¿Quién lo mató? / Juan Chávez Sánchez

Casa de la Cultura de Tala, 2014 B

Fue en el velorio de mi padre la primera vez que te vi. Entraste y te sentaste en la primera silla que viste vacía. Te movías como si todo lo conocieras, como si vivieras también ahí. No saludaste a nadie. Tus lentes oscuros impidieron que alguien más notase en tus ojos lo que yo noté con tu sola presencia. Comencé a sudar de más, se lo atribuí al calor de la cruz de veladoras que tenía a los pies. De reojo te miraba. No te movías, no hablabas. El cordón de tu zapato derecho estaba suelto, pero tú no te inmutabas por eso. El calor de las velas se estaba volviendo insoportable, sentía que me asfixiaba. De la nada me asaltó una ardua sed. Intenté levantarme, pero no pude separar mis pies del piso. Inconscientemente adopté la misma posición en la que tú estabas. Te miraba a través de los lentes oscuros estando seguro de alguna forma de que me mirabas también, de que estabas calculando algo, pensando algo que yo ya sabía que era y a la vez no entendía por qué. 
     Súbitamente, como lo es todo en un sepelio, sentí unas ganas furiosas de llorar. Y me sentí débil al no poder evitarlo, pues lloré como Julieta, como abandonado, como si fuera mi padre el que estuviera dentro del féretro que tenía enfrente; pero no apartaba la vista de lo que fuera que hubiera tras esos lentes oscuros. No sé si las lágrimas distorsionaron la realidad o si sólo lo imaginé, pero me pareció ver que sonreías. ¿Acaso lo hacías? ¿Quién ríe en un sepelio? Y continué llorando con furia.
     Como recordarás, en ese momento llegó mi hermano y me tomó por el hombro. Apenas le reconocí, sólo repitió lo que había escuchado demasiadas veces ya ese día, que todo iba a estar bien; lo decía convencido, era como si él lo supiera, pero no supiera nada. Nada iba a estar mejor de lo que fue. Quise hablarle de ti pero no pude. No fue como si algo físico lo impidiera, fue más bien que quería resolver esto por mí mismo. 
     Ruega por él, se oía. Sístole, diástole, sístole, diástole. Ruega por él, rogaban. Te miraba y sonreías. Ruega por él, se entonaba, y te quitaste los lentes oscuros. 
Ahora ya no había ninguna duda. Quedé como paralizado en la silla observándote, queriendo encontrar algo que me dijera que estaba equivocado, que sólo era casualidad. Los dedos de mis manos comenzaron a temblar. Traté de tranquilizarme y encontrar una respuesta lógica, pero no la había. Tu pelo era el mío; tus ojos, mis ojos; incluso tu sonrisa, esa que comenzaba a odiar, también era la mía. Seguía llorando, pero esta vez de desesperación por no poder despegar mis pies del suelo, de no poder acercarme y romperte la cara nada más por deseo. 
     “¿Qué me pasa?”, me pregunté. Y cerré los ojos deseando que al abrirlos ya no estuvieras ahí. Y así fue…
     Durante dos semanas no apareciste, ni siquiera en el sepelio, donde estaba como loco mirando a todos lados buscándote. Después me convencí de que eras una invención de la tristeza que me embargaba en aquel entonces y que ya nunca te volvería a ver. Pero no podía dejar de pensarte. Una parte de mí, la menos cuerda, la que impera ante la razón en los momentos más desesperantes, necesitaba verte de nuevo. Pero ojalá y nunca te hubiera visto otra vez. 
     Seguro recuerdas mi expresión cuando te vi de nuevo: ojos abiertos, más de lo normal; boca apretada para retener los insultos que no te podía decir, y la mirada de espanto e incredulidad. Apreté los puños instintivamente como si me prepara a echarme encima de ti y matarte en cualquier momento. 
     Estaba yo sentado en la tumba, visitando a mi padre por primera vez después de haberlo enterrado. Ahí estabas tú, escondido tras un árbol. Al parpadear, estabas a dos metros de mí.
     —¿Qué es lo que quieres? ¿Qué quieres de mí? —grité como maníaco, como loco furioso.
     —Yo lo maté —dijiste sonriendo sínicamente.
     La voz, reconocí esa voz; eras yo, todo yo, en un cuerpo igual al mío, pero que no me pertenecía.
     Es un día que no puedo olvidar. Incluso con todos los medicamentos que me dan, esas palabras que dijiste las recuerdo letra por letra, como si cuando las pronunciaste hubieran aparecido por debajo de tu cabeza.
     —¿Quién eres? —te pregunté, y no precisamente porque lo haya pensado, sino porque fueron las únicas dos palabras que pudieron salir de mi boca con mi lengua hecha nudos de la presión y furia que sentía. 
     No respondiste, pero tu risa bastó.
     —Dijiste que lo mataste, pero tú no eres nadie, tú eres yo, o al menos tu cuerpo, y si tú decías haberlo matado entonces, ¿yo lo maté? ¿A eso te referías? ¿Yo maté a mi propio padre? 
     Tiré dos golpes hacia dónde te encontrabas, pero de alguna manera me evadiste. Sólo podía escuchar tu risa, tu risa, tu estúpida risa. ¿Quién ríe en un panteón? Mis gritos llamaron la atención de varías personas que pasaban, o quizá tú les habías dicho que fueran por mí. Me tomaron por los brazos y yo como loco gritaba que qué querías, que dónde estabas y porqué ya no te veía.
     —¡Aparece ahora para que todos puedan verte! ¡Cobarde! ¡Yo no maté a mi padre, yo no lo maté!
     Después de ese día mi vida ya no fue la misma. Me seguías a todas partes. Siempre con tu sonrisa sínica y burlona, o más bien, con mi sonrisa sínica y burlona. Me mirabas con mis ojos y me seguías con mis propios pies. Pensé tantas veces en matarte, pero sentía que si lo hacía me moriría yo también, o al menos una parte de mí. En todos los lugares escribí mi nombre: en las paredes, en los baños, en mis libretas y libros. A veces escribía que yo no mate a mi padre y a veces, creo más bien ahora que fuiste tú quien lo hizo por mí, escribía que yo fui quien lo mató.
     Mi hermano llamaba más seguido y mi madre también, estaban preocupados por mí, pensaban que me estaba volviendo loco. Yo no estoy loco. Yo sé lo que vi y sé que siempre estuviste ahí escondido. Estás aquí en esta habitación ahora mismo mirándome desde tal vez una esquina, debajo del escritorio o escondido entre los andrajos de tela que llevo puestos. Sé que existes. Por lo menos en mi espejo. En mi reflejo…
     Yo no maté a mi padre, yo lo amaba. Él murió por no cuidarse, por fumar cuando todos le decíamos que no lo hiciera, por comer azúcar de más, por no cuidarse. Yo no lo maté. Cómo iba a saber que esa noche moriría. La noche en que se supone cenaría conmigo y yo cancelé de última hora. Pero no es mi culpa, él hubiera muerto de cualquier manera. Quizá durante la cena hubiera muerto allí en la mesa. O cuando cruzaba alguna calle o en el automóvil. 
     Tú lo mataste. Yo no lo maté. Tú, fuiste tú. Me lo confesaste. Asesino. Parricida. Tú lo mataste, lo descuidaste. En su último respiro dijo tu nombre y no te presentaste. Debiste haber estado con él en cada minuto. 
     Y vienes ahora a querer culparme. Tú les dijiste a todos que estaba loco y por eso me encerraron aquí en el manicomio. Para eso te escribo esto, para que me salves. Sácame de aquí. Sólo así es posible que olvide que tú mataste a mi padre. Incluso si llego a ser libre de nuevo podría decir que nadie es culpable.

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