Voz y lamento suyos / Jesús Hilario Tundidor

¡Lo entiendo todo en dos flautas
y me doy a entender en una quena!
C. V.

 

Era la edad aquella de la treinta desgana
y del dolor. Nadie había en Santiago, nadie
en Santiago de Chuco, españa, digo,

dije perú. Nadie cantaba, cholo:
el sol, la soledad, la hiriente cal del día.
No había.

La hoja del árbol, quieta: el polvo, el ruido, inmóviles.
En paz la hueca sombra húmeda de los pozos, pero
Cuídate, César, de tu propio

césar. Vallejo, cuídate de tanto palo,
de tanta tos, de tanto no haber nadie en las barandas,
por las plazuelas, en las calles, dentro

del verso y del temblor de cada lágrima subyacente.
Porque el frío no ha muerto y porque el miedo
nunca muere jamás como la escarcha

que en su estupor a niebla parecida
duerme. Y si el estío acaba y luz no luce y sigue
soledad, alguien golpea y lluvia —allá en parís—

la muerte abre, abre
partiendo el esternón de la tristeza,
el pecho del llegar a ningún sitio, cuídate,

cholo, cuídate mi españa, cuídate
de la mar y de las nubes, de la tierra quemada
en la sequía. Y de la teología, y del cultivo

general de la rosa y el esparto.
No vuelvas nunca a biempensar que madre
pueblo se nos dispersa y va en andrajos, anda,

 

porque Dios no está enfermo sino roto
y se vuelca en fragmentos tristemente ya inútiles
sobre la terca, inhóspita, insegura

igualdad de los hombres

 

 

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