El Cañón de los Héroes / Juan Fernando Merino

«Desde este edificio se han lanzado algunos de los mejores cerebros de Wall Street», me dice el portero.
     «¡Pero qué demonios, Randy!».
     «Lo siento, Míster Frank, no quería molestarlo, pero es que acabamos de perder a otro inquilino: piso 32, apartamento Ele. Míster Anthony Weissman, vicepresidente de la compañía de inversiones Quad Plus. Un genio de las finanzas. ¡Y todo un caballero! Las mejores propinas del piso; las sextas en el ranking de todo el edificio. Y de repente, ¡zuaszzzzzzz! ¡Al aire!».
     «¡Por favor, Randy! No son ni las nueve de la mañana y tú contándome esas cosas».
     «Míster Frank, no es culpa mía; yo no invento nada. Son los inquilinos los que caen en la tentación de lanzarse. Yo no; si vivo en un sótano en el Bronx… Lo que le cuento es la realidad. Si no me cree, compruébelo usted mismo sobre el pavimento. Salga y mire… Allí está Anthony Weissman the Fourth. Lo que quedó de él…».
     «¡Randy!».
     «La viuda tuvo que reconocerlo por la corbata amarilla que se había puesto esta madrugada».
     «¡Que ya! ¡No quiero oír más! Voy a la oficina con 22 minutos de atraso y tengo que salir de prisa».            
(Aunque lo cierto es que no he logrado avanzar un solo metro del sitio en que estaba cuando el portero me atrancó con sus palabras. Y sigo mirando fijamente, como hipnotizado, la chapita metálica de su gorra azul de portero. «Randolph S. Curtis. Cresstar Building». No hay derecho de que pasen estas cosas. ¡En mi propio vestíbulo! En pleno corazón del Bajo Manhattan y en uno de los edificios de residencia más costosos de toda la zona… Si no aquí, ¿entonces dónde ponerse a salvo?).
     «No con taparse los ojos…».
     «¿Qué dices, Randy?».
     «Que son malos tiempos, Míster Frank. Que se hunde la economía y se van a pique el edificio y la ciudad… Es el sexto inquilino que perdemos en una semana por su propia mano; el cuarto que sale volando. Primero Giorgio di Santis, un señor estupendo que saludaba siempre, sin importar la hora en que saliera o las condiciones en que regresara; gerente general de una aseguradora que en tres días perdió 28 millones de dólares. O billones, ya no me acuerdo.      Al día siguiente la dama Amelia Pons, piso 12, que invirtió su fortuna en obras de arte que sólo existían en un catálogo adulterado… Antenoche Timothy Raleigh y esposa, los del penthouse B, donde se ofrecían las veladas de sociedad más renombradas del Bajo Manhattan. Cajas y cajas de champaña francesa, la de verdad… Todos los fallecidos hasta ahora, sin excepción, ¡gente de primera calidad! Para que se vaya dando cuenta en qué clase de edificio vive».
     «Me doy cuenta, Randy, gracias, pero me doy cuenta todos los días…».
     «Más aún, Míster Frank; yo he estado hablando con los porteros y los conserjes y puedo asegurarle que ningún edificio del vecindario tiene un índice más alto de suicidios corporativos. De aquí se están lanzando los cerebros privilegiados de Wall Street. Los más brillantes. ¡Los mejores!».
     ¡Menos mal que el mío no sirve para los números! Ni sirve para, para…
     «Míster Frank, ¿está usted bien? ¿Le pasa algo?».
     «Nada, Randy. Absolutamente nada. Estoy bien. El celular. Se me olvidó. Dejé en el apartamento el celular, así que tengo que volver a buscarlo».
     «Ah, ya veo… Pero cuídese mucho, Mister Frank. Y ojalá que lo encuentre».

***
           
Nada debería sorprenderme en una época de descalabro financiero como ésta, en una isla como Manhattan y un edificio como el Cresstar, tan cerca del toro de Wall Street que fotografían los turistas y en plena ruta del Cañón. Nada debería sobresaltarme, pero me sobresalta. Nada debería afectarme hasta tal punto, pero etcétera.

     En los buenos tiempos, al frente del Cresstar pasaban las grandes procesiones del Cañón de los Héroes, rociadas con confeti y serpentinas en homenaje a los victoriosos: beisbolistas ganadores de la Serie Mundial, generales de muchas medallas, astronautas, el mismísimo Lindbergh a su regreso de Europa.          También los magnates de la Bolsa de valores tuvieron su época de gloria y se paseaban por el Cañón del brazo de los políticos y los reguladores financieros.
     Ahora todo ha cambiado y yo debería adaptarme, pero lo cierto es que me dejan tembloroso estas historias de saltos al vacío. Las cosas van mal en este edificio. Muy mal. Tendría que haber interpretado como una advertencia perentoria lo que ocurrió hace dos semanas, cuando me desperté en la madrugada y pensé que nevaba. ¡Nieve en septiembre! No era así Tampoco era el confeti para un homenaje improvisado y solitario a algún héroe personal. No era más que una lluvia de extractos bancarios y documentos comerciales trizados hasta la mínima expresión, como me contaría el portero de turno cuando pasé frente a la recepción una hora después. Quise buscar algún vestigio de aquella tormenta de papel, pero ya todo se lo habían llevado el viento o los organismos municipales de limpieza.
     Por supuesto que no era cierto que hubiera olvidado el celular en casa; jamás me pasa, pero después del sobresalto que me dio el portero, ¿de qué iba a servir llegar hasta la oficina? ¿Cómo concentrarme en una hoja de papel o una pantalla de computador con las cosas que están ocurriendo en la ciudad? Y cuando mis vecinos están volando. De poco sirve ser director de una agencia de publicidad en Madison Avenue cuando cada día las ideas se resbalan más, o se resecan, o se repiten. Cuando tantos clientes están declarándose en bancarrota y quizás muy pronto empiecen a lanzarse por las ventanas… Lo cual me pone a pensar: ¿Y si estuvieran ya contados los días de mi empresa?
     ¡Basta!
     Lo único aconsejable en este momento es no salir. Quedarme dentro del apartamento disfrutando del silencio y de la paz temporal. Rodeado por la soledad y la ausencia que impregnan todo el espacio desde la mañana en que se marchó Elisa dejándome tan sólo su aroma y los libros de decoración. Y dos maletas con su ropa de esquiar que pasará a buscar en cualquier momento. Hay momentos de la noche cuando…
     ¡Que basta!, me he dicho, me repito, me estoy diciendo mientras subo con lentitud el último tramo de escaleras. Esta vez el ascensor se ha negado a llevarme a mi destino y se ha detenido con una sacudida en el piso 14, que en realidad es el 13 porque el 13 no existe en la numeración de este edificio. Tantas baldosas de mármol, columnas semijónicas en el vestíbulo y porteros de librea y resulta que fallan los ascensores cuando uno más los necesita.
     Vuelvo a mi apartamento. Quince pisos menos que el de la víctima de esta madrugada. De todos modos una altura espeluznante. Cierro cortinas y persianas para evitar que entren corrientes de aire. Y para no tener que ver los residuos estrellados de Arthur Weissman the Fourth ni de ningún otro inquilino. No tengo el estómago. Ni la mente despejada. Y esto de lanzarse al aire, al igual que los bostezos, las bancarrotas y las peleas de pareja, es muy contagioso.
     Me quedo en casa muchas horas, tomando un té de valeriana tras otro, reclinado en el sofá, con los ojos entrecerrados, haciendo un esfuerzo por no escuchar los noticieros de radio ni los programas de televisión —ni siquiera los retazos que se cuelan por paredes, ventanas y entresijos desde los apartamentos vecinos—, tratando de no leer los periódicos repletos de malas noticias que se han ido acumulando bajo mi mesa de noche.

***

A mediados de la tarde resuelvo bajar de nuevo al vestíbulo. Me acerco al ascensor y oprimo el botón. Es en ese momento que me acuerdo: la regla de oro de las campañas de publicidad y los relojes de pulso: si falla una vez, puede fallar 20. Además, si mis vecinos se están precipitando al vacío, ¿por qué no lo va a hacer un ascensor viejo, agotado de enfrentarse por años y años a sus contrapesos?
     Mejor cubrir el trayecto a pie. Bajar por la escalera de emergencias. La de los fumadores.
     Esta vez he salido del apartamento sin mi maletín-portafolio y sin tarjeta de
crédito. Para evitar cualquier impulso malsano de llegar a la oficina a pesar de todo.
     Planta baja. Pero. Pero no entiendo muy bien la razón por la que he bajado. Tal vez para conversar con los vecinos vivos. No, eso no; para recoger el correo. Eso tampoco; lo suelen distribuir al final de la tarde. Para… no sé.
     Pero ya estoy abajo, sin sombrero ni chaqueta, calzado insuficientemente con mis pantuflas. Y como estoy abajo, me acerco al portero de turno, Mijail, el ucraniano.
     «¿Hemos perdido algún otro inquilino?», le pregunto.            «¡Cuatro!»
     «¡Cómo!»
     «No. La verdad sólo uno por el aire. Los otros por la puerta de atrás, en camiones de mudanza y después de dejarme una propina de despedida».
     «Es mejor que nada», le digo, y apretándole la mano con un billete le ruego el favor de que me informe por el citófono si las cosas se agravan. Su esfuerzo y el de los otros porteros serán generosamente remunerados.

***

                       

Mijail cumple con su parte del trato y me informa cada vez que pasa algo drástico. También Abdul, Mariano y Lee. Randy, el portero de la mañana entre lunes y jueves, no tanto… Pero poco a poco logro convencerlo. A medida que paso más tiempo en mi apartamento, aquel citófono conectado con la portería se convierte en mi medio de comunicación con el mundo exterior. Al menos con lo que ocurre enfrente de mi edificio.

***
           
Dos.

***

Cero.

***

¡Tres víctimas!

***

Una víctima a medias.

***

Anoche se lanzó un vecino de nombre Earl (el apellido empieza con W.), con quien coincidí hace tres meses, poco más o menos, un martes de lluvia en que salimos al mismo tiempo del edificio a buscar taxi y terminamos compartiéndolo parte del trayecto. Un tipo cordial, sereno la mayor parte del trayecto a pesar de los trancones de tráfico. Pero Earl no tuvo suerte en su designio: cayó mal, con resultados inconclusos. En parte porque su apartamento está sólo en el cuarto piso y en su caída lo frenaron una plataforma para limpieza de ventanas y el toldo de un restaurante. Se rompió una rodilla, fémur y clavícula, ambos antebrazos y una muñeca. Pasará el otoño en el hospital de Monte Sinaí. Es posible que más. Ya ni estoy seguro qué es peor. A veces hasta se me ocurre que…
     No, ya basta, ya no puedo más. Y no puedo seguir dándole vueltas a las mismas cosas y las mismas imágenes. ¿Pero podría agregar un par de palabras sobre lo que ha estado ocurriendo en el edificio estos últimos días, en especial las últimas horas?
     ¡Que no!
     ¿Y dejar instrucciones precisas por si…?
     ¡Tampoco!
     Se hará lo que sea necesario hacer. Tengo que apagar esta mente que a veces no me da tregua. Y tomar decisiones valerosas. Decididas, valga la redundancia. Perdónanos las contradicciones como nosotros perdonamos tu comportamiento insondable, tus infiernos en la tierra, amén.
     Así que decidido. Ya los planes están claros. Mañana me marcho del edificio. Sin un solo día de aplazamiento. Porque lo importante no sólo es ser sino parecer. Y sobrevivir. Al menos sobreaguar.
     Me voy con o sin la devolución de mi depósito y antes de que el cielo se oscurezca aún más. Con carta de anulación del contrato o sin carta. Con muebles o sin muebles. No; me voy sin muebles y sin otras posesiones. ¿Dónde voy a llevar tanta madera y para qué? ¿Por qué? Con estar sentado en una planta inferior, sin ventanas, y con la espalda recostada contra una pared, me conformo. Me voy del Cresstar, lejos del Cañón de los Héroes, de las mentiras y de los vecinos voladores.
     Pero me voy por mis propios pies.
     Horizontalmente.
     Así es: horizontalmente.
     Eso espero.
     Estoy casi seguro.
     Ojalá…

 

 

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