayor abre la caja se da cuenta de que es imposible esparcir las cenizas al viento. Que el viento no va a servir para nada. Porque en la caja no hay cenizas. Hay pedacitos de hueso chamuscados, trocitos de madera, restos de materia irreconocible. Espero que por lo menos alguien haya aprovechado las manijas de plata, dice la mujer. No eran de plata, dice el amigo. Eran plateadas. Tiran los huesitos sobre el pasto, esconden la caja detrás de unos arbustos y se van. Un hombre pasea por ahí con un perro muy grande.

 

—Esta historia la cuenta la hija mayor y declara: Que ésta es una historia verosímil pero falsa. Que la única verdad es la muerte. Que lo demás son historias. Palabras y juegos para distraerla, dormirla, postergarla—.

 

 

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