El adiós a San Kilda / Éric Bulliard

 

I
      «Ya no es posible.»
      La frase como una cantaleta, en su cabeza, da vueltas, revolotea, vuelve a aparecer. Incluso cuando cree estar pensando en otra cosa, en la lluvia que se avecina, allá, atrás de Dun, en el borrego que cojea feamente desde esta mañana y que van a dejar aquí, en los perros a los que van a tener que ahogar. En el pastor Munro, su palidez, ayer, a la hora del sermón. Como si hubiera llegado, ya, su último sermón.

«Ya no es posible.»
      Una frase dolorosa, que debería darle vergüenza pero que la tranquiliza. Una frase para justificarse, pedir perdón a los antepasados. Ellos nunca renunciaron. Nunca le tuvieron miedo al hambre, tan compañera de sus inviernos como la lluvia y el viento, nunca retrocedieron ante el cansancio, ni la perspectiva de un porvenir para siempre parecido al pasado, al suyo como al de sus padres, de sus abuelos, de tantos otros antes que ellos. ¿Qué habrían pensado hoy estos antepasados, a la hora de esta renuncia que parece rendición? ¿También ellos habrían acabado por entender, en el fondo, a falta de aceptar? O se habrían conformado con esa sonrisa enigmática que a los viejos les gusta esbozar pensando en mostrar la sabiduría de los años, ahí donde la vieja Campbell, que nunca sonríe, no ve más que suave desprecio e incapacidad para entender a aquel que se atreve a pensar de otra manera. Incluso si son pocos los que, aquí, piensan de otra manera. Incluso si, desde hace algunos años, ya no se quedan en la isla: pensar de otra manera o, a veces, solamente pensar ya es partir un poco.
      Seguro: los antepasados habrían tenido ese dejo de sonrisa que impone el silencio y hace bajar las cabezas. Como la que ella vio en los labios de los viejos Gillies, Ferguson, MacKinnon, MacDonald, MacLeod, MacQueen, el otro día, cuando todo el pueblo se reunió en la iglesia de madera húmeda para la discusión más importante de su historia. Cuando hubo que decidirse y ponían mala cara, porque no saben lo que significa poder elegir, porque los inviernos terminan por suavizarse, siempre. Porque no hay razón para cambiar y no queremos ser los últimos, no ahora, no ya, piensen en lo que habrían dicho sus abuelos… Todavía podemos lograrlo, siempre lo logramos. ¿No habíamos visto nunca un invierno como este? Eso significa que jamás veremos otro así de terrible, el siguiente será más clemente, eso es seguro y todo volverá a comenzar como siempre, nos va a dar risa esta extraña idea, a usted también, señorita Barclay. A ver, en serio, ¿sí han pensado en evacuar Hirta?    
                
      La señorita Barklay escuchaba, no sonreía, no bajaba los ojos. Retomó la palabra, sin alzar la voz, y habló, mucho tiempo, con paciencia. Obviamente, la delicada enfermera se había preparado en secreto, repitiendo las palabras que iban a llegar al corazón de estos hombres resecos por siglos de costumbres. Al principio, no era seguro que le hubieran entendido, cuando relataba esa otra vida posible. Mucho menos cuando explicó que nadie debería estar obligado a quedarse aquí, porque nadie está obligado a sufrir para vivir, ni siquiera para comer y hacer comer a los suyos. ¿Perdón? ¿Qué no es eso lo que dice la Biblia, el sudor de tu frente, el parto con dolor? preguntaban las miradas puestas en el pastor Munro. Lo vieron ponerse rojo, no oyeron que respondiera.

Una vida sin sufrimiento… ¿Cómo imaginar tal cosa, aquí?

Después, hasta el viejo Gillies acabó por escuchar a la señorita Barklay y su voz, suave como la ceniza tibia de la mañana. Los que se encontraban a su lado vieron que la sonrisa del patriarca se borraba, que le brillaban los ojos, se le resbalaba una lágrima hacia la barba amarilleada por los vientos salados, se la limpiaba bruscamente con su dedo rasposo, levemente molesto. Él, que nunca lloró cuando sus hijos no pasaban de la primera semana. ¿A cuántos perdió de esa manera, luego de algunos días de sufrimiento? Pero esa era Su voluntad, qué remedio. El Señor decide sobre la vida, sobre la muerte, sobre todo. Llorar cada vez que Él se lleva a un hijo, por razones que sólo Él conoce, pero que por fuerza Le son legítimas, llorar porque hay que hacer otro hoyo para poner en él ese cuerpecito que no tuvimos tiempo de conocer, llorar a pesar de que ocurre tan a menudo y de que incluso las mujeres ya no derraman lágrimas por este dolor tal trivial, y prefieren esperar, antes de confeccionarle ropa, a que el pequeño haya pasado su primera semana y evitado la «enfermedad de los ocho días»… Es el tiempo que le lleva al Señor para decidir si en verdad el chamaco tiene aquí su lugar, en esta isla que a veces Él parece haber olvidado, incluso si nadie se atrevería a expresarlo de ese modo. Llorar a un hijo muerto sería como cuestionar Su omnipotencia. A nadie, aquí, se le ocurriría siquiera empezar a imaginárselo.

«Ya no es posible.»
      El otro día, ante la impasible enfermera, fue diferente. Finlay Gillies se quebró. Las palabras emocionadas de esta mujer cuya tranquila abnegación él admira desde hace dos años, su voz, sus explicaciones sobre esta otra vida que insistía en describir, lejos de los vientos que le desgarran a uno los bronquios, de las lluvias heladas que lo abofetean de la mañana a la noche… Otra vida, tan lejos, ahí donde ninguno de ellos ha puesto jamás un pie, ni sus padres, ahí donde todos los esperan, afirmó, pero donde a nadie conocen. Esa otra vida en la que todo sería más fácil, acabaron por entender que la enfermera la describía como una especie de Edén, no tanto el que les promete el pastor Munro, cada domingo, sino una forma tan simple que, si se decidieran, podían alcanzar en vida. Nadie antes que ellos había podido soñar con semejante suerte. Tocar el paraíso en vida. 
      El viejo Gillies acabó por tomar a la señorita Barklay por una enviada de Dios. Sus ojos desecados por los humos de turba no resistieron.

«Ya no es posible.»
      La señorita Barklay soltó esta frase, que, desde entonces, no deja de atormentar a la vieja Campbell. Ya no es posible, mírense… Largo silencio. Tos de Neil Ferguson, respiración jadeante de la señora MacKinnon. Con su pulgar de uña gruesa, el abuelo MacDonald se hurgaba la barba amarilla. Mírense, proseguía la voz de ángel: Ya sólo quedan treinta y seis. ¿Y cuántos hombres lo bastante robustos para ir a cazar esas aves que han alimentado a sus antepasados desde el principio de los tiempos? ¿Ya vieron los cleits? A muchos se les mete el agua: ¿cuántos de nosotros tenemos fuerzas todavía para taponear esos muros de piedra? Y sin estos refugios, ¿cómo conservar las aves ahumadas, los huevos, las plumas, las papas? Habló del ciclo irreversible. Neil, tú eres el único que layó la tierra este año, frente a tu casa, el único que sembró desde que regresó el sol, sin saber lo que la tierra iba a aceptar darte, a pesar de que se mostró tan huraña el año pasado. Los demás no tuvieron ánimo de preparar la siguiente estación. ¿Cómo le van a hacer? Tienen que entender que se avecinan grandes calamidades si nadie hace nada. 
      Por primera vez, soltó la confesión del capitán Quirk, comandante del primer arrastrero que llegó a Hirta después del invierno, el mes anterior: en Skye, se habla de hambruna, de una epidemia que podría afectar a San Kilda. Entre los MacLeod of MacLeod, se preocupan por ustedes, al grado que el capitán, en el momento de accionar las sirenas del Henry Malling cuando se aproximaba a la isla, ignoraba cuántos habitantes vivos iba a encontrar. Antes de avistar el humo de las chimeneas, antes de ver brillar las lámparas de aceite y la sonrisa de los primeros niños que bajaban a toda prisa hacia la bahía y el muelle, temía —y él jamás había sentido ese miedo en su vida de marino acostumbrado a unir los archipiélagos más alejados del Reino—, temía no encontrar más que cadáveres.

Con tacto, la señorita Barklay sugirió que, pronto, la comunidad iba a toparse con un nuevo peligro que todos ven venir, que nadie se atreve a nombrar. La consanguineidad. Había previsto evocar este tema delicado ilustrándolo con un versículo de la Biblia más que con una explicación científica. Desde la boda de la pequeña Finnley, el año pasado, ya no quedan muchachas casaderas. Ni muchachos, de hecho.
      Si nos quedamos, sus hijos no van a tener tiempo de crecer. Todos mantenían la cabeza baja. Sabían.
                
      Y luego, MacKinnon habló. Voz desgastada por el humo de turba, espalda encorvada por las lluvias y los días. Tiene que alimentar a nueve hijos, ya no puede. Todo el mundo tenía miedo de esas palabras, conocen bien al bueno de Norman, no es de los que se quejan, sino más bien de los que se agachan y trabajan. Jamás se habrían imaginado verlo tomar así la palabra, frente a todos, el pastor, la enfermera, todo el pueblo, y anunciar que no, en verdad, ya no puede, que ha decidido no pasar otro invierno en esta isla que ya no sabe cómo alimentar a su familia. Pase lo que pase, decidieran lo que decidieran los sankildeanos, él y los suyos se irían de Hirta, porque quedarse aquí es la muerte, tienen que entenderlo. Los MacDonald tenían razón cuando se fueron hace ya seis años.
      «Ya no puedo.»
      Con MacKinnon y sus hijos se irá la mitad de los brazos en buen estado.
      Alguien, el hijo Gillies tal vez, aventuró una sugerencia: «¿Y si, en vez de evacuar Hirta, invitáramos a nuevos habitantes a instalarse aquí?», suelta con una voz grave tan potente que parece que va a romper las gastadas tablas de la iglesia. Los más viejos movieron la cabeza, con hosquedad, sin siquiera tomarse el trabajo de contestar. Con esa sonrisa de menosprecio que molesta a la Campbell. Hacía falta un perro loco como este Arthur Gillies, siempre el primero en hablar a los visitantes que llegan en la mejor temporada con sus ropas de ciudad, para imaginar a extraños instalándose entre nosotros.

Algunos más, sobre todo las mujeres, y no sólo las más jóvenes, contestaron que valía la pena pensar en el asunto. Después de todo, murmuró la vieja Campbell, son muchos los que llegan, en cuanto regresa la primavera, a visitarnos, con los rostros pálidos por días de travesía salvaje. No parece disgustarles nuestra manera de vivir, ni darles miedo los peñascos que nos rodean, nuestras aves, nuestros borregos. Hasta nuestras ratas les interesan, parece que jamás han visto unas como las de aquí. Dicen que vivimos en un paraíso, muy lejos de las preocupaciones del mundo. Nos ven como privilegiados y creen haber encontrado en San Kilda (les cuesta trabajo decir Hirta) un rincón de la naturaleza intacto, a la vez habitado desde la noche de los tiempos y preservado de los daños de su civilización, esto es tan raro en nuestros días, sobre todo en el Reino al que le dicen Unido, sobrepoblado, cada vez más sobrepoblado. Tales eran las palabras oídas un día a un hombre de monóculo y bigote un poco sucio. Nunca las olvidó, así como no olvidó ese nombre desconocido, algo como «Wousseau», pronunciado con una sonrisa que no logró descifrar.
      Tiene razón, prosiguió la mujer de al lado, con los labios secos como el cartón, levantándose del viejo banco, que rechina con su peso. Ya que les gusta nuestra manera de vivir, ya que se ven contentos al descubrir nuestra «isla fuera de este mundo», de la que tanto se habla en los salones de Glasgow y hasta en Londres, este pedazo de peñasco preservado en el tiempo, como dicen ellos, ¿por qué no invitar a algunos a que se instalen? Las casas vacías no faltan, los fogones de turba sólo están esperando una nueva flama… 
      Ustedes no entienden, contestó la señorita Barklay, con la voz igual de inexpresiva. Jamás podrían, no cuando han conocido la vida en otra parte. Vienen de visita, se asombran, y están felices de regresar a Londres o a Glasgow a contar su aventura tomándose un té demasiado azucarado. Ustedes sí pudieron, replicó la Campbell, el pastor Munro también y otros misioneros antes que ustedes, y John Ross, el maestro de escuela, y los demás antes que él. Con nosotros no es lo mismo, cortó la señorita Barklay. Pero no podría decir por qué. Y además, no tenemos suficiente comida para todos nosotros, no es momento de hacer venir bocas suplementarias. Y la Campbell: «También serían brazos suplementarios, para cazar fulmares». La señorita Barklay: «¿Cómo se imaginan que van a poder bajar los acantilados, igual que aprendieron ustedes desde que saben caminar? Ya los vieron: no saben distinguir un frailecillo de un alcatraz.»
      Y nadie supo qué contestarle a la señorita Barklay.

«Ya no es posible.».

[Fragmento]
      L'adieu à Saint-Kilda (Éd. de l'Hèbe, 2017)
      Traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón

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