Algunas de mis razones para amarla / Andrés Ibáñez

Corre por ahí la leyenda de que Barcelona es la capital cultural de España mientras que Madrid es una mera capital administrativa. Idea tan peregrina la he escuchado de labios de las personas más diversas hasta en la lejana Singapur, sin duda ecos de alguna campaña turística y promocional singularmente bien concebida. A lo que yo suelo preguntar: ¿Velázquez dónde vivía? En Madrid. ¿Y Goya? En Madrid. ¿Y Cervantes? ¿Y Lope? ¿Y Calderón? ¿Y Galdós? ¿Y Antonio Machado? ¿Y Juan Ramón? ¿Y Lorca? ¿Y Cernuda? ¿Y Ortega y Gasset? En Madrid. ¿Y dónde se creó la zarzuela? ¿Dónde floreció el Siglo de Oro? ¿Y la generación del 98? ¿Y la generación del 27? ¿Y dónde estaba la Institución Libre de Enseñanza? ¿Y la Residencia de Estudiantes? En Madrid, desde luego. En Madrid, en Madrid.
      Siempre he amado Madrid. Siempre, desde mi adolescencia, me ha parecido una ciudad singularmente hermosa, amplia, acogedora, llena de árboles, con inmensos cielos azules, con amplias avenidas, con románticos barrios secretos que en primavera se perfuman de madreselva y en otoño se cubren de hojas amarillas. Todavía hoy, algunos días de primavera o de otoño, veo la luz de Madrid en las aceras atravesando plátanos y robinias, y siento que no puedo perder esa oportunidad, que tengo que salir a la calle para disfrutar de la acogedora y tibia transparencia de esas tardes interminables en las que actos como pasear por bulevares arbolados o charlar con los amigos en un café se aparecen en la imaginación como delicias casi inconcebibles. Y tengo que recordarme a mí mismo que no hay ninguna urgencia, que tardes perfectas como ésas son en Madrid casi la norma, que hay una provisión interminable de días maravillosos en Madrid, una ciudad donde apenas llueve, donde el invierno es benigno, donde la primavera y el otoño se extienden en meses infinitos dominados siempre por esos dos colores que Juan Ramón asignó a nuestra ciudad, el azul y el oro. «Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: Termínate en ti mismo como yo». Esto es «Espacio», uno de sus grandes poemas. Pero Madrid, al contrario que sus chopos de plata en primavera, de oro en otoño, no se termina en sí misma. No termina porque no comienza. Uno siente a veces que todavía no ha comenzado.
      Amo Madrid por su claridad, por sus avenidas, por sus librerías. Amo el Madrid del norte donde siempre he vivido, la Colina de los Pinos, la Residencia de Estudiantes, el Parque de Berlín, la Castellana, fascinante río ciudadano flanqueado de palacios y arboledas. Amo Madrid por el Retiro, que aparece mil veces transformado en mis libros y que es el corazón de esta ciudad sin mar, sin lago, sin río. Amo las colinas de Madrid, por ejemplo, la del Museo de Ciencias Naturales, con su cedro gigante, y amo la Residencia de Estudiantes y su barranco de arena que en primavera se llena de lirios, donde yo estudié cuando su Pabellón Trasatlántico era parte del Instituto Ramiro de Maeztu. Amo azca, ese complejo de rascacielos que crea una ciudad del futuro que es también un laberinto de galerías y parques bajo los cuales corre el tráfico en autopistas subterráneas, amo su soledad de fallida ciudad de ciencia ficción que nadie conoce, de la que nadie se acuerda. Amo el Paseo del Prado, amo la cuesta de Moyano, donde se venden libros viejos; amo el Matadero, transformado en un centro cultural donde uno puede vivir una vida entera empapado en teatro, cine, libros, exposiciones de arte; amo el Círculo de Bellas Artes y su café, llamado La Pecera; amo la Plaza del Dos de Mayo y todo el barrio de Malasaña, donde yo fui joven una vez y donde uno siempre es joven; desde Bilbao hasta Pez, amo Tipos Infames y las otras pequeñas librerías; y amo los cafés de Madrid, especialmente los desaparecidos, el Lyon, el Comercial (vagamente renacido), el del Hotel Suecia con su delicioso bizcocho de naranja; y amo el Ateneo, con su maravilloso aire decimonónico; y amo el barrio de Salamanca aunque sea pijo y conservador, y la claridad de sus calles, Lista, Juan Bravo; y amo muy especialmente el puente de Rubén Darío, que cruza sobre el gran río de la Castellana, uno de los paisajes más bellos del mundo. Y amo sobre todo dos edificios que me acompañan casi desde mi infancia: uno es el Teatro Real, donde yo estudiaba música cuando la mitad posterior del edificio era el Conservatorio, y lloraba y sufría con la música y a causa de la música y también a causa de la simple vida, mi simple y triste vida, y donde más tarde tuve la gran suerte de estrenar dos óperas, uno es de los grandes teatros de ópera de Europa y la demostración de que la maldición de España no existe, que España puede alcanzar cualquier altura que se proponga; el otro, la Biblioteca Nacional, en cuya Sala de Raros y Curiosos pasé tardes inolvidables cuando era estudiante y que tiene para mí el encanto secreto de un club privado, un verdadero paraíso, ya que yo también soñé el paraíso bajo la especie de una biblioteca. Amo las cuatro orquestas de Madrid, y el Auditorio 400 del Reina Sofía, intenso poema rojo, y amo el Auditorio Nacional de Música. Y amo los árboles de Madrid, especialmente los inmensos y venerables árboles de Recoletos y del Paseo del Prado, en la milla de los museos, a lo largo de las tres fuentes sagradas de Madrid: Cibeles, Orfeo, Neptuno.
      Y a pesar de todo, esta ciudad sigue siendo secreta. ¡Es como si nadie la viera! Apenas se ha escrito sobre ella. Los nombres de sus calles y sus barrios no resuenan en la literatura a pesar de las novelas de Galdós, el gran escritor de Madrid, y del Valle-Inclán de Luces de bohemia, y del Juan Ramón Jiménez de tantos poemas y de «Espacio» y de Colina del alto chopo y sus otros Libros de Madrid, y del Pío Baroja de El árbol de la ciencia y de Silvestre Paradox, y del Alberti de La arboleda perdida, y del Ramón Gómez de la Serna de Automoribundia, su gran libro de memorias,y del Juan Benet inolvidable de Madrid alrededor de 1950, y del Aldecoa de «Los pájaros de Baden Baden», probable origen del dicho «Madrid, en agosto y solo, Baden Baden»… De todos ellos, sólo Ramón y Benet nacieron en Madrid. Y ese dato, por sí solo, ya dice mucho de lo que es nuestra ciudad, en la que casi nadie tiene dos progenitores de Madrid y en la que nunca se pregunta a nadie de dónde es porque a los madrileños eso no les importa lo más mínimo, ya que Madrid está abierto a todos y todo el que está en Madrid es de Madrid. ¿No debería ser así en todas partes?

Comparte este texto: