Análisis de un sueño* / Juan José Arreola

Antecedentes

 El día quince de marzo escribí una carta cuyo contenido habría de causarme las inquietudes más vivas.
      Esta carta, dirigida a una persona con la cual me hallaba en estrecha amistad, tuvo por objeto la declaración de un sentimiento amoroso por largo tiempo silenciado. Precedieron a su escritura estados de ánimo sumamente contradictorios, y a pesar de maduras reflexiones, no logré dar a esa carta una redacción satisfactoria.
      Cuando estuvo depositada, mi pesimismo fue casi absoluto, y como producto de un estado de incertidumbre y de duda, surgió el sueño de la noche del veintiséis al veintisiete de marzo, que me he propuesto analizar.

El sueño
 «Sueño que no he recibido carta alguna. Ella ha llegado ya. La encuentro en el pasillo de su casa: no hablaremos más del asunto. Nos saludamos. Creo que la abrazo. Ella va vestida con una larga bata de seda japonesa. Lleva el pelo suelto, y en los pies desnudos, suecos de madera. Me sorprende ver sus pies; no los encuentro bonitos. Parece que no son los de ella. Tienen algunos defectos, particularmente en las uñas. Ella es amable, pero me doy cuenta con pena de que lleva mi carta en la mano. Distingo los caracteres y me avergüenzo de su fealdad. Ella dice señalando la carta: “No le encuentro solución a esto”. Creo que hablamos más sobre la carta. Ella dice no comprender. Yo le pido que me indique en cuál pasaje mi carta es oscura. Ella la extiende y señala algo con el dedo. Yo trato de explicarle no sé qué cosa y aprovecho el momento de apoderarme de la carta y la guardo en el bolsillo. Me duele que ella no proteste por la sustracción. Ella me parece otra persona. No sé en qué sitio (creo recordar la acera de su casa), extiendo la carta y me doy cuenta de que no es tal cosa, sino un poema de Pablo Neruda (“Poema 20” o “Farewell”, escrito de mi mano. Pienso que se trata de una declaración en verso y sufro por la cursilería del asunto).
      »Ahora me encuentro con ella en la cocina de mis tíos Z. Me habla con misterio. Lleva en la mano otra carta, la carta verdadera, y dice: “No encuentro ninguna solución a pesar de que he mostrado la carta a mi primo Raúl; nadie la entiende”. De nuevo le pido que me muestre la carta, para explicarle. Cuando la tengo ante mis ojos me doy cuenta de que es la carta auténtica. Se la quito de las manos y la guardo en mi bolsillo. Está escrita en un papel azul. Otra vez sufro por su actitud, pero tengo alguna tranquilidad: la carta ya no está en sus manos y no podrá enseñarla más».

Aclaraciones
La versión anterior fue escrita inmediatamente después del despertar, y la transcribo aquí con su natural incoherencia.
      Después de la última imagen descrita, se esfuman mis recuerdos, sobreviene una laguna de cierta amplitud, y el sueño reaparece. Sus nuevas escenas, que me conducen a un desenlace angustioso, forman un grupo diferente de situaciones anímicas, que no me decido a analizar por ahora.
      Sueño típico de temor y preocupación, tiene un significado claro y preciso. Lo que me lleva a intentar su análisis es la riqueza particular de sus imágenes y el hecho de que, para expresar una preocupación determinada, haya puesto en movimiento extensas series de recuerdos que datan de los periodos más arbitrarios de mi vida. Soñado al amanecer, su claridad es casi total, y sólo aparecen en él tres lagunas importantes: la transición de una escena a otra, su comienzo y su principio, que se difunden en recuerdos imprecisos.

Análisis
Sueño que no he recibido carta alguna.
      Esta idea, que corresponde exactamente a la realidad, expresa el temor constante de quedar incontestado, temor muy natural si recuerdo que ya han transcurrido varios días de espera infructuosa. Viene luego una certidumbre:

Ella ha llegado ya.
      Que no es sino una de las muchas interpretaciones que yo daba a su silencio. Pensaba que, estando próximo su regreso, retardaría su respuesta hasta entonces para dármela de viva voz.

La encuentro en el pasillo de su casa.
      Esta escena repite una de aquellas con las que comenzaban siempre nuestras entrevistas: después de llamar, ella salía a abrirme y nos saludábamos en el pasillo.

Pienso: no hablaremos más del asunto.
      La impresión que corresponde a esta imagen es más bien penosa: no puedo mirarla serenamente a la cara, y el abrazo resulta un buen subterfugio para emplear y ocultar la emoción que su primer encuentro me produce. Tiene también otro equivalente de indecisión: ¿cómo he de saludarla cuando regrese? A partir de este punto, la irrealidad comienza a externarse en el sueño.

Ella va vestida con una larga bata de seda japonesa, lleva el pelo suelto, y, en los pies desnudos, suecos de madera.
      Hace poco tiempo, a principios de enero, estuve en su casa acompañado de otras personas para invitarla a un festival. Ella había salido del baño, y recuerdo la grata impresión de sus cabellos sueltos y perfumados, de su vestido ligero, y de la claridad de su rostro.
      El sueño toma algo de este recuerdo, pero lo desfigura con cierta maldad. La bata y los suecos tienen otra procedencia. Los he visto en una muchacha que en otro tiempo, hace cinco años, ocupó mis pensamientos, pero a la cual ya no estimo. En alguna ocasión hice detalladas críticas por el mal gusto de la bata, que ahora aparece en mi sueño para deformar una imagen que recuerdo con aprecio.
      Lo desagradable, utilizado como censura indirecta en la imagen anterior: los colores chillantes de la bata, se vuelve más claro y malévolo en la imagen siguiente:

Me sorprende ver sus pies, no los encuentro bonitos.
      La visión de sus pies desnudos tiene algo de turbador, pero luego me desencanta. No los encuentro de mi gusto, lo mismo que ciertos rasgos de su carácter. Estos rasgos los he descubierto con interés, pero al mismo tiempo con pena. Asimismo, me resulta interesante y penosa la desnudez de su calzado, que me descubre la imperfección de sus pies.

Parece que no son los de ella.
      Ésta es la disculpa oportuna y natural: esos rasgos de carácter que no me gustan no son de ella, los ha adquirido en su trato con personas «modernas».

Tienen algunos defectos, particularmente en las uñas.
      Esto es un hincapié en la crítica anterior, a la vez que el punto donde el símbolo del sueño se conecta con la escena real que le dio motivo: la mañana anterior a la noche del sueño, estuve haciendo desagradables observaciones sobre los diferentes defectos que ostentan los pies de las personas que conmigo tomaban el baño. Uñas torcidas, dedos contrahechos, callosidades. Al mismo tiempo pensaba que tales defectos se producen debido a las formas modernas del calzado. En mi sueño, despiadadamente, trueco sus bellos y delicados pies por otros rudos y deformes, probablemente masculinos. Al efectuar este cambio, no hago sino reprochar los hábitos modernistas que deforman la delicadeza de su carácter femenino y lo acercan a tipos masculinos.

Ella es amable, pero me doy cuenta con pena de que lleva mi carta en la mano.
      Las ideas de temor que se ocultan detrás de esta imagen son innumerables: cuando me conteste, ella hará uso de fórmulas amables, pero tendrá que aludir desventajosamente a la propuesta contenida en mi carta. La figura «lleva mi carta en la mano» es casi terrorífica en el sueño. La veo avanzar hacia mí esgrimiendo la carta como un arma. Y es cierto. Ella, al poseer mi confesión escrita, resulta inmediatamente superior, me tiene, por decirlo así, cogido en falso, vencido.
      Al contestarme será, no obstante, amable. Y esta amabilidad suya me resulta dolorosa: la negativa vendrá envuelta en lástima.

Distingo los caracteres, y me avergüenzo de su fealdad.
      Recuerdo claramente la pésima caligrafía de la misiva, y por símbolo, el sueño alude también a la precaria redacción de mi demanda. La impresión de vergüenza es sumamente comprensible: no estoy satisfecho de mi carta.

Ella dice señalando la carta: no le encuentro solución a esto.
      Aquí se expresan los temores que tengo acerca de la interpretación que ella puede dar a mis letras, y el «no le encuentro solución a esto» se traduce en «no sé qué hacer ante esta actitud tuya, y no sé cómo contestarte sin herirte». Y ahondando todavía más, resulta: «siendo amigos, no sé cómo se te ha ocurrido dirigirte a mí de esta manera».

Creo que hablamos más sobre la carta.
      La misma oscuridad de esa escena y su recuerdo da una idea de incomprensión entre los dos, a la vez que anticipa mi deseo de explicación y disculpa.

Ella dice no comprender.
      No me quiere. Es ésta la idea que surge al contacto de tal frase. En lugar de decirlo, se excusa: no te comprendo. Más bien, ya no se interesa por mí y trata de situarme fuera del radio de su atención, quitándome el lugar que ocupaba realmente en su sentimiento. Al decir «no comprendo», cierra el paso hacia una explicación sincera.

Yo le pido que me indique en cuál pasaje la carta es oscura.
      Esto pone en claro mi afán de disculpa, que es la base del sueño. Ante las reflexiones «de lo que pueda ella pensar» surgía esta idea de defensa: si ella lo quiere, puedo explicarle perfectamente lo natural y lógico de mi carta y la sinceridad del sentimiento que encierra. Así pues, le pido que me demuestre en dónde radica lo incomprensible de mi texto.

Ella la extiende y señala algo con el dedo.
      Esto es una reproducción de hechos lejanos: cuando estudiábamos juntos una pieza de teatro, hacíamos frecuentes aclaraciones sobre el texto y yo le explicaba detenidamente sobre la interpretación que había que dar a ciertos pasajes de la obra que le resultaban incomprensibles. La frase «señalar algo con el dedo» muestra mi natural inclinación a puntualizar, a insistir sobre un hecho y aclararlo. También puede tomarse como una variación de «poner el dedo en la llaga», o sea, señalar el punto vulnerable en la exposición sentimental de la misiva.

Yo trato de explicarle no sé qué cosa y aprovecho el momento de apoderarme de la carta, y me la guardo en el bolsillo.
      Esto es la retractación misma. Quitándole la carta, me desdigo. Muchas veces me arrepentí por haberla escrito. Quisiera recobrarla a cualquier precio. El sueño da satisfacción a este deseo, sin embargo:

Me duele que ella no proteste por la sustracción.
      El amor propio, módulo de mi carácter, queda aquí al descubierto. A pesar de la alegría que me proporciona el recobrar la carta desdichada, hay algo que sufre, algo que se rebela por la facilidad con que realizo mi deseo. Me gustaría que ella protestara. Que conservara como suya mi declaración de amor.

Ella me parece otra persona.
      Es la clara defensa del objeto por el enamorado, y significa: no es ella la que me hace sufrir. O: el mal viene de otra persona. También es una clara reproducción de la continua queja del amante: ella ha cambiado, ya no es la misma.

Extiendo la carta y me doy cuenta de que no es tal cosa, sino un poema de Pablo Neruda, «Poema 20» o «Farewell», escrito de mi mano.
      Aquí se descubre el objeto del sueño y su artificio. Este sueño es producto de una preocupación. Asimismo, entraña una realización de deseos. La preocupación es ésta: haber escrito una carta cuyas consecuencias pueden ser lamentables, causándome incluso la pérdida de una cara amistad. Me acuesto y duermo preocupado. Para mantener mi reposo que amenaza romperse al amanecer, el sueño elabora, con el material de mis ideas penosas, una serie de imágenes que me conducen a un desenlace placentero: la carta que me produce desasosiego ya se encuentra en mi poder. El sueño se desarrolla en las primeras horas de la mañana, cuando el reposo comienza a ser menos profundo y el despertar paulatino de la conciencia se produce. La intención del sueño, realizar un deseo para librarme del temor, se ve fracasada por la intensidad creciente de ese temor, que vuelve a la carga y destruye la labor vigilante del sueño para hacerme ver que «la carta no es tal cosa». El estado inconsciente ha ido cesando y ya no es posible alterar fácilmente la realidad. El trocarse la carta en poema no tiene nada de raro. Ha sido para mí grato y frecuente llevarle a ella las copias de los poemas que más le gustan. Nada mejora que el sueño elija un poema de Neruda: tanto «Poema 20» como «Farewell» abundan en imágenes que coinciden con mi estado moral.

Pienso que se trata de una declaración en verso, y sufro todavía más por la cursilería del asunto.
      Esto revela un rasgo acentuado de mi manera de ser: la autocensura, que llega a veces a convertirse en una especie de masoquismo moral. Suelo atormentarme exagerando los defectos de mis actos. En lamentar los resultados de mis torpezas encuentro una manía predilecta. «Declaración en verso» acentúa la cursilería que acompaña siempre en menor o mayor grado a casi todas las cartas amorosas, y aquí va utilizada para envenenar un poco más la herida causada en el amor propio.
      Viene aquí una laguna de contornos imprecisos, toda ella colmada por una sensación angustiosa y depresiva.

Ahora me encuentro con ella en la cocina de mis tíos Z. Me habla con misterio.
      En ese mismo sitio, hace unos ocho años, una de mis primas me mostró con gran reserva una carta de su novio. Esa carta ostentaba todas las características de la literatura pasional. En otra ocasión, esta misma persona me leyó una carta impresa de las que comienzan: «Desde el primer momento…». La reminiscencia, exactamente conservada en el sueño, sirve para ahondar la propia censura. El recuerdo de la carta impresa no puede ser más desolador: «Tú has dicho también, poco más o menos, lo mismo».

Lleva en la mano otra carta, la carta verdadera, y dice: «No encuentro ninguna solución a pesar de que he mostrado la carta a mi primo Raúl; nadie la entiende».
      La reaparición de la carta en sus manos vuelve la situación a su punto inicial. Reaparecen los temores que me persiguen a través del sueño, disfrazándose bajo todas las escenas oníricas. Tenía y tengo aún basada sospecha de que la carta fue leída por otras personas, con fines de consulta, cosa que me molesta sumamente. El primo existe realmente, pero no se llama Raúl, ese nombre se lo pongo simplemente porque me es antipático gracias a cierta persona que lo lleva. Gracias a ese primo, ella realizó el viaje que hizo mi carta necesaria. Naturalmente, sólo guardo para tal primo sentimientos hostiles.
      El «nadie la entiende» equivale a una razón poderosa: cualquier persona, en mi caso, obraría igual, nadie puede explicarse una actitud semejante.

De nuevo le pido que me muestre la carta para explicarle.
      Es la insistencia constante, obstinada, en el hecho de que soy capaz de justificar mi proceder. El sueño repite luego la oportunidad de mejorar la situación recobrando la carta:

Cuando la tengo ante mis ojos, me doy cuenta de que es la carta auténtica. Se la quito de las manos y la guardo en el bolsillo.
      La escena de la sustracción se repite, y la tranquilidad vuelve porque la carta, salvada, está otra vez en mi poder.

Está escrita en un papel azul.
      En octubre de 1936 escribí una carta de amor. Esta carta era sumamente absurda y no llegó a su destino en virtud de una reflexión hecha en el domicilio mismo de la interesada.
      Nunca he olvidado la grata serenidad que experimenté al regreso de la malograda aventura, al sentir la carta en mi bolsillo. En la mañana del sueño que analizo, busqué la vieja carta y la encontré escrita en papel azul.
      Nada mejor para mi sueño que el reprocharme con mi recuerdo de ese acto juvenil, en que fui incapaz de discernimiento y reflexión. La impresión de alivio que sigue a las dos escenas en que recobro la carta es análoga a la de 1936. Quisiera que la carta que me preocupa reposara ignorada junto a la otra.

Otra vez sufro por mi fracaso y por su actitud, pero tengo una seguridad: la carta ya no está en sus manos, y no podrá enseñarla más.
      El sueño repite su argucia infantil, con mayores probabilidades de éxito. Efectivamente, sobreviene un intervalo de reposo.
      Para mi mal, el sueño vuelve a construirse poco después, y acusa signos de pesadilla.
      Se desarrolla en nuevo escenario, y aparecen en él otros variados personajes. Todos en mi contra.
      Su material de recuerdos es más vasto y remoto, poniendo en juego hechos y reminiscencias infantiles. Alcanza un intenso clímax de angustia, y me produce un penoso despertar.
      No incluyo en este trabajo el análisis de las escenas contiguas, porque lo que puedo llamar el sueño de la carta termina propiamente en este lugar. El nuevo grupo de imágenes expresa problemas diferentes y más hondos, que trataré de aclarar más adelante.
      Como un dato curioso, anoto la circunstancia de que por la tarde siguiente a la noche del sueño recibí una carta que cumplía todos mis temores.

 *   Publicado originalmente en Summa, primera época, núm. 1, Guadalajara, julio de 1953.

2   Para llevar a cabo este trabajo de interpretación, he seguido en todo lo posible las teorías expuestas por el profesor Sigmund Freud en su obra La interpretación de los sueños, así como en los siguiente ensayos incluidos en otras obras del mismo autor: El delirio y Los sueños en la gradiva de W. Jensen, Introducción al estudio de los sueños, Los actos fallidos y Los sueños y un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci.
      Además, me he servido de los trabajos interpretativos citados por Freud, y comunicados por los doctores Hans Sachs, Otto Rank y Sandor Ferenczi.

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