Los Duros / Ulises Gonzales

Tenían un perro que se llamaba Cuki. «Galletita en inglés», nos explicaron. Los pelos le tapaban los ojos, y así cruzaba ciego la calle que nos separaba de ellos: los Duros. Duro-zows-ky era difícil de pronunciar para nosotros: los Carbajal.
     Ellos fueron nuestros únicos amigos en esa calle: Los Sanitarios. «Tienes que ser duro para vivir en los sanitarios» dirán ustedes. Déjenme explicarles. Es así: éste fue un barrio fundado por la cooperativa de ingenieros, con la convicción de proveer a sus profesionales de una vivienda cómoda en un barrio con sol. Hay calles que rinden tributo a los ingenieros agrónomos, otras que recuerdan a nuestros ingenieros químicos. En ese espíritu cooperativista de los setenta, de nacionalismo con botas, a nadie se le ocurriría discriminar a nuestros ingenieros sanitarios. Así fue que nació el nombre de la calle más larga e iluminada del barrio. Frente a frente, sobre Los Sanitarios, vivíamos nosotros y los Duros.
     Su padre era forestal, polaco, alto, pelucón y barbudo. Siempre parecía estar rumiando algo, con un brillo sardónico en los ojos, con la sonrisa lista y una sarta de groserías en un español que arrastraba las erres. Su madre era uruguaya, delgada, de modales finos, anteojos de intelectual y ama de casa. Nuestro padre era civil, iqueño, bajito y socarrón, cabello negro bien engominado, bigotes y panza. Tenía talento para hablar con doble sentido pero se jactaba de nunca usar malas palabras. Nuestra madre era arequipeña, muy activa, ojos vivarachos, lectora de Buenhogar, y también ––a la usanza de los setenta–– ama de casa a tiempo completo.
     Su padre y el nuestro se encontraron por primera vez en las afueras del barrio, en la época en que había que estacionar el auto entre plantaciones de maíz y hacerse camino a machetazos. Se agradaron. El señor Duro le invitó una cerveza helada que llevaba en una caja iglú en su Combi. Le dijo que viajaba por todo el mundo. Nuestro padre sacó un destapador de la guantera de su escarabajo, él viajaba por todo el Perú.
De una mata de maíz a otra, abriéndose camino sobre el barro, contando los pasos y buscando en sus planos las líneas azules de sus futuras casas, notaron que iban a ser vecinos. Mayor motivo de alegría: «Nuestros hijos serán amigos».
     Yo nací la mañana en que los obreros plantaban los fierros del primer piso. Tadeusz, el Duro mayor, una semana después. Mi hermano Kike nació al año siguiente, mientras se vaciaba el cemento de los techos. Ryszard, el segundo Duro, un mes luego. Nos mudamos tras la segunda mano de pintura, antes del terremoto, y así comprobamos, in situ, que el barrio de Los Ingenieros era para los siglos: nuestras casas se mecieron al ritmo sabroso de la placa de Nazca, pero todo siguió en su sitio. Nuestras madres se encontraron enmedio de la calle. Tadeusz y yo de pie a su lado, en pantaloncitos; Kike y Ryszard usando pañales, en sus brazos. El polaco y mi padre se invitaron mutuas cervezas esa noche y brindaron por las construcciones antisísmicas y la ingeniería moderna.
     Cuki llegó a la casa de los Duros por la época en que nació Cyprian, el tercer Duro. Era una bolita de pelo, regalo de la abuela polaca. Tadeuz y Ryszard cruzaron Los Sanitarios para mostrárnoslo y mi madre casi lo pisa: no pudo verlo por causa de su barriga. De aquella estaba por salir la tercera Carbajal: Diana.
     Al principio, nuestras madres cruzaban Los Sanitarios para compartir detalles de la vida asoleada y restringida de estas casas de paredes altas, todas apiñadas una contra otra. Pero teníamos jardines, limitados espacios con pasto y tierra donde aprendimos a enterrar huesos que Cuki jamás encontraba, a trepar los árboles para perseguir a los gatos y a asesinar a los chanchitos de tierra con cera de velas.
     Los televisores en casa siempre permanecían apagados (y bajo llave), porque las madres coincidían en que era una actividad que debía ser supervisada. A cambio nos dieron bicicletas, y con ellas conquistamos las aceras del mundo exterior. Montados en ellas descubrimos muros de adobe preincaicos y hectáreas de tierras de cultivo a pocos minutos de Los Sanitarios; también los miradores en cerros desde donde se alcanzaba con la vista toda la urbanización y más allá.      Los menores de ambas casas siempre fueron un problema. Tadeusz resentía a Cyprian, que con su mínima estatura pretendía unirse con su bicicleta con rueditas a las expediciones de sus mayores. Los Carbajal teníamos que escapar mientras Diana no nos veía, temerosos de que pudiera perseguirnos con el triciclo y bajarle la velocidad a nuestras aventuras. Una vez descubrimos a Cyprian siguiéndonos, desde muy lejos, pedaleando con el alma y el corazón, a punto de cruzar la Javier Prado. Tadeusz nos hizo regresar, furioso, y se encargó no sólo de meterlo a la casa a empujones sino también de destrozarle las rueditas para que no se le ocurriera volver a perseguirnos. «Si quieres seguirnos aprende primero a montar bicicleta», le dijo, con un tonito de vaquero que ya ha recorrido el mundo.
     Una tarde después de haber errado en bicicleta por los extramuros del barrio de Los Ingenieros, regresamos a la casa y encontramos a nuestras madres, con la Combi encendida frente a nuestra casa, después de haber prevenido una tragedia: Cyprian y Diana habían escapado de la calle Los Sanitarios, montados en un triciclo. Mi madre estaba cocinando desprevenida, y cuando terminó de echar la sal y se puso a contemplar el arroz se preocupó por Diana.      Empezó a buscarla por la casa, sin suerte. Cruzó la calle para averiguar por ella y la mamá de los Duros se dio cuenta de que también faltaba Cyprian. La expedición de rescate partió dejando la marca de las llantas de la Combi sobre Los Sanitarios (aún se puden ver). Mi madre luego dijo que, pasado el susto, recordaba la fuga de Cyprian y Diana como la más hermosa travesura. Detrás del parabrisas de la Combi, mami vio a Diana apretando el timón y disfrutando de la velocidad del triciclo sin tocar los pedales mientras Cyprian corría y empujaba el triciclo. «Se reían todo el tiempo estos pedacitos de gente. La estaban pasando bomba», dijo mi madre.
     Después de aquella fuga nuestros padres nos obligaron a cargar con nuestros hermanos para todos lados. Nos tardábamos mucho más en llegar a nuestro destino. Siempre había que mantener un ojo puesto en ellos, en estos dos pequeños espíritus libres y rebeldes que yo, alguna vez, imaginé que llegarían a casarse.
     Los Carbajal siempre llegábamos en el último minuto. Así fue desde el tiempo en que quien se marchaba por las mañanas era mi padre. Nos apa-churrábamos en el escarabajo laringítico, acelerábamos por la Circunvalación y entrábamos al aire enrarecido del Centro de Lima, hasta un horrible bloque de edificios en la esquina de la calle Emancipación con Colmena. Allí mi padre se despedía al vuelo. Sonreía de medio lado al vigilante del Banco de la Vivienda, mientras se acomodaba el saco, la corbata y marcaba su hora de entrada. Sucedía lo mismo para ir al colegio. Los Duros estaban listos antes que nosotros y gruñían su desamparo en nuestra cocina, mientras los Carbajal terminábamos nuestro desayuno. En nuestro escarabajo veloz, fulminando el tráfico y los semáforos, cortando trechos de óvalos y cruces peatonales, sacándole lustre a las veredas, mi madre nos dejaba cada mañana con apenas un minuto de ventaja antes del campanazo de entrada, a sólo 30 segundos —a las carreras— de nuestras aulas. La misma historia se repetía de lunes a viernes durante todos los días de escuela. A la salida del colegio, cuando nos recogía la mamá de los Duros, los Carbajal éramos los últimos en subirnos a su Combi. Las entradas y salidas del colegio fueron siempre los momentos más tensos de nuestra larga amistad.
     El padre de los Duros viajaba con mucha frecuencia a Kenia. Él se había autoimpuesto la misión de salvar las últimas reservas forestales del planeta y los peligros siempre se manifestaban en el África. La noche anterior, su maleta dormía en la Combi. Los Duros se iban al aeropuerto, lo despedían detrás del mostrador de African Airlines y su madre regresaba a casa a sentarse en el sofá de la sala a leer, después de dejarnos a Cuki y a los Duros para que corretearan con nosotros. En algún momento Tadeuz miraba su reloj digital japonés con juego electrónico de submarinos y decía: «En este momento el avión de mi papá está despegando».
     Cuando a mi padre le tocaba viajar (a construir un puente cruzando un río remoto de la selva o una carretera al borde de un precipicio en las montañas de nuestro país), la flota de aviones nacionales siempre partía con una hora de retraso, y así y todo él era el último en abordar. Nosotros nos quedábamos en el aeropuerto, para asegurarnos de que alcanzaba el avión, o
de que no cancelaban el vuelo. Lo veíamos despegar, parados detrás de un vidrio que apodamos «el ventanón», y sólo entonces regresábamos a nuestra casa.
     A veces me iba con Kike a jugar LEGO en la casa de los Duros y pasábamos mil horas construyendo naves espaciales. Pero aquellas fábricas siempre terminaban cuando Cyprian necesitaba más piezas y empezaba a robar las que le tocaban a Tadeusz y a Ryszard. Lo obligábamos a largarse con sus cuatro piezas y a dejarnos en paz. A veces Cyprian se resistía a ser desalojado. Agarrado de una pata de la cama de Tadeusz, obligaba a que lo empujáramos y arrastráramos de la habitación. A veces Tadeusz aprovechaba el desconcierto para darle una buena patada, para que soltara la cama, se fuera del cuarto y nos dejara en paz. «Tiene que respetar a sus mayores», decía Tadeusz, mientras ponía el seguro y Cyprian comenzaba a golpear la puerta hasta que se cansaba o se ponía a llorar. A los pocos días siempre sucedía lo mismo: Tadeusz se descuidaba, Cyprian entraba al cuarto y reventaba la nueva versión de las naves intergalácticas de sus hermanos, arrojándolas contra el suelo.

 

African Airlines y Aero Perú se inventaron para que nuestros padres volaran y nos mandasen cartas desde lejos. Tadeuz y yo nos hicimos adictos a las estampillas. A él le llegaban desde Kenia, a mí desde Tarapoto o Chivay. Intercambiábamos las repetidas. Las miraba despegarse en la poza de agua caliente del lavatorio, o secar en una toalla sobre la cama. Si nos aburríamos allí estaban las bicicletas. Ya estábamos por terminar la escuela primaria, el avance de la ciudad había eliminado para siempre los sembríos alrededor del barrio, pero aún nos quedaban algunos cerros y el sinuoso camino de tierra hasta la cima de la huaca. Desde allí nos lanzábamos en picada a toda velocidad, con los pedales volviéndose locos, aferrados al timón. A la mitad de la cuesta ya sabíamos que habíamos perdido cualquier tipo de control sobre nuestro destino final y aquello nos hacía inmensamente felices.
     También teníamos a los árboles. Había un ficus frente a la casa de los Duros. Éste era el centro de sus fiestas de cumpleaños, cuando los Duros envejecían un año con las jaladas de orejas de sus padres y yo me volvía hombrecito jugando a policías y ladrones, contando del uno al veinte con los ojos cerrados contra el tronco del ficus, para luego salir corriendo a toda velocidad y atrapar a Halina.
     Halina, prima hermana de los Duros, vivía con su madre a dos cuadras de Los Sanitarios, en una casa frente al parque, en Los Mineros. Su padre, hermano del señor Durozowsky, había desertado de su esposa y sus tres hijas peruanas en Aerolíneas Argentinas: se mudó a Buenos Aires con una azafata que conoció en el viaje hacia un congreso de ingenieros. Halina era la menor. Tenía el cabello rubio y siempre un poco sucio, más abajo de los hombros. Su mirada era azul y sus dientes muy blancos parecían siempre estar a punto de zafársele de aquella boca que yo anhelaba chapar. Esa Dura fue quien convocó en mi sangre, por primera vez, aquella magia que llamamos con el pálido nombre de amor. Tanto la amaba que sólo me atrevía a mirarla tres veces al año, en los cumpleaños de los Duros, después de contar del uno al veinte contra ese ficus cuyo tronco latía como loco. Hice locuras: la agarré de las manos, le toqué los hombros, cierta tarde apreté con desamparo su cintura. Nunca me atreví a más: aún no estaba preparado para los amores polacos.
     Estaba en tercer año de secundaria cuando Los Sanitarios les quedó chico a los Duros. Su padre consiguió un trabajo mirando las calles de Washington dc, protegiendo los bosques de Kenia desde un banco internacional. Mi padre cruzó la calle con un whisky de despedida y compartieron hielos e impresiones: a nadie le habían sentado bien los intentos estatistas del gobierno, el país se estaba yendo al demonio, había que salir antes de que zozobrara el barco. Sólo se iban por unos cuantos años, decían los Duros. Sin embargo, al regresar de despedirlos en el aeropuerto, Kike, Diana y yo nos sentíamos tal y como se deberían de haber sentido los familiares de esos sicilianos de las películas que se iban para Nueva York, donde desembarcaban, aprendían el béisbol y no volvían jamás. Cuki se quedó en Lima, encargado a la familia que alquilaría su casa. Su prima Halina también, pero a falta de los cumpleaños de los Duros, yo sólo la vería crecer desde lejos, aquellos años en que se empezaba a lavar más el cabello y a ponerse politos más anchos.
     Desde Estados Unidos, Tadeusz y yo establecimos una correspondencia furiosa en cartas que iban desde las ocho hasta las 17 páginas. Yo tardaba cuatro días en escribirlas, las inundaba con confesiones adultas, y así la vida se hacía mucho más fácil, con ese amigo al que desde tan lejos no le preocupaba más nuestra impuntualidad para llegar a todos lados; y que más bien se entusiasmaba cuando le rendía cuentas de las últimas barrabasadas de nuestro gobierno aprista o de las huevadas que sucedían en el colegio.
     «Tadeusz. No tienes idea de lo que te has salvado. La fiesta de pre-pro, la última mariconada inventada por las madres de familia para acelerar el proceso matrimonial de las hijas bonitas y finiquitar cualquier rezago de dignidad que hubiéramos conservado los tímidos y feos estudiantes del colegio». «Tuve suerte, Tadeusz», le decía. «En el último minuto, cuando estaba por tirar la orquídea por la ventana, conocí a esta chica: Lupe. Bellísima y graciosíma, en una fiesta en casa de mis parientes (mi tío el aprista, ¿te acuerdas?). Así que le pregunté, entre broma y broma, si quería ir a mi fiesta de pre-pro. Me dijo que sí. Estuvo muy linda, con un vestido apretado. Unas tetas muy bonitas. Sonreía todo el tiempo, la pasé espectacular».
     El último año de colegio fue un vendaval de novedades. Cada embarrada nueva podía ser transformada en una historia interesante a través de una carta a mi amigo Duro: «Nos están enseñando computación, Tadeuz. No entiendo nada. Hay que aprenderse un montón de comandos sólo para escribir una carta. Prefiero mi máquina de escribir. La estoy utilizando para crear una historia, te la voy a mandar». Así le llegó a Tadeusz la fotocopia de «No, No, Mercados del Pueblo», una epopeya sobre la toma del colegio a manos de las fuerzas estatizadoras del gobierno de Alan García, en que los profesores y alumnos se unían para combatir la prepotencia aprista. El supremo padre director era forzado a vender calzoncillos de colores y la biblioteca era transformada en carnicería. En esas cartas le conté a Tadeusz de mis desastrosos finales de Química y Física, de mis trágicos tropezones con la geometría y la trigonometría. Tadeusz me escribió que en su «colegio de quinta» en Washington dc le habían dado una medalla por su habilidad con la tabla de multiplicar. «Algo muy grave falla en la educación en Gringolandia-», pensé al terminar de leer aquella carta, «porque si en algo nos parecemos Tadeusz y yo es que ambos somos unas bestias para las matemáticas».
     El colegio se terminó, con velocidad y sin cariño: «No te he contado sobre la fiesta de promoción, Tadeusz. Nada bueno que decir. Unos amigos me chantaron a una compañera que fue de la promoción pero que repitió el año y se cambió de colegio. Yo recordaba que no era fea, pero los malditos no me dijeron que parecía un tamal mal envuelto. No lo supe hasta que la fuimos a recoger a su casa y ya no quedaba otra. Caballero nomás. Qué diferencia con Lupe. Le pedí a Lupe que me acompañara, pero no podía. Tiene enamorado. Al menos tuve el tino de emborracharme bien toda la fiesta y bailar con otras chicas. Ya se acabó el colegio, por fin, pero ahora comienza lo más jodido. ¿Te dije que me matriculé en una academia preuniversitaria? Queda en el poto del mundo, tengo que levantarme a las seis de la mañana si quiero llegar en punto a la primera clase. Tengo que tomar dos colectivos piratas, la 51 y la 22».
     El barrio de Los Ingenieros jamás fue un lugar céntrico, siempre estuvo condenado a los bordes de los mapas de Lima. Los Sanitarios fue aquella calle que te daba risa encontrarla en las esquelas y te daba rabia no encontrarla nunca en los mapas de calles. Las invitaciones a la casa siempre debían estar acompañadas por un pequeño croquis: aquí termina la Javier Prado, ésta es la avenida La Molina, ésta es la extensión de la Javier Prado, aquí está el edificio de la ibm, al frente de la ibm están Los Sanitarios. De todos modos, los invitados siempre se perdían.
     Cuki ya no cruzaba la calle para visitarnos porque los nuevos inquilinos no le permitían salir. Yo lo escuchaba ladrar detrás de la puerta cuando partía por las mañanas hacia la academia preuniversitaria, y sus ladridos me acompañaban hasta que doblaba la esquina. Pero Cuki era un animal acostumbrado a ser libre, así que se escapaba. Aprovechaba cuando los carros salían para escabullirse entre las llantas y fugarse hacia el parque. Otras veces salía por la rendija de la puerta que dejaban abierta mientras regaban el patio de la casa. Así sucedió hasta una tarde de Lima clásica, con cielo color gris. Falto de práctica, creyéndose aún el dueño y señor de Los Sanitarios, Cuki empezó a corretear un automóvil. Sólo se escucharon dos de sus ladridos, luego las llantas lo arrollaron y el carro se dio a la fuga. A Cuki le alcanzaron las fuerzas para arrastrarse hasta el borde de la pista y esperar vivo al veterinario. No le bastaron para llegar a la sala de operaciones, murió en el camino. Con la autorización de los nuevos inquilinos, lo enterramos debajo del ficus, bajo el mismo lugar donde yo conté del uno al veinte durante tantos cumpleaños de los Duros, con el corazón en la mano, mientras Cuki me ladraba, tal vez sospechando que yo me tramaba algo con la Dura Halina.
     Poco después de la muerte de Cuki, en avión desde Washington dc, apareció Cyprian. Me previno Tadeusz en carta de emergencia: «Se ha peleado con mis papás. Quiere terminar el colegio con su promoción. No quiere perderse la fiesta, el viaje ni las chupetas». Así que allí apareció Cyprian, una tarde clásica de Lima, cruzando Los Sanitarios. Con un metro más y una barba que le cubría la infancia y parte de su adolescencia. El muchacho estaba tan ansioso por acoplarse otra vez a los usos peruanos, que ni bien llegó se metió en el cuerpo una tifoidea de cebiche de carretilla que lo dejó delgadísimo. Aguantó bien la fiebre. Tres meses después de que el doctor le impusiera la veda alcohólica de por vida, Cyprian se tomó su primera botella de ron con Coca-Cola, y la segunda, y la tercera. Entonces se creyó inmortal. Así lo volvió a ver Diana, quien era de su misma edad pero no poseía ninguna de sus licencias: Diana tenía que escabullirse del cerco protector que sus hermanos Carbajal montábamos alrededor de la casa. Se fue a mirar estrellas junto a Cyprian en el jardín de los Duros, a auscultar su apariencia de profeta, para que él le explicara cómo era ese mundo donde cantaba Morrisey con la camisa negra bien apretada. Para que le hablara más de ese universo de las fotos que Cyprian pegó en las paredes de su cuarto, donde su look colegial era el de un mochilero del hiperespacio. Tal vez intentando adivinar lo que había quedado de aquel muchachito que empujaba el triciclo a toda velocidad. Diana se enteró de que Cyprian cultivaba en unas macetas en su habitación una plantita mágica. Él le ofreció ser su curandero, en una sesión para ver el pasado y mejorar el futuro. Los hijos menores de ambas casas aprendieron juntos los secretos de la pubertad y de la disidencia social.
     Fue por esos días, iluminados por la noticia de la captura de Abimael Guzmán —alias Comandante Gonzalo, cuarta espada de la revolución mundial—, que nos explotó la bomba. Al parecer Sendero Luminoso no estaba muy contento con la rapidez con la que la policía estaba desmantelando sus cuadros. Así que decidió, como último recurso —«manotazos de ahogado», le dijo a mi padre el policía panzón que vino a auscultar nuestra casa después de la explosión— reventarles a los de la ibm, al frente de Los Sanitarios, un automóvil con varios cientos de kilos de anfo y de dinamita.
     Así como habían resistido veinte años atrás los embates del terremoto, los muros de nuestras casas probaron ser a prueba de bombas. Sin embargo se desplomaron —con lacónico estrépito— todos los vidrios de Los Sanitarios, y nuestra calle apareció por algunos días en los noticieros. «Toda la ciudad de Lima pasó a curiosear por la casa, Tadeusz. Me encontré con Carla Pastor, del colegio, y con su mamá, en mi sala. Dijeron que pasaron por Los Sanitarios y se les ocurrió entrar a ver. Uno de los pedazos del motor del coche bomba se estrelló contra la pared de nuestra casa, hizo un forado, rebotó y estuvo botando humito un buen rato en el centro de nuestro jardín».
     Sin embargo, Tadeusz había soportado por esos días otra bomba mucho más devastadora que la de Los Sanitarios: «Mi papá nos dijo que hace años que tiene otra relación con una gerente de African Airlines. Se mudó con ella a Nairobi y en mi casa todo está de cabeza. Ryszard y mi mamá se van pronto a Lima. Yo tengo que acabar este semestre, pero ni bien termine me regreso para Perú». A mis padres no pareció sorprenderles demasiado la noticia. Ya sospechaban que en Kenia no había tantos árboles que salvar.
     Por esos días había adquirido la costumbre de robarme la camioneta de mi padre las noches del domingo. Me iba a visitar a una noviecita flaca y con talento de poeta que se armaba de guitarra en las madrugadas de San Borja y me cantaba nueva trova hasta el amanecer, metidos en la cabina de la camioneta. Regresaba de verla al alba, agarraba mi maletín y me iba a la universidad antes que mi padre se despertara. Así evitaba sus inevitables discursos: «Cuando vivía yo en Ica nunca necesité de un auto para enamorar a una chica». Hasta que un lunes, antes de meter la camioneta en el garaje, lo vi —parado en su primera nueva mañana de vereda del frente— a Ryszard, observando lo poco que había cambiado su barrio en cinco años y fumándose un cigarro. También llevaba barba. Acababa de llegar con su madre del aeropuerto. Acelerando la memoria, abrí la puerta del copiloto, di media vuelta a la camioneta y me lo llevé a darle una reconocida de Lima. Al irse no fumaba, ahora era una chimenea. «¿Cómo está tu mamá?». «Bien, dentro de todo, bien.      Pero no aguanta que nadie fume dentro de la casa».
     Fuimos a que viera el mar. «Tienes que haber extrañado este mar, esta neblina que se come a los pocos edificios agachados mirando el océano desde los acantilados». Y del mar al bar, porque jamás me había tomado una cerveza con Ryszard. Era una de las cantinas que abría temprano, esas clásicas de
antaño en el barrio de los barrancos. «Mi viejo entenderá», le dije. Cerca de las once de la mañana ya estábamos de vuelta en casa. «Tadeusz viene a fin de
año», me dijo Ryszard, antes de pedirme como último favor que lo llevara a la tienda a comprar cigarrillos. A cambio le rogué que entrara a mi casa a saludar a mis padres. Eso me daría tiempo para dejar la camioneta en el garaje y escaparme a la universidad sin tener que dar explicaciones. Abrazándolo a Ryszard, me pregunté cómo sería vivir lejos de tu padre, levantarte y no tener que justificarte por nada. Luego me enteré de que si algo no faltaba en la casa de los Duros era el orden. Su madre había limpiado el cuarto de Cyprian ni bien llegando del aeropuerto y se había deshecho de todas sus plantitas.
     Tadeusz, en sus cartas escritas reposadamente a lo largo de varios días, energéticas y cargadas de condenaciones a la adolescencia y al sistema gringo, me contó de sus aventuras de dormitorio. Al parecer era cierto lo que uno veía en las películas: los chicos podían ingresar a los cuartos de sus mujeres por las escaleras de incendios y desaparecer por allí mismo colgándose de los árboles. Yo envidiaba sus descolgadas a medianoche y me dio vergüenza contarle que había perdido mi virginidad en un prostíbulo dentro de un mercado, en el entretiempo de las clases de mi academia preuniversitaria. Sólo le conté a Tadeusz, en dos cartas extensas, de mi iniciación en el amor besando a mi chica en la camioneta de mi padre, junto a una guitarra cargada de nueva trova, confesándole a mi amigo que allí donde yo quería ir, mi enamorada no me dejaba llegar. «Hasta que nos casemos», me dijo ella cuando me aventuré con las dos manos debajo de su chompa.

Cinco años después de haberse marchado, regresó Tadeusz. Venía con un diploma en antropología y buscando recuperar el tiempo perdido. Las heridas de la bomba que sacudió nuestra calle ya habían desaparecido y los tres Duros con su madre estaban viviendo otra vez bajo el mismo techo, intentando —con las maletas recién abiertas—cerrar las heridas de aquella explosión que desintegró su familia. Crucé otra vez Los Sanitarios, nos miramos como si apenas nos hubiéramos separado. Frente al ficus de su casa, parados enmedio del escenario de nuestros mejores recuerdos y al lado de la tumba de Cuki, le alcancé un abrazo a mi amigo Duro.

 

 

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