Cine / Queremos tanto a Agnès Varda / Hugo Hernández Valdivia

Agnès Varda murió el 29 de marzo de 2019; tenía noventa años. Inició su carrera artística a finales de los años cuarenta, en la fotografía; el año pasado presentó una instalación: una casa con muros y ventanas construidos con pietaje de su película Felicidad, titulada «Una cabaña de cine: el invernadero de la felicidad». En medio prosperó una rica filmografía, conformada por más de cincuenta películas, entre cortometrajes, largometrajes, documentales y ficciones. Deja un testamento —en primera persona, como sucede en sus últimos grandes documentales— producido por Arte, esa prodigiosa «cadena pública cultural y europea»: Varda por Agnès: Charla (Varda par Agnès: Causerie, 2019). A lo largo de los años y las películas, Varda se encargó de hacer de Agnès un personaje, un gran personaje. Al que ya extrañamos, y que aquí recordamos.

      A propósito del aniversario noventa de la cineasta, la revista Cahiers du Cinéma —que fue en buena medida uno de los pilares de la Nouvelle Vague— dedica un elocuente editorial y una extensa entrevista en el número de junio de 2018. El editorial, cortesía del redactor en jefe, Stéphane Delorme, presenta sin ánimo de comparaciones ni jerarquizaciones las coordenadas entre las que cabría ubicar la obra de la realizadora: «Es una alianza inesperada entre una concepción intelectual, que demanda orden y rigor, cercana a Alain Resnais […] y un acercamiento poético, más libre y disperso, cercano a Godard». Asimismo, puntualiza algunos rasgos que la definen y subraya su relevancia: su modestia y fantasía «no hacen olvidar a la inmensa cineasta, tan inspirada como determinada, tan libre como generosa». La realizadora es una observadora maravillosa; de su fascinación por el mundo y la gente dan cuenta sus imágenes, sus testimonios. El mundo que registra en sus películas es claro, acaso por eso suele utilizar lentes con buena profundidad de campo. Asimismo, tanto en sus ficciones como en sus documentales, los movimientos de cámara son frecuentes, de tal forma que sus películas respiran: no es raro que en el texto citado se aluda en más de una ocasión a la libertad de la artista. Con justicia y justeza Varda es considerada la mujer de la Nueva Ola, un movimiento encabezado primordialmente por hombres.
      Varda es responsable de películas de ficción icónicas, como Cléo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1962), su segundo largometraje. En ella da cuenta en blanco y negro de los temores de una joven cantante, quien cree padecer cáncer, mientras espera los resultados de los exámenes médicos. Con apreciables dosis de frescura y honestidad, la realizadora explora los miedos de su personaje principal, en un París no menos temeroso, pues Francia vive el conflicto bélico por la independencia de Argelia. La cinta compitió en la sección oficial del Festival de Cannes, fue recibida con beneplácito por la crítica y es uno de los hitos de la Nueva Ola. Tres años después inscribió en Berlín La felicidad (Le bonheur, 1965), película en color en la que registra la cotidianidad de un joven carpintero que lleva una vida apacible con su mujer y sus dos niños. Todo funciona a las mil maravillas, hasta que inicia una relación amorosa con una joven, y entonces su felicidad… se incrementa. De la justa alemana salió con el Premio Especial del Jurado.
      En los años setenta se involucró en el movimiento feminista. De ello queda constancia en Una canta, la otra no (L’une chante, l’autre pas, 1977), en la que una mujer apoya a otra que quiere abortar. De ahí nace una amistad que perdura en el tiempo y que es pertinente para dar cuenta de las contrariedades que enfrentaban las mujeres en aquellos años (no muy distantes ni distintas de las que hoy encaran, como apunta Varda), pero también de su vigor y su buen humor. La realizadora imprime dosis abundantes de musical, pues, según confiesa, era una «militante alegre». Casi una década después, el tono cambia radicalmente en otra de sus célebres ficciones, Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985), en la que sigue a una mujer que erra (en su doble acepción): es una vagabunda (o una sdf —«sin domicilio fijo»—, como eufemísticamente denominan los franceses a los vagabundos) y comete graves errores a lo largo de su vida. Varda da cuenta de los prejuicios y la hostilidad de la sociedad con el vagabundeo en femenino, del nulo apoyo que se ofrece a seres humanos marginales que por otra parte pueden ser un apoyo para las personas que con ellos conviven. El resultado alcanzó para el León de Oro y el Premio de la Crítica en Venecia.
      En Jacquot de Nantes (1991), Varda se inspira en las memorias de su recién fallecido marido, Jacques Demy. Vuelve a finales de los años treinta, a la infancia del que décadas después sería un prestigioso cineasta (responsable de Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort), al origen de su fascinación por el cine. La cinta es un sentido homenaje y una singular despedida.
      Casi diez años más tarde, Varda descubre el video y el video descubre a Agnès. Como una niña con juguete nuevo, en Los cosechadores y yo (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), registra imágenes de su cuerpo, de su rostro, y se lanza a la recolección de imágenes y testimonios de otros personajes. Acompaña a seres humanos que de alguna manera viven al margen, que van ahí donde se han abandonado alimentos o cosas que parecen estar «a la espera» de ser recolectados para ser consumidos —en el caso de la comida— o transformados, como el arte. La aproximación es intimista, en primera persona, y el resultado es lúdico, de proporciones filosóficas. Detrás de la cámara Varda es atenta y observadora, sensible; frente a la cámara, es simpática, dispuesta a involucrarse con las personas que va interpelando. En ambos espacios es curiosa. Se va perfilando un personaje entrañable, que con modestia y humildad se relaciona con sus personajes. La responsabilidad, como cineasta y ser humano, la hace volver a los mismos asuntos y personajes en Los cosechadores y yo… dos años después (Les glaneurs et la glaneuse… deux ans après, 2002). En sus ficciones previas, confiesa, había compartido «gotitas de su vida privada»; a partir de Los cosechadores y yo aparece a menudo frente a cámara, pues consideró que «no había razón para esconderse tras la barrera de la cámara».
      También se grabó en Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès, 2002), esa pequeña gran obra maestra. Y lo hizo, según confiesa, porque «iba a cumplir ochenta años». Ella no pudo hacer muchas preguntas a su madre ni a su abuela, por lo que concibió la cinta para que sus hijos y sus nietos, que «no saben nada» de ella, no tuvieran esa laguna. En este documental también nosotros nos enteramos de cosas de ella, y descubrimos a un personaje vital, de una gran imaginación y una sorprendente creatividad, para quien la memoria no se conjuga en tiempo pasado y es más que recuerdos, y que vive el presente con intensidad. Asistimos al esbozo de un retrato de cuerpo y mente enteros de una mujer con una gran capacidad para cuestionar y reflexionar, para observar y construir. La Agnès que surge de estas playas es encantadora, entrañable: no cuesta trabajo adoptarla como madre, como abuela.
      Casi a los noventa años se lanza a la aventura con el joven realizador y fotógrafo JR, con quien comparte el crédito de una road movie singular: Rostros y lugares (Visages villages, 2017). Viaja a pequeños poblados, algunos de los cuales tienen alguna relación con ella u ocupan un espacio privilegiado en su memoria, y concibe proyectos fotográficos tan efímeros como monumentales (en dimensiones y ambiciones) que protagonizan los pobladores e interpelan a los vecinos. Si bien es cierto que por momentos la espontaneidad es trabajada y la improvisación es controlada, queda claro una vez más que la curiosidad es un ingrediente imprescindible para la vida y para el arte. La curiosidad rejuvenece a Agnès; la indiferencia, tan abundante hoy día, hace envejecer. La travesía es habitada por la alegría. Sin embargo, hay un par de pasajes desagradables que merecen atención, uno de ellos desde una perspectiva ética: el primero tiene que ver con los ganaderos que cortan los cuernos a sus cabras, práctica que es censurada en el documental sin ofrecer réplica a los señalados; otro tiene que ver con Jean-Luc Godard, quien tuvo la deferencia de quitarse los lentes oscuros para Varda en Cléo de 5 a 7 y en la película le hace un desaire; mientras ella sufre, él queda como el impresentable de siempre. Rostros y lugares, que fue considerada para obtener el Oscar para mejor documental (Varda es la persona más longeva en ser nominada), cosechó una cantidad impresionante de premios por todo el mundo, entre ellos el Ojo de Oro, que Cannes entrega al mejor documental del festival.
      Varda nunca evadió el riesgo, y a sus noventa años se planteaba nuevos retos creativos. Este afán la llevó a vivir la transición a la instalación… y explica la crisis que vivió como artista. Por otra parte, en ella conviven atributos que no siempre caracterizan a los cineastas: modestia, humildad, honestidad. Y consiguió algo que muy pocos consiguen: ser tan querida como realizadora y como ser humano.

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