Estandartes de José Luis Martí­nez / Adolfo Castañón

I

Durante casi veintidós años (1980-2002), José Luis Martínez Rodríguez (1918-2007) dirigió la Academia Mexicana de la Lengua. Fue el decimocuarto director, y desde el 6 de noviembre de 2002 fue designado director honorario perpetuo, cargo que ocupó hasta su muerte (22 de marzo de 2007). Sucedió en la silla número 3 a don Antonio Mediz Bolio. Cuando fue elegido, el 11 de abril de 1958, todavía estaba vivo y era director su maestro Alfonso Reyes. A esas alturas, éste ya había sufrido varios «avisos», como decía él mismo, refiriéndose a los infartos, y no ignoraba que sus días estaban contados. Martínez tomó posesión el 22 de abril de 1960. El proceso de su elección fue prolongado y no dejó de presentar ciertas dificultades. Como recuerda su hijo Rodrigo Martínez: «El 17 de mayo de 1957 Alfonso Reyes fue electo director de la Academia Mexicana (de la Lengua)».  Una de las primeras cosas que hizo como director fue promover el ingreso de Rodolfo Usigli y de José Luis Martínez; a Usigli lo propusieron Isidro Fabela, Jesús Guisa y Azevedo y Antonio Castro Leal; Martínez a su vez fue promovido por Octaviano Valdés, Francisco González Guerrero y Antonio Gómez Robledo. Lo conflictivo del proceso y las intrigas suscitaron en Alfonso Reyes no poco desencanto:

Es increíble hasta qué punto se ha exacerbado el «sentido electoral» en la Academia, y en El Colegio Nacional. Me incomoda en ambos la efervescencia de intriguillas en tal sentido, en pro o en contra de José Luis Martínez y de Usigli allá, y para tratar cuanto antes ([Leopoldo] Zea) de sustituir a [Eduardo] García Máynez, probable futuro miembro del Colegio. Lo de la Academia es increíble. Antes nadie pensaba en ella. Ahora es algo feroz. Tal parece que mi advenimiento la hubiera prostituido.

Asentó don Alfonso en su Diario el domingo 9 de junio de 1957. Y unas semanas después apuntó, el viernes 28 de junio, lo sucedido la víspera: 

Tarde; sesión feroz Academia. Quedan tres candidatos: José Luis Martínez, Rodolfo Usigli y Al Teja Zabre. En vista de los incidentes e indiscreciones de la prensa, tal vez se retirará José Luis voluntariamente; se aceptó la extraterritorialidad para Usigli, por ser diplomático en funciones. Se aplazaron las elecciones hasta 9 de agosto. Viene a la Capilla Alfonsina José Luis Martínez y me dice que prefiere renunciar a su candidatura: es verdad. ¡Pobre José Luis! Me hace buenas rectificaciones a varias páginas de Resumen de la literatura mexicana.

Habían circulado varios artículos de periódico donde los asuntos internos de la Academia fueron ventilados en público —una práctica ciertamente desleal por parte de quienes propiciaban las filtraciones, aunque sintomática del interés público de lo que se deliberaba en la corporación. Entre los que rechazaban la postulación de Martínez se encontraban Jesús Guisa y Acevedo, Carlos Millán, Antonio Castro Leal e Isidro Fabela, quienes estaban a favor de la candidatura de Usigli; el más tajante fue el autor de Me lo dijo Vasconcelos (1965), alguna vez partidario de los cristeros, formado en Lovaina, caracterizado por su identificación con las causas conservadoras, como sugieren sus títulos Doctrina política de la reacción (1941), Hispanidad y germanismo (1946), Los católicos y la política (1952), «quien declaró que la Academia no podía recibir a José Luis Martínez porque no era escritor». Desde luego, el razonamiento del católico no se sostenía, pues grandes académicos como el mismo Joaquín García Icazbalceta habían sido más bien historiadores y bibliógrafos. Por supuesto, Alfonso Reyes siguió defendiendo a su discípulo y finalmente la candidatura salió adelante, gracias al apoyo de Agustín Yáñez, Jesús Silva Herzog, Mauricio Magdaleno y José Rojas Garcidueñas.  Finalmente, el viernes 11 de abril de 1958, José Luis Martínez fue electo por veintitrés votos. No se puede dejar de reconocer que esta elección provocó en la Academia casi un cisma, la puso en una situación de fragilidad y amenazó con dividirla. Quizás eso explica por qué la ceremonia de ingreso formal de Martínez se haya retrasado casi dos años, hasta el 22 de abril de 1960.
El discurso de ingreso de don José Luis Martínez se tituló «De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana». Dice su hijo Rodrigo que la idea del discurso le había sido sugerida diez años antes por Octavio Paz. Aunque no lo desmiento, me parece notable y afortunada la coincidencia de que el título y el tema del discurso de Martínez se hayan hecho eco de una obra del peruano José de la Riva Agüero, publicada en Lima a principios de siglo: El carácter de la literatura del Perú independiente (1905). Las ideas del peruano tal vez tuvieron algún ascendiente en la conferencia de 1913 de Pedro Henríquez Ureña sobre «Don Juan Ruiz de Alarcón» y el carácter mexicano. No se puede descartar que Martínez, quien en ese momento era embajador en Perú, haya tenido conocimiento allá de ese texto precursor. Como quiera que sea, el dominicano escribió sobre José de la Riva Agüero en 1914. Las ideas de Martínez se daban como una recapitulación y un programa, a la vez crítico y editorial. Cito un fragmento del texto de don José Luis Martínez:

Advirtamos, en este pasaje tan perspicaz, que Riva Palacio se refiere en general a «nuestro carácter» y luego alude en particular a los cantos rurales y a la música de los salones; no se refiere, pues, a la literatura, pero sí precisa, respecto al carácter peculiar del mexicano, tres notas que luego tendrán larga fortuna: la melancolía, el tono menor y el ambiente crepuscular.

      En 1913 Pedro Henríquez Ureña pronuncia en la Ciudad de México una famosa conferencia dentro de un ciclo sobre cultura mexicana organizado por Francisco Gamoneda en la Librería General; es la conferencia acerca de Don Juan Ruiz de Alarcón dedicada a probar magistralmente el mexicanismo del dramaturgo. Y uno de los mejores argumentos de Henríquez Ureña viene a ser precisamente el reconocer en la obra alarconiana las notas que considera distintivas de la poesía mexicana, y que apunta con sobria elegancia en un pasaje ya clásico de nuestra crítica literaria: «Como los paisajes en la altiplanicie de Nueva España, recortados y acentuados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de los trópicos: este otoño de temperaturas discretas que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas».
      La novedad de este pasaje del ilustre crítico dominicano es que se refiere explícitamente al carácter de la poesía mexicana y que propone una natural relación, una liga profunda, entre la tonalidad distintiva de nuestra poesía y los tonos grises y amarillentos del paisaje de la altiplanicie. Por otra parte, las notas apuntadas son sensiblemente las mismas que treinta años antes señalara Riva Palacio, aunque se hayan afinado algunos de sus conceptos.

Un año más tarde, José Luis Martínez aparece certeramente retratado por la mirada de Salvador Novo en la reseña que hizo el 4 de noviembre de 1961 de la serie de conferencias organizadas por el inba sobre «El trato con escritores» —lema que Martínez guardaría como emblema para intitular su antología personal más importante:

Joven, aunque no tanto como García Terrés, es ahora embajador de embajador de México en Lima. Sus amigos reconocían que había resuelto a tiempo estudiar para Alfonso Reyes, y que iba en segundo año de esa laboriosa carrera. Es sobre todo el siglo xix mexicano el que ha estudiado con mayor asiduidad. Y es de suponer que impregnado en las características de sus escritores: sus Rivas Palacios, Prietos, Sierras, etcétera, hábiles políticos a la vez que literatos, ha hecho con firmeza y con discreción una carrera que, en lo literario, le ha llevado a vencer los obstáculos numerosos que se opusieron a su ingreso en la Academia; y en lo político, a convertirse en diputado primero, y enseguida en embajador.

II
En 1960, don José Luis Martínez (cuyo signo astrológico era Capricornio, signo de tierra en el horóscopo convencional y signo de Serpiente en el horóscopo chino, también signo de tierra) contaba con cuarenta y dos años; ya había publicado más de diez títulos: Elegía por Melibea (1940), Poesía romántica (1941), El concepto de la muerte en la poesía española del siglo xv (1942), La técnica en literatura (1943), Panorama cultural del mundo antiguo (1944), Situación de la literatura mexicana contemporánea (1948), Literatura mexicana. Siglo xx (1949-1950), Los problemas de nuestra cultura literaria (1953), La emancipación literaria de México (1955), La expresión nacional (1955), Problemas literarios (1955), El ensayo mexicano moderno (primera edición, 1958), entre otros. Entre 1960 y 1980 dio a la estampa, siendo académico de número, Las letras patrias. De la época de independencia a nuestros días (1960), De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana (1962), Unidad y diversidad de la literatura latinoamericana (1962), Nezahualcóyotl: vida y obra (1972).
La extensa gestión de Martínez como director entre 1980 y 2002 coincide con la publicación de El Códice Florentino y la historia de Sahagún (1982), Pasajeros de Indias (1983), Origen y desarrollo del libro en Hispanoamérica (1984), Hernán Cortés. Documentos cortesianos (1990), La obra de Agustín Yáñez (1991), El mundo privado de los emigrantes en Indias (1992), Guía para la navegación de Alfonso Reyes (1992), Recuerdo de Lupita (1996). A estos tres periodos los recorren significativas líneas de continuidad cuyos ejes son la teoría y la historia literaria, la edición y el comentario de obras de la literatura mexicana, la historia y la historiografía, y los textos de índole más personal como Bibliofilia (2004), que es en cierto modo una visita por dentro al proyecto bibliotecario y editor de José Luis Martínez y una miniaturización de su itinerario. El libro o libros sobre Hernán Cortés merecen lugar aparte. José Luis Martínez no sólo publicó, por un lado, una vida del conquistador y por el otro un conjunto de documentos en parte inéditos, en parte editados. Cada una de las líneas de la biografía de Hernán Cortés está respaldada, afinada, contrastada, cotejada con el corpus de documentos anexos. Esto explica el valor de esta obra que por ese solo motivo sigue siendo vigente y no ha sido superada. El capítulo sobre el juicio de residencia es una contribución de primer orden a los estudios cortesianos. De hecho, en la historia de la literatura mexicana sólo habría un proyecto que podría compararse con el de Martínez: la biografía Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982), de su amigo y compañero Octavio Paz; ambas tienen en común la voluntad de aproximarse de manera rigurosa y a la vez novedosa a figuras clave y a la par incómodas de la cultura nacional. Por cierto, uno de los pendientes que conversé en persona con don José Luis Martínez acerca de la reedición futura de la obra completa de Sor Juana Inés de la Cruz previamente hecha por Alfonso Méndez Plancarte para el Fondo de Cultura Económica es el de hacer un corpus de documentos sorjuanísticos para respaldar las obras de la monja poeta.
La gestión de Martínez como director de la Academia coincidió durante algunos años con su ejercicio como director del Fondo de Cultura Económica. Desde esta institución, el infatigable Martínez pudo llevar adelante una agenda muy precisa relacionada con ciertas cuestiones asociadas donde convergían la historia de la literatura mexicana con los intereses de la Academia Mexicana de la Lengua. Alguna vez oí decir que Martínez no trabajaba como una hormiga sino como un ejército de hormigas. Era cierto. ¿Cómo explicar la reedición de las más de cincuenta revistas literarias mexicanas modernas que se realizaron en el fce por su iniciativa generosa y heroica en más de un sentido? No sólo tuvo que abrir las puertas de su propia casa en la calle de Rousseau número 53, sacar las revistas de los estantes o de las cajas para que fuesen abiertas en las mesas de la editorial los números de Gladios, La Nave, Contemporáneos, El Maestro, Letras de México, El Hijo Pródigo, Rueca, Examen, Monterrey, Pegaso, Bandera de Provincias y Taller Poético, entre las más notables. La iniciativa no dejaba de tener su audacia. Había que vencer las reticencias de los abogados y contralores que fiscalizaban los derechos de autor respectivos y eventualmente pasar por encima de ellos. Del otro lado, también era necesario vencer el escepticismo del aparato comercial que pensaba que el proyecto no tenía ningún futuro y que las revistas reeditadas se quedarían en el almacén y no se venderían. ¡Pobrecitos vendedores: se equivocaron! Actualmente todas están agotadas. La iniciativa de Martínez se dio en un contexto muy particular, en el que el interés por la vida literaria expresada en las revistas en el mundo floreció con las reediciones en España de Revista de Occidente, Hora de España, Cruz y Raya y otras más, pero ese momento milagroso se fue perdiendo con el advenimiento de los nuevos medios electrónicos y el espejismo de que dichas revistas podrían tener un albergue digital. No siempre sería así.
Como he dicho, tuvo la fortuna José Luis Martínez de que su dirección de la Academia entre 1980 y 2002 coincidiera durante dos años magnéticos con la dirección del Fondo, entre 1977 y 1982. Esta sincronía fue por demás feliz, tanto para la Academia como para el Fondo y la literatura mexicana, y desde luego para el mismo Martínez. Dos ejemplos: uno, la reedición de las revistas mencionadas y, dos, la publicación de la Rethórica cristiana, «el primer libro de un mexicano impreso en Europa». El ejemplar lo compró a su amigo el diplomático y poeta Neftalí Beltrán, el 1 de enero de 1978. Martínez se empeñó en que se tradujera del latín, y aunque quería que la obra estuviese lista para el cuarto centenario de la publicación de la obra, en 1979, en coedición con la unam, fue publicada diez años más tarde. Esto se explica, pues la traducción requirió la formación de un equipo de latinistas conformado por el padre Palomera y por Tarsicio Herrera, entre otros. La Rethórica cristiana se publicaría finalmente en 1989. Tengo el buen recuerdo de haberle llevado a Tarsicio Herrera, a su domicilio en la colonia San Miguel Chapultepec, uno de los primeros ejemplares de su obra.
Martínez no sólo cuidó que se reeditaran los facsimilares de esas revistas. También se ocupó de que las obras mismas de ciertos escritores clave estuviesen disponibles y a la mano. Tal fue el caso de las obras de Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros. Es cierto: no estaba solo. Tenía a su lado a su amigo Alí Chumacero. Y, atrás en el tiempo, la inspiración de maestros como Agustín Yáñez, con quien inició la tarea de la edición de las obras completas de Justo Sierra. No estaba solo, formó parte de ese intenso movimiento editorial que, durante el proceso constructivo de la Revolución mexicana, congregó a editores como Daniel Cosío Villegas, fundador del fce; su compañero de generación Leopoldo Zea, editor de numerosas obras de la literatura hispanoamericana; sus amigos Juan José Arreola, María del Carmen Millán y Sergio Galindo, quienes editaron colecciones como Los Presentes y Cuadernos del Unicornio, sepSetentas, o la editorial de la Universidad Veracruzana. José Luis Martínez no estaba solo: formó parte de esos urbanistas de la cultura mexicana contemporánea a través de sus bibliotecas. Gabriel Zaid llamó a don José Luis Martínez curador de las letras de México; yo preferiría llamarlo urbanista. No estaba solo; hacia delante también lo seguían algunos discípulos. Menciono en primer lugar a Felipe Garrido.
Durante los años de su dirección al frente de la Academia, la corporación se enriqueció con las presencias de Salvador Elizondo, Gonzalo Báez Camargo, Tarsicio Herrera, José Pascual Buxó, Clementina Díaz y de Ovando, Carlos Montemayor, Arturo Azuela, Fernando Salmerón, Héctor Azar, Gabriel Zaid, Leopoldo Solís, José Rogelio Álvarez, Guido Gómez de Silva, Margit Frenk, Eulalio Ferrer, José G. Moreno de Alba, Ernesto de la Peña, Luis Astey, Ramón Xirau, Salvador Díaz Cíntora, Esteban Julio Palomera, Gonzalo Celorio, Margo Glantz, Jaime Labastida, Enrique Cárdenas de la Peña, Mauricio Beuchot, Gustavo Couttolenc, Elías Trabulse, Ruy Pérez Tamayo, Vicente Quirarte, Felipe Garrido, Adolfo Castañón. Ingresaron como correspondientes Manuel Alvar, en Madrid; George Baudot, en Toulouse; John Stubbs Brushwood, en Kansas; Boyd G. Carter, en Texas; Luis González y González, en Zamora, Michoacán; Irving A. Leonard, en Virginia; Zaïtzeff Serge I., en Canadá; Herminio Martínez, en Guanajuato; Rafael Montejano, en San Luis Potosí. Como académicos honorarios ingresaron Octavio Paz, Antonio Alatorre y Carlos Fuentes. José Luis Martínez respondió, siendo director, dos discursos: uno a José Rogelio Álvarez y el otro a Adolfo Castañón. Otro discurso que respondió fue a Salvador Elizondo, siendo miembro de número, el 23 de octubre de 1980, dos meses antes de tomar posesión. Debe señalarse que, durante la gestión de José Luis Martínez, fue designada como secretaria de la corporación, por primera y única vez hasta ahora, una mujer: su amiga, la historiadora de la literatura María del Carmen Millán.
Con José Luis Martínez se inició el proceso de modernización que continuaría con José G. Moreno de Alba, y ahora con don Jaime Labastida. Durante su gestión se realizó el valioso Índice de mexicanismos, proyecto aprobado por Conacyt, que sería de algún modo la base sobre la cual se podrían desarrollar más adelante proyectos como el Diccionario de mexicanismos de Guido de Silva, o el Diccionario de mexicanismos coordinado por Concepción Company Company. Durante su gestión se continuó la publicación de las Memorias y se hicieron obras sueltas de Mateo Alemán y José Rojas Garcidueñas. Pero sobre todo se hizo la edición de un libro indispensable, Semblanzas de académicos (2002). Esta obra incorporaría, de un lado, las semblanzas escritas por Alberto María Carreño en 1925, y del otro lado, incluiría las escritas por los académicos dirigidos y coordinados por Martínez. Participarían en la redacción veintinún académicos y tres correspondientes. No fue un trabajo fácil; el proyecto se inició para celebrar los ciento veinticinco años de la corporación en septiembre de 2000, pero sólo se pudo concluir en la primavera de 2002. Se debió a Gabriel Zaid la idea de sumar las semblanzas escritas por Alberto María Carreño en los tomos de 1945 y 1946 a las nuevas semblanzas escritas por los académicos contemporáneos. Esto planteó la circunstancia enriquecedora de que en muchos casos hubiera dos o tres redacciones sobre el mismo académico, pero finalmente pareció lo más adecuado, para dar un panorama completo compuesto por trescientas dieciséis biobibliografías de académicos en quienes se decanta y condensa la historia de la cultura literaria en México. De esas semblanzas, Martínez revisó todas y cada una y escribió veintiséis.
Esta tarea de crítico y editor, de coordinador, en el sentido fuerte de la palabra, hace ver que en Martínez había un sentido de la continuidad de la tradición literaria y de la ciudad de las letras. También comportaba un arte de vivir y convivir; de gobernar a la no siempre dócil grey académica. Martínez sabía restar y sumar, sabía multiplicar. Acaso los hilos conductores de estas acciones sean la amistad, la memoria, la lealtad a la raíz para hacer, de la tierra baldía, tierra fecunda: Tierra Nueva. De hecho, no se podría entender la figura de don José Luis si no se tiene presente que sus pasos los guiaba un fervor nacido del amor por las letras y su sentido. Ese hilo fervoroso atraviesa, desde el discurso que Martínez pronunció en nombre de Alí Chumacero al recibir el premio dado por la revista Rueca por el libro Páramo de sueños en 1944, hasta las cartas intercambiadas por Martínez con Alfonso Reyes y Octavio Paz. Me permito citar ese discurso para evocar aquí también al amigo y poeta cuyo centenario también celebramos este año. Leído ahora, el discurso de Martínez nos deja ver a contraluz la silueta del amigo que accede a hacerse cómplice de la timidez de su amigo, tanto como nos permite asomarnos al universo de valores compartidos por ambos.

Discurso de José Luis Martínez

Señoras y señores:
Mi amigo Alí Chumacero comparte, con dos o tres poetas más con quienes ha intimidado periódicamente al mundo de los hombres desprovistos de misión divina, la saludable creencia de la separación del poeta con la sociedad. Una convicción semejante enloqueció a Raskolnikov; pero otras han sido también el origen de memorables obras líricas y de insufribles personalidades. Con todo, no es éste el caso preciso del poeta cuya ausencia reemplazo; porque él ha tenido la prudencia de añadir, a esta constitución tiesa, un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tierra. A consecuencia de estas ideas, a cuantos hemos convivido con Alí Chumacero nos ha sido otorgado el don de asistir al espectáculo cada vez más raro de un hombre que sabe defender su persona de todas las cadenas para mantenerse, desvalido quizá, pero libre para reírse de los forzados y para entregarse, muy pocas veces cada año, al ejercicio secreto de la poesía; a consecuencia de estas ideas, también, el grupo de escritoras de la revista Rueca y las autoridades de la Biblioteca Benjamín Franklin, deberán contentarse esta tarde con entregarme a mí, a título de amigo más paciente de Alí Chumacero, el premio que el jurado invitado por dicha revista acordó conceder a su libro de poemas Páramo de sueños, por considerarlo la mejor obra de creación literaria publicada por autores jóvenes en el año de 1944.
A quien conozca la vida de Alí Chumacero y la obra literaria del mismo podrá sorprenderle, en principio, la notoria contradicción que entre ellas se advierte. Porque ¿cómo explicarse que, quien propaga por el mundo habitado la leyenda de sus noches tormentosas y de sus días destinados a organizar la fatalidad, pueda ser dueño aún de una de las inteligencias literarias más claras y de una de las sensibilidades poéticas más puras entre nuestros poetas jóvenes? ¿Cómo justificar que, quien no consiente norma alguna para su vida si no es la negación de todas, postule con tan grave convicción el deber de la obra literaria de organizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa y, más aún, nos ofrezca en su obra poética una lección intachable de su doctrina crítica? Los motivos de estas oposiciones quizá no sean otros que aquellos muy conocidos que indujeron a Dante, despreciado por Beatriz, a idealizar, que equivale a decir a realizar en su poema aquel amor que de hecho le rehuía sus mercedes; que arrastraron a Nietzsche, atropellado en su persona por la naturaleza, a proclamar el culto de los fuertes y que, más comúnmente, determinan a los adolescentes a escribir versos cuando no alcanzan el objeto de su deseo. Alí Chumacero, de manera semejante, contradice o rectifica su vida con su obra. Quizá, si él fuese uno más de tantos hombres que aceptamos nuestro destino en la sociedad, sus poemas buscarían un escape más o menos romántico hacia las selvas tropicales de la libertad; pero, como podemos advertirlo en su libro de poemas y en su ausencia del lugar en que le reemplazo, Alí Chumacero prefiere gastar su vida en todas las rebeliones y reservar para su obra ese continente puro y severo, ese páramo de sueños, al que hoy, con justicia, celebramos.

José Luis Martínez estaba siempre dispuesto a sacrificar su tiempo para brindarlo al amigo o para seguir en la senda de los proyectos acariciados por él. Otro ejemplo de ese oficio de la amistad es el capítulo poco conocido de José Luis Martínez durante su gestión como ayudante de gerente general de Relaciones Públicas y Servicios Sociales de Ferrocarriles Nacionales a cargo de Roberto Amorós (1914-1973), en la época de Adolfo Ruiz Cortines, puesto desde donde tendió la mano con discreta eficacia a Octavio Paz, Juan Rulfo y Emilio Uranga. Hay dos testimonios sobre Martínez en este puesto, uno de Paz y otro de Uranga. El primero es una carta de Paz a Martínez fechada en Nueva York el 22 de enero de 1957. Ahí el poeta toca el tema:

Como está visto que tus amigos siempre hemos de pedirte favores o abusar de tu generosidad, quiero darte una nueva molestia. ¿Gozo aún de la regia —no por ferrocarrilera menos real, en todos los sentidos de la palabra— dádiva mensual? Y en caso de ser así, ¿podrías enviarle el dinero a mi madre, y podría ir ella misma a recogerlo, a tu oficina? Ella te llamará (o tú puedes hacerlo, si quieres. Su teléfono está en el directorio, bajo el nombre de Amalia Paz —aquella vieja tía mía del álbum de poetas, de que te he hablado alguna vez).

El segundo es una carta que el autor del Análisis del ser del mexicano, que entonces andaba por Europa, le escribe al crítico literario, que a la sazón se desempeñaba en un alto puesto en Ferrocarriles Mexicanos: 

 

Carta de Emilio Uranga a José Luis Martínez

Emilio Uranga
Cité Universitaire
Maison du Mexique
9 Bd. Jourdan
Paris xive.
France

París, 23 de diciembre 1956

Sr. José Luis Martínez
Ferrocarriles Mexicanos
Bolívar 19
México D.F.
República Mexicana

Querido José Luis:
Un nuevo año que vuelve la página, un año más de vejez y un año más que caigo sobre ti, como mendigo en vísperas de Navidad, para suplicarte que la asignación con que me sostienes no me falte en los meses que vienen.
Es claro que, como siempre, no puedo apoyar mi petición en nada, sino que depende de tu buena voluntad y de tu generosidad. Pero ¿puedo dudar que seguirá amparándome?
Acabo de terminar un libro. El manuscrito estará ya, confío, en las manos de don Alfonso Reyes, pues se lo debo al Colegio de México y además me encantaría verlo publicado en sus colecciones. Su tema: Marx y la Filosofía, un estudio de los manuscritos parisinos de 1844. El estilo —salvo tu docto parecer— me parece popular y accesible para el público. Me gustaría ver qué opinas —o leer mejor— de mi «nueva tendencia». Se lo dedicaré a don Alfonso Caso, con quien, de paso por París, tuve una sabrosa plática.
Querido José Luis: te debo mi estancia en Europa. Sin tu ayuda no hubiera podido sobrevivir y además, con gesto de señor, me la has dado sin condiciones. Esto no lo podré olvidar nunca. Te suplico le transmitas al Lic. Amorós mi agradecimiento y le hagas ver que si en algo he podido mejorar quisiera poner a su servicio tal mejoría.
Confío estar pronto en México. Todo depende de que «ahorre» (¡ironía de pobre!) y reúna lo del pasaje. No te pido que me ayudes pues sería impudicia de mi parte. De santos me doy con que tu generosidad no me abandone y que con lo que me «asignas» pueda ir tirando hasta conseguir algo aceptable.
No sé lo que últimamente has hecho y escrito pero estoy seguro que como siempre será excelente. Mis calurosas felicitaciones de Navidad y de Año Nuevo. Lo mismo para el Lic. Amorós.
Con la confianza de saber pronto de ti me despido con un abrazo

[Firma]
Emilio

La carta de Uranga a Martínez no había sido escrita para salir del paso. Lo prueba el hecho mismo de que el corrosivo filósofo le escribiera en estos términos a su amigo Luis Villoro: 

Cuando yo era muy joven, José Luis tenía fama por ser el hombre que se dedicaba a doctorarse de Alfonso Reyes. Se preparaba conscientemente a la sucesión, como brillante crítico literario. Pero José Luis es demasiado auténtico y él mismo comprendió cuánto había de falso en esa tendencia y cambió de rumbo. Mucho tiempo no lo entendí e inclusive, frente a Zea, me aparecía que representaba la consagración de un fracaso.  Ahora pienso al contrario. José Luis es un elemento constructivo, un positivo, y no un negativo, mientras que el empresario de los perritos amaestrados del Hiperión, el historiador de las ideas, es el negativo.

Otro ejemplo notable de esta brújula de la amistad es la edición de parte de la correspondencia entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes (1897-1914) que hizo Martínez haciéndose eco de las conversaciones sostenidas con éste. Vale la pena citar algo de la introducción de ese epistolario.

Una buena correspondencia es el resultado de la reunión de factores favorables: el hábito de escribir cartas, el alejamiento circunstancial de los amigos que sustituyes con este recurso a la conversación, y el hecho de que tengan cosas interesantes que decirse y las escriban bien. Así ocurrió en la Antigüedad y en el mundo moderno, y sigue ocurriendo en la época actual, a pesar de las competencias de otros medios de comunicación más fáciles.
Estas circunstancias propicias para la correspondencia se dieron en la relación entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Una vez establecida su amistad, pocos años más tarde ambos tuvieron que seguir rutas diferentes que sólo les permitieron coincidir en breves periodos; ambos tenían el hábito de escribir largas cartas, y ambos se hicieron en el camino notables escritores, con renovadas materias intelectuales que debían comunicarse y discutir, además de cuestiones personales, lo que da un vivaz y cambiante interés a sus cartas.
iii
José Luis Martínez escribía con pluma Bic. No tenía máquina de escribir. Redactaba, según me recuerda Rodrigo, en blocs chicos para las notas y de tamaño mediano para los textos. La letra de don José Luis era regular. Estaba bien dibujada. Ni era la escritura abierta, suelta, a veces caprichosa de Rubén Darío o de Alfonso Reyes, ni la grafía de pata de mosca de un Jorge Luis Borges, ni la escritura cerrada y a veces atormentada de Pedro Henríquez Ureña o de Emilio Uranga. Era una escritura fluida y a la par cuidadosa, equilibrada, legible. Con ese hilo de carbón sobre el papel, más bien sobre las papeletas, Martínez iba dibujando sus fichas como si fuesen ideogramas de una caligrafía. Con esa letra suave pero firme iba encadenando los eslabones de su narrativa bibliográfica, de sus historias sobre libros, de sus cuentos arqueológicos. La obra de Martínez, como sabemos, consta de varios compartimentos: 1) los primeros ensayos sobre teoría y problemas literarios; 2) los ensayos sobre historia de la literatura nacional y sus autores en los siglos xix y xx; 3) sus estudios sobre Hernán Cortés, Bernardino de Sahagún y el siglo xvi y la Colonización en América; 4) sus escritos más personales y misceláneos, como Bibliofilia y Lupita, el tributo luctuoso sobre su finada esposa.
A Aldous Huxley, un autor que leyó intensa y atentamente durante su juventud y a quien le dedicó un «copioso» ensayo, no le hubiese disgustado el cuento de un joven lector y escritor que coleccionaba revistas y que años más tarde, siendo ya un hombre maduro, se dio el lujo de reeditarlas, para alegría de los que habían sido traducidos a la otra orilla o se habían ido ya a ella, y para educación de los lectores nuevos. A Huxley le hubiese divertido este paso peligroso del autor que se vuelve actor y luego empresario o editor, ya no sólo de sí mismo, sino de su generación. Generación: palabra clave. Martínez fue un orgulloso y celoso estandarte de su generación, entendida en el sentido más amplio. Plural felicidad la de José Luis Martínez, que pudo reeditar las revistas de sus maestros, de sus contemporáneos y del archipiélago del cual él mismo formó parte. Plural felicidad del que pudo hacer los libros soñados por sus maestros.

      Alfonso Reyes y José Luis Martínez, Una amistad literaria. Correspondencia 1942-1959, Fondo de Cultura Económica, México, 2018, pp. 88-89.

      Diario  de Alfonso Reyes, vol . vii, citado por Rodrigo Martínez Baracs, p. 575.

      Ibid., pp. 581-582. ar, Resumen de la literatura mexicana. Siglos xvi-xix, Archivo de Alfonso Reyes (Serie C, Residuos, 2), México, 1957, 66 pp.

      Carlos Vargas, citado por Fernando Curiel en el Diario, vol. vii, p. 612.

      Diario de Alfonso Reyes, vol. vii, citado por Rodrigo Martínez Baracs en «Estudio preliminar», p. 91.

      Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos, t. ii, col. Memorias Mexicanas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1998,   p. 187.

      «Discurso de José Luis Martínez», Letras de México, 1 de enero de 1946, p. 196.

      Octavio Paz y José Luis Martínez, Al calor de la amistad. Correspondencia 1950-1984, edición de Rodrigo Martínez Baracs, Fondo de Cultura Económica, 2017, p. 20.

      Uranga tuvo relaciones ambivalentes de amistad, simpatía y antipatía con su amigo Leopoldo Zea, el discípulo preferido de José Gaos. Uranga escribió sobre Zea en «El pensamiento filosófico», en México: cincuenta años de revolución. IV. La Cultura, Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 553. También compartiría con él espacios como por ejemplo en la revista alemana Mitteilungen, citada más adelante.

    Carta de Emilio Uranga a Luis Villoro, del 19 de julio de 1955.

    Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Correspondencia i. 1907-1914, edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 9.

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