Dos fábulas ufológicas / Pedro Barbosa

Una tortuga en el acuario

¿Cuál es el sonido de una sola mano al aplaudir?
      Enigma zen

Obsérvese una tortuga dentro de un acuario en un zoológico cualquiera. Nosotros sabemos que está en cautiverio, pero posee su pequeño libre albedrío. El sentido de la vida le está oculto por la pared de vidrio transparente que la rodea. Puede moverse a la derecha o hacia la izquierda, puede subir a la superficie para respirar, puede sumergirse, esconderse debajo de una piedra en el fondo o apoyarse en una rama corta de árbol. Está libre y aprisionada al mismo tiempo. No puede salir del acuario y el sentido de la vida se le escapa. Ése es todo el pequeño mundo ahí, dentro de nuestro mundo humano que la incluye para observarla. Mundo dentro de mundos: juego fractal de cajas chinas.
      El sentido de la vida escapa a aquella tortuga, pero cualquier visitante humano del zoológico sabe la razón de que ella esté ahí en cautiverio: para divertir a los humanos y mostrar a los niños la diversidad biológica. Si aquella tortuguita hubiera nacido ahí y ahí hubiera sido siempre criada, no conocería otros modos de existencia ni tendría nostalgia de ninguna isla perdida con su selva. Ella se conforma con aquél, su único y estrecho mundo. No sabe por qué está ahí.
      Está ahí simplemente, aburrida, repitiendo siempre los mismos gestos, sumergiéndose y subiendo a la superficie, escondiéndose debajo de una piedra o trepando a una rama. El teorema de Goedel se aplica aquí también: sólo podemos tener conciencia del sistema de mundo en que nos movemos a partir del momento en que conocemos otro sistema de mundo externo que le dé consistencia. Aquel pequeño cautiverio es para la tortuguita al mismo tiempo un mundo limitado e infinito. Tal como en nuestro mundo humano: donde los filósofos intentan filosofar sobre la casualidad, el determinismo y la libertad. Todo el pensamiento escatológico del filósofo metafísico no va más allá de la nariz de la tortuga al embestir los vidrios que la limitan pero que no ve. Probablemente ni percibirá que otros seres más grandes la observan y se divierten con ella.
      La tortuguita no comprende el sentido de su vida ni su destino. Pero nosotros, humanos, que la pusimos ahí, que la alimentamos y cuidamos de renovar su agua, nosotros sabemos el porqué de que ella esté ahí, el sentido de su limitada existencia. El límite de la invisible pared de vidrio para aquella tortuga es el mismo velo que nos cerca y cierra con misterio el enigmático mundo humano, siempre sin respuesta.
      Al juzgarnos libres y filósofos y sabios, ¿no será que toda nuestra cosmología se reduce también a un pequeño cautiverio dentro de un zoológico más grande al que llamamos planeta Tierra? ¿Planeta en el cual somos observados por seres extradimensionales dotados de una estructura cognitiva superior? ¿Será ése nuestro destino? ¿Nuestra metafísica? ¿Será para ellos y en función de ellos que existimos?
      ¿Nuestros watchers, nuestros keepers, nuestros guardianes, nuestros dioses?

 

La vaca filosófica
      (Meditaciones de una vaca existencialista sobre sus «criadores»)

Vamos a imaginar la siguiente situación. En un establo existía una vaca que disfrutaba de filosofar: ser una vaca filosófica no es una característica tan verosímil entre herbívoros rumiantes, pero la vida de encierro contemplativo a la que el destino consagró a esta vaca la hizo una vaca filósofa. Mejor: una vaca existencialista. Y hablo aquí de «destino» (no de «condición existencial», como ciertamente preferiría un Sartre), pues este personaje nuestro tenía desde luego el destino trazado por los humanos al nacer. Humanos que, en un plano trascendente a ella, la determinaron para toda la vida: dicha vaca fue «destinada» a vivir en un establo, a dar leche, a ser inseminada artificialmente, a parir terneros y terminar sus días con un carnicero a fin de dejarnos su carne.
      Pues bien, esta vaca filosófica, de tanto rumiar dudas sobre su condición bovina y el sentido de su existencia, se convirtió en una vaca existencialista. Una vaca sartreana. Ella se interrogaba sobre el «absurdo» de su vida y de sus semejantes. Y se preguntaba, mientras masticaba la ración de paja siempre igual en el oscuro establo donde vivía: «¿Para que existimos? ¿Por qué esta vida aquí encerrada en esta celda sin casi poder moverme? ¿Qué crimen expío para merecer una vida así? De tiempo en tiempo llegan no sé de dónde unos seres alienígenas pequeñitos, que se llaman seres humanos, me ponen inyecciones, me inyectan en la vagina no sé bien qué para embarazarme, y yo, que siempre fui virgen y nunca conocí el placer del aroma de un toro fogoso sobre mis flancos en época de celo, doy a luz terneros temblando de miedo, pues me son robados después para cumplir un destino de cautiverio igual al mío, generación tras generación… ¿Qué mal hicimos nosotros al mundo para merecernos una vida así?».
      Como se comienza a percibir, esta vaca especialísima no era únicamente una vaca filósofa: era también una vaca teóloga y una vaca ufológica. Estaba cercana al concepto bíblico de «pecado original», y podría haberse convertido en una vaca espiritual o hasta budista, debatiendo cuestiones de karma. Pero optó por la ufología. Y presentía la existencia de un universo paralelo al suyo donde seres extraños parecían habitar una civilización a la cual nombraban como civilización humana y que, mediante incomprensibles apariciones y manipulaciones genéticas, parecía ser una civilización alienígena de seres inteligentes que controlaban el destino de ella y el destino de toda su raza. ¿De dónde venían ellos? ¿Cómo aparecían y desaparecían? ¿Qué pretendían ellos de la miserable especie bovina?
      Éstas eran sus reflexiones sin conseguir llegar a ninguna conclusión que tuviera sentido.
      A veces dudaba: «¿Serán estos aliens humanos nuestros dioses? ¿Ángeles o demonios? Hay días en que parecen crueles, me someten a experiencias clínicas sin la menor piedad, otras veces vienen a traerme alimento y me sacan de las tetas hinchadas el exceso de leche que se llevan para no sé dónde ni para qué. Verdaderamente no puedo afirmar que me quieran mal, cuidan de mí y me curan hasta cuando enfermo, uno de ellos hasta me palmea el lomo cuando parte con el balde lleno de leche, aunque presiento que son ellos los que nos mantienen aquí de rehenes no sé por qué, ni con qué fin. Luego desaparecen en el Más Allá y sólo reaparecen al día siguiente… El gran enigma metafísico es: ¿qué estamos haciendo aquí? ¿Para qué existimos? ¿Cuál es el sentido de una vida de esclavitud tan sufrida como la nuestra?».
      En momentos más lúgubres, este personaje se interrogaba sobre el enigma de su muerte. Y se conformaba diciendo: «¿Cómo acceder a lo que está más allá de nuestro alcance? El más allá pertenece a Dios», evocaba, «y no nos es dado el privilegio de conocer los designios trascendentes de nuestros creadores».
      Éste era el punto de vista de nuestra hipotética vaca teóloga. No obstante, nótese el curioso término que ella usó: el «Más Allá». A nosotros, seres humanos más evolucionados, nos parece bizarra está cuestión, pues tal idea se vuelve obvia en el plano cognitivo superior en que nos encontramos frente a ella —y, sin embargo, no habitamos ningún «más allá», estamos situados en el mismo universo que ella, tan sólo en un plano evolutivo superior.
      Por no conseguir descubrir un sentido para su existencia bovina, nuestro personaje sólo podía adoptar la idea del absurdo de la existencia, siendo agnóstica como era, o entonces delegar ese sentido en seres trascendentes a quienes algunas de sus congéneres llamaban «dioses».
      Pero cambiemos de perspectiva, subamos un poco en la escala evolutiva de la conciencia, y coloquémonos en un punto de vista de los seres creadores y cuidadores —el punto de vista humano. La ironía de esta situación está en que nosotros, seres humanos, nos encontramos precisamente en la posición trascendente de gestores del destino de sus vidas.
      En el ámbito de este plano humano (que es trascendente en relación al plano biológico-existencial de todo ganado bovino), es obvio que la existencia de esta especie animal no está desprovista de sentido. Al contrario, tiene incluso todo el sentido para nosotros. Dependemos hace mucho de ella para nuestra sobrevivencia, sea en el trabajo, la alimentación o el vestuario. ¿Pero qué sucedería si esta vaca y todos los de su especie pudieran saber la verdad última que les está escondida? ¿Sobre todo, si llegaran a saber el destino que les está reservado, en nuestro plato, luego de su muerte? ¡Sería la revuelta metafísica de todos los rebaños de este planeta!
      ¿Será por eso que el misterio de la muerte debe permanecer como un misterio para todos los seres, hasta para nosotros, seres humanos? «¡Muuuuuuuuuu!», mugía ella.
      En momentos menos abstractos, esta vaca lechera reconocía hasta a aquel alien a quien llamaba su «cuidador», pero había también otro alienígena humano de bata plástica a quien llamaban «veterinario», y muchos vigilantes o cuidadores (o keepers, o watchers, como decían las vacas ufológicas americanas). Eran seres que sabían todo acerca de su vida, nacimiento, muerte y estado de salud. Sí, ellos eran conocedores, no sólo de todo su pasado sino también de su futuro: esos humanos extraños, que sabían todo sobre los de su especie, ¿qué podían ser, si no sus divinidades? ¿Los amos de su karma? Ellos dirigían su destino y eran dueños hasta de su muerte…
      ¡Todo porque el hombre estaba en un plano «meta» en relación con esta vaca!
      Cambiemos ahora de perspectiva y de plano cognitivo. Si adoptamos el punto de vista humano, todas las inquietudes metafísicas de esta vaca interrogante tienen respuesta. ¿Por qué? Únicamente porque el ser humano, aun viviendo en el mismo universo, posee un grado de evolución superior. De cierto modo no sólo decidimos cuál es el sentido de la vida de este animal: dirigimos, asimismo, su muerte y la de los suyos. La vida, que para ella no tiene ningún sentido, tiene sentido para nosotros, humanos: ella existe para nosotros. Cuidamos de ella en nuestro beneficio, somos buenos y malos para ella, pues los valores éticos y la finalidad existencial de la vida de los de su especie no tienen sentido en función de ellos mismos y sí en función de nosotros mismos, sus criadores y sus «ordenadores».
      Se percibe ahora la razón de mi comparación: «¡Nosotros, los seres humanos, siempre vivimos en una situación similar a la de esta vaca filosófica!».
      Sin ser capaces de anclar nuestras dudas existenciales en un Más Allá al que por definición no accedemos, atribuimos desde hace milenios a otros seres que nos trascienden —llámense dioses, demonios o extraterrestres— la incognoscible explicación de nuestra creación, de nuestro destino y de la finalidad de nuestra existencia en este absurdo plano aquí.
      Subamos entonces una octava en la escala animal evolutiva. ¿Cuál es el sentido de la especie humana? ¿Algo tan absurdo para nosotros como el destino de la vida de esta vaca lechera? ¿Será que, sin que sepamos, hay en la Naturaleza otros seres que nos observan, nos crían y nos usan, habitando el lugar de nuestra trascendencia incognoscible?
      Que vengan los teólogos a contarnos de dioses creadores, o que vengan los ufólogos a hablarnos de enigmáticos ubicuos seres alienígenas, va a dar igual. Son seres que parecen saber y poder todo sobre nuestra existencia, vigilando y cuidando el planeta que habitamos; seres que, según consta, raptan incluso a algunos humanos y les hacen experimentos genéticos (los ufólogos lo llaman «abducciones»). Son seres que aparecen furtivamente y luego desaparecen sin nunca darse a conocer… ¿No habrá aquí una convergencia alarmante que nos obliga a reflejar? ¿Qué interés pueden tener ellos en nosotros, sean dioses o aliens? ¿Qué misterio se esconde luego de nuestra muerte? ¿O antes de nuestro nacimiento?
      ¿Lo sabremos antes o después de traspuesta la frontera?
      Nada más diré por ahora. Más tarde se contará la parábola del «Oso hormiguero al costado de la carretera», algo que pasa por encima de la unicidad del multiverso: esa inmensa cebolla cósmica donde son centrifugados los innumerables universos paralelos….

p b

 Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

Comparte este texto: