Quince minutos / José Israel Carranza

Nadie puede afirmar que recuerda nada: en rigor, por una suerte de cortesía con la borrosa multitud de personajes que cada quien ha sido —una figura distinta a cada instante, miles a lo largo de un día, millones de nosotros mismos diferentes en el año que juzgamos más tedioso de nuestra vida, cientos de millones en una tarde desdichada o venturosa—, por no arrumbar esos personajes en las desmesuradas bodegas de la inexistencia, por permitir que comparezcan quienes integran la borrosa multitud de los que todavía nos falta ser, convenimos en que se puede disponer de modo casi siempre infalible de esa ilusión superlativa a la que llamamos memoria, e incluso llegamos a confiar en que tal ilusión nos surte de los episodios, los rostros, las palabras y los lugares de nuestro pasado —que de algún modo debe existir, aunque jamás podamos saber nada de él.
    Seguramente voy a recordarla (a afirmar falazmente que la recuerdo) de manera defectuosa, pero lo hago deprisa porque no tengo a la mano el libro donde imagino que puede constar: desde que la conocí me ha fascinado una postulación atroz de la realidad que Borges (en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», me parece) atribuye (me parece) a Bertrand Russell, y según la cual el mundo acaba de ser creado hace quince minutos y cuanto puede entenderse por historia —en el sentido más universal y en el sentido más íntimo— es apenas una elaboración tumultuosa y apresurada de nuestra fantasía. Hará más o menos unos quince minutos que comencé este ensayo, cuando el mundo acababa de ser creado. Otro minuto habrá pasado desde que he estado escribiendo las últimas treinta y cuatro palabras, incluida ésta (y unos diez segundos más que me ha tomado contarlas). El hecho de «recordar», en este momento —unos diez segundos más—, que empecé esta página con las palabras «Nadie puede afirmar…» ha quedado, irremediablemente, fuera ya de los implacables quince minutos de Russell, y por tanto sólo puedo aspirar a imaginar que las escribí —pues antes el mundo no existía y, desde luego, yo no estaba aquí. Ahora hace veinte minutos, o algo más —es decir: quince minutos más cinco que sólo imagino que han transcurrido. Conforme la escritura avanza, conforme la lectura ahora mismo va dándole alcance, el primer segundo de los quince minutos va siendo posible localizarlo algunas palabras más adelante, o en alguna pausa (la que hice, por ejemplo, para encender el cigarro que ahora agoniza luego de haber iluminado con su brasa los primeros nueve o diez minutos de la Creación), y sin embargo no tengo más remedio que atenerme a la posibilidad, inconcebible ahora, de que este ensayo, y yo mismo, y el café donde me encuentro, y el lamentable individuo que se resigna a su sopa de pollo en el otro extremo de la barra, y su sopa de pollo, y mis muertos, tus muertos, la inmensidad del cosmos y Borges y Russell puedan reconstituirse y acontecer en la hora, por ahora impensable, en que estas líneas encuentren su punto final. Y todo, entonces, tendrá apenas quince minutos de haber comenzado a existir.
    No sé, digo, si es así como Russell lo planteó, o como Borges quiso hacerlo entender. Pero si dejo de lado el escrúpulo por el que debería localizar la cita exacta es, evidentemente, porque todo afán de precisión memoriosa equivale a perseverar en la fútil ilusión: cuanto pretenda recordar ahora mismo es producto de mi imaginación. (Habría que intentar esclarecer, desde luego, por qué mi imaginación tiende a estar sincronizada con la de los demás, y cómo es que hay una alta probabilidad de que quien lee ahora esto pueda recordar —imaginar— a Borges más o menos como lo hago yo, y cómo ambos somos capaces de dar los mismos rasgos a su semblante desvalido, la misma forma a sus manos que empuñan el bastón, la misma lóbrega entonación a su voz ahora que anote aquí este verso que alguna vez grabó en un disco: «ojalá yo hubiera nacido muerto»). Lo atroz de la intuición de Russell es que no sea posible invalidarla de modo absolutamente satisfactorio: los supuestos vestigios en que depositamos la certidumbre del pasado son apenas precarios refuerzos de la ilusión, y no podemos sino confiarnos a las historias y los significados que les atribuimos, de manera que cuanto recordamos solamente podemos creer que lo recordamos: sin ningún esfuerzo y a la vez con todas nuestras fuerzas, y antes que respirar es todo lo que tenemos que hacer en la vida, y sin siquiera proponérnoslo. El recurso a la memoria es siempre, y sólo, un acto de fe.
    Esa fe acaso únicamente les esté vedada a quienes, para su desdicha —o quién sabe—, padecen lo que se conoce como «pérdida de la memoria inmediata»: individuos cuyos cerebros, por una contingencia, carecen de la capacidad de albergar más información que la generada en breves períodos, y que continuamente van «deshaciéndose» de las impresiones recibidas para dar cabida a otras nuevas, que también desaparecerán. Esos casos aparte, la libertad irrestricta con que cada quien puede practicar tal fe, como en las mejores astucias teológicas, es prueba rotunda de su infalibilidad: que yo crea en la pormenorizada figura del hombre de la sopa de pollo —en lo que hallé de desdichado en su estampa, en los papelitos que sacó del bolsillo de la camisa y estuvo manoseando mientras lo atendían, en la altivez injustificable de la mesera al servirle un chorro de café, en las cinco precisas cucharadas de azúcar que puso y en su concienzuda aplicación al revolver la taza, en la mezcla de estupor y desolación que no pudo evitar exhibir cuando terminó su sopa y elevó la mirada por primera vez para toparse con la imagen que le devolvía el gran espejo que se extiende frente a la barra, en las monedas que dejó al largarse, en sus hombros abatidos—, que yo pueda reconstruirla como acabo de hacerlo, me sirve para afirmar lo que vi hace unos momentos, pero es una creencia que, al mismo tiempo, cancela cualquier otra posibilidad, pues he hecho del objeto de mi memoria (el hombre de la sopa) lo que he querido. De recabar el testimonio de la mesera —y si ésta aceptara dárnoslo, lo que parece remoto: es una auténtica mula, para decirlo con toda propiedad—, sin duda discreparía del mío: puede que ella haya visto a un individuo exultante, que la intimidó, y que trémula de admiración y quizás de deseo esté secretamente convencida de haberle servido la sopa de pollo más deleitosa del mundo, con menudencias de su propio corazón. Pero lo que yo creo recordar es lo que digo. Y lo que quiero decir, además.
    Hace dos días, más o menos a esta misma hora, en este café, comencé a escribir este ensayo. En dos días el mundo ha podido comenzar a existir ciento noventa y dos veces. O una sola, ésta, que es lo mismo. Ésta en que, súbitamente, hace apenas quince minutos comenzamos a existir el ensayo, tú que lees, yo que escribo y lo que ambos recordamos (haber escrito o leído). Pero esta precisión tanto importa, y tan poco, como la siguiente, que es igualmente innegable por imposible de verificar: estas líneas, en realidad, las comencé hace alrededor de tres semanas, tiempo en el que he venido asomándome sólo muy irregularmente a constatar cómo prosperan o se desvanecen, qué evoluciones inciertas realizan en pos de conquistar la extensión de un párrafo completo, cómo el asedio del silencio las obliga a replegarse y permanecer a la espera de la señal de avanzar nuevamente. Tres semanas, o algo más, de una lenta marcha a través del desierto: una caravana de palabras que comenzó siendo copiosa y se lanzó rumbo a ningún lugar con la determinación de las empresas más insensatas, y que ha sufrido ya considerables bajas, ha perdido la orientación y va quedándose sin provisiones. O no: sólo los dos días que dije antes, y en esos dos días apenas unas dos horas y media o tres, sin más dificultades que la de conseguir que la mesera displicente condescienda a abastecerme con un poco más de café, y con todas las palabras de que disponía al principio intactas hasta este preciso momento —como puede comprobarse al ver que sólo gracias a su sucesividad hemos podido encontrarnos aquí: quién sabe, de haber sido otras o de haber desaparecido algunas, dónde habríamos ido a parar. Esta vía de suposiciones conduce a un abismo al que no llegamos nunca aunque siempre estemos despeñándonos en su inmensidad siniestra: esta página que lees y escribo apenas está por comenzar a existir. Lo mismo que tú y que yo. Y lo mismo que el mundo, y que quien, creyendo recordar, nos integre en su insospechada ficción.

***

Recordar es engañarse. Ahora, por ejemplo, yo creo vislumbrar en la distancia una calle, y en ella una sonrisa y una música y las sombras de una tarde a la que regresaba, como he hecho en incontables ocasiones, para anotar aquí ciertas conjeturas acerca del olvido. Creo que iba a escribir algo sobre las decisiones voluntariosas de la memoria, los negocios secretos que hace con el tiempo presente para que nos resulte tolerable atravesarlo y continuar avanzando ineluctablemente hacia el porvenir. Recuerdo que al principio recordaba eso, y que a lo largo de estas líneas he venido presenciando cómo tales conjeturas, y aquella calle y su visión, se desvanecían apenas me detenía para observarlas e intentar fijarlas aquí. Una idea, por ejemplo, que misteriosamente ahora acepta cobrar la forma de las siguientes palabras: uno nunca podría decir lo que ha dicho. Que sólo hasta este momento esa frase se muestre confirma qué inútil es toda pretensión de imponer nuestro deseo a la soberanía de la memoria: cada vez que en este ensayo habría convenido recuperar el sentido de ese descubrimiento (en pro de que la escritura tomara el rumbo que preví, no sé si más provechoso o no, pero en todo caso distinto a éste que lleva), me he olvidado de lo que me proponía, a cambio de demorarme en tomar el dictado de imaginaciones y preguntas que, naturalmente, ignoraba que fueran a salir al paso. O eso es lo que creo, y ahí está el problema: ya no sé, releyendo el comienzo de este párrafo, qué es lo que quería decir. Sin embargo, puesto que una vaga suspicacia me ordena postergar un poco más la llegada del punto que le ponga final e indique el salto al siguiente, este párrafo debo continuarlo conviniendo en que sí, tal vez haya extraviado el propósito original, pero en su búsqueda acaso esté aproximándome a una salida de emergencia cuya cerradura puede ser que se abra con esta contraseña: lo que he venido diciendo hasta ahora, claro que lo sé, es justo lo que quería decir. ¿Funciona? Parece que sí.
    Recordar es engañarse: vuelvo a anotarlo porque esa certidumbre (y es algo que no he perdido de vista), insistente e insoslayable, desde el principio ha venido buscando que la escritura se haga cargo de ella, quiere ir en las palabras que vamos viendo pasar —y no, como hasta ahora ha sucedido, quedar sólo en los silencios, en las meditaciones traspuestas por esas mismas palabras. De manera que cuanto he venido diciendo es eso, finalmente —aunque quizás no siempre lo pareciera—: toda versión que tengamos del tiempo dejado atrás es estrictamente falsa por cuanto es siempre inestable y siempre incomunicable: porque es exclusivamente nuestra, es decir, de nadie. Acaso yo, ahora, pueda aludir a cierta tarde (aquella que ya he dicho) cuya luz convencía sin dificultades de la belleza del mundo, de modo que descubrirse habitándolo era bueno y no importaba; una tarde, podría seguir diciendo, en que todos los colores —los árboles de esa calle, un muro gris, el agua— acordaban una suave rendición ante el rojo que les imponía el poniente, en minutos en que toda presencia humana o animal o divina habría pasado por una superstición: una implantación dichosa de la soledad en el instante, el descubrimiento de que el mundo podía tener sentido y, además, que yo estaba por conocerlo. El silencio, la intuición del prodigio y, entonces, la aparición, que caminaba de frente al sol vencido pero aún resuelto a darle esa incandescencia, ese resplandor por el que tal aparición acabó siendo la sola explicación de toda aquella luz extraña. Caminaba y yo veía, y agregaré que había una música que tenía razón, aunque entonces ignorara y ahora ignore cuál era, y conforme la aparición se aproximaba iba deshaciéndose en torno suyo todo cuanto las sombras vagamente todavía persistían en promover. Sólo quedaban un rostro que era un dibujo, un vuelo, un brillo y su voz —y cómo saber lo que esa voz dijo si nadie, ni yo, estuvo ahí para escucharla. La visión pasó. Enseguida volvió la famosa realidad, y lo que había fingido ser eterno comenzó a disolverse con el arribo del minuto siguiente y detestable: el primero de los que vendrían después (más de diez y medio millones, o los quince de siempre), incluido éste, ahora que pienso de nuevo en la visión y en aquella tarde de luz imposible. Acaso, venía diciendo, pueda aludir a ese momento particular, pero absolutamente nada podría asegurar respecto a él, por más que me crea capaz de precisarlo en todos sus detalles. Daría lo mismo si lo hubiera olvidado: no hay recuerdo que no sea indemostrable.

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Recordar es engañarse. Pero olvidar no es lo contrario: es ser engañado, caer en las trampas que nos prepara el deficiente fabulador que va urdiendo, a toda prisa y con pésimo oído, ojos miopes, olfato atrofiado, lengua y tacto saturados e insensibles, las torpes notas que luego nos pasa cuando buscamos saber dónde hemos estado y qué hemos hecho. Pésimo acompañante del que no podemos desprendernos porque va cosido a nuestras espaldas, ese fabulador incansable se venga de la tarea descomunal que le imponemos, de que lo obliguemos toda la vida a sólo mirar hacia atrás, falseando y omitiendo a su capricho las impresiones del camino. Lo más miserable, lo más trivial, y también lo más sublime. Y siempre le creemos: cuando grita sus hallazgos pero también cuando calla para siempre uno por el que podría valer la pena haber vivido.

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Ser el recuerdo de alguien:
Una réplica tuya, de la que ignoras absolutamente todo y a la que jamás llegarás a conocer para interrogarla, habita en un mundo donde nunca has estado y se comporta como seguramente tú no podrías imaginarlo. Su aspecto es el tuyo, aunque con algunas ligeras diferencias: las que impone el hecho de que conserva la mirada, la voz, los movimientos y la piel de quien fuiste en otro tiempo, en días que están cada vez más lejos de ti y a los que acaso tú regreses por vías o con intenciones que a ella, la réplica, le resultan inaccesibles. No ha envejecido ni envejecerá. Por lo mismo, porque sin sospecharlo permanece cautiva en la reiteración incesante de un tiempo sin futuro, se obstina en la repetición de escenas más o menos invariables donde las palabras, aunque vayan apagándose, conservan el sentido general de la primera vez que fueron dichas, y aunque sean tuyas te parecerían del todo improbables y extrañas. Uno nunca podría decir lo que ha dicho. Espejo que te refleja aunque no estés delante de él: representación o copia que es tan innegable y real como el original (como tú), pero también completamente infundada: de encontrarse tú y ella frente a frente no se reconocerían, o más bien es que no podrían creer en sus respectivas existencias: aunque sea quien fuiste, tú no eres ya lo que esa recreación tuya habrá de seguir siendo. Por más que para alguien más no haya más remedio y así sea.
    Lo más seguro es que esa réplica tuya, como seguramente ocurre con la multitud de réplicas de cada uno de nosotros, ignore su condición de fantasma y se conduzca de acuerdo a una confianza en sí misma que la defiende de disolverse en el progreso pertinaz de la desmemoria; que por resistirse a la imposición de explicaciones y reconsideraciones esté a salvo de ser descubierta en su fingimiento, en su afán de no ser ilusoria: los supuestos vestigios en que depositamos la certidumbre del pasado son apenas precarios refuerzos de la ilusión, y no podemos sino confiarnos a las historias y los significados que les atribuimos, de manera que cuanto recordamos únicamente podemos creer que lo recordamos. El solo empeño, la única razón de ser de tu réplica, es, precisamente, conseguir que esa creencia se sostenga.
Nadie, para nadie, hace nada sino transformarse continuamente en ausencia. Terminamos quedándonos donde estamos gracias, justamente, a que nos hemos ido de ahí. Y como se dice de los fantasmas, las ausencias eligen para manifestarse las oportunidades en que nos tomarán desprevenidos, y parece que aguardan a que vayamos pensando en cualquier otra cosa. Pero también, otras veces, dan la impresión de habernos conducido con artes secretas e indiscernibles a la ocasión en que las verificaremos: damos vuelta en una esquina donde reconocemos que alguien falta, que alguien debería estar y no está, o vamos directamente al punto en que ese alguien desaparece constantemente. Esa versión tuya que no conoces sabe siempre llegar  antes, para que nunca falte tu ausencia.
Ser el recuerdo de alguien es ser nadie.

***

    Los quince obstinados minutos de siempre. Repaso ahora estas páginas y pienso, con arrogante decepción, en lo olvidables que pueden ser. Pero también en lo poco que eso importa, pues el mundo es muy joven o apenas está por comenzar a existir. El hombre de la sopa de pollo ¿reparó alguna vez en mi presencia? Da igual: no hay razón para suponer que me recuerde en estos instantes, dondequiera que se encuentre. Y, sin embargo, si por cualquier motivo me ha dedicado algún juicio, alguna consideración, lo habrá hecho sobre suposiciones absolutamente volátiles. Qué podemos saber el uno del otro, qué podemos asegurar acerca de nada. Nada.
Por su naturaleza de falsificadora irremediable, cabe suponer que la memoria opera de acuerdo a una sofisticada y sutil negociación con su enemigo, el olvido, y que opone a la furia ciega de éste sus astucias, sus argumentos fantasiosos, a cambio de que el olvido cambie de dirección y arrase con lo que menos importa, de tal manera que terminamos quedándonos con los rostros y las voces indispensables, con las desvaídas impresiones y las emociones que damos por ciertas, y nos bastan, para avanzar sin borrarnos. Aunque de cualquier modo vayamos a borrarnos dentro de un instante, porque los quince minutos apenas están por comenzar a transcurrir.

 

 

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