Antes de El llano en llamas / Juan José Doñán

En 1945, cuando aparecen en la revista tapatía Pan «Nos han dado la tierra» y «Macario», los dos primeros cuentos de lo que ocho años más tarde iba a ser su primer libro, El llano en llamas, Juan Rulfo no sólo residía en Guadalajara, sino que tenía el propósito de arraigarse para siempre en esta ciudad, donde planeaba abrir una librería.1 El novel escritor contaba con veintiocho años de edad y quince de ellos los había pasado precisamente en la capital de Jalisco, aunque en diferentes periodos. La de entonces era su cuarta residencia tapatía y, a diferencia de las anteriores, la suerte comenzaba a sonreírle. Ahora era dueño de su propia existencia, tenía un proyecto de vida y contaba con una independencia económica gracias a un empleo cómodo y no mal remunerado en la burocracia federal: ganaba ciento cincuenta y dos pesos mensuales, que para entonces era un sueldo bastante bueno, sobre todo para un joven soltero como él. Esta chamba, la cual conservaba desde 1936, como empleado de la Secretaría de Gobernación, había podido adaptarla incluso a sus intereses personales.

     Fue por deseo suyo y por la influyente intervención de su tío paterno David Pérez Rulfo, a la sazón director de la Penitenciaría del Distrito Federal, que en 1941 consiguió su traslado a Guadalajara, para trabajar en la Oficina de Migración de esta ciudad. El empleo era muy descansado y bastante ventajoso, pues le permitía leer y escribir a sus anchas, aun durante el horario de trabajo, y hasta recibir visitas, como las que solían hacerle con frecuencia Juan José Arreola y Antonio Alatorre, residentes también de Guadalajara, editores de la referida revista Pan y quienes trabajaban en el diario El Occidental, cuyo domicilio se hallaba muy cerca de la Oficina de Migración.2 Fue entonces cuando, además de cambiar su nombre original de Juan Pérez Vizcaíno por el de Juan Rulfo, con el que por entonces empezó a firmar sus textos, pudo también confirmarse a sí mismo que sus intereses profundos, por no decir su vocación, estaban en la escritura, como lo demostraban los tres cuentos que había publicado ese año y que tantos elogios recibieran.3 La buena etapa que vivía a fines de 1945, en la que entraba también su entusiasmo sentimental por la joven Clara Aparicio, once años menor que él, a la cual le escribía cartas que coqueteaban entre la ingenuidad («el suyo es un corazón muy buena gente») y la cursilería («hoy se murió el amor por un instante y creí que yo también agonizaba»), en nada se parecía a los años duros que en otras épocas había vivido en Guadalajara, cuando conoció todo tipo de privaciones, largos periodos de encierro, dudas vocacionales y hasta crisis existenciales.

Despertar de ser niño
Desde la edad de seis años y hasta poco antes de cumplir los diecinueve, cuando consigue emplearse en la Secretaría de Gobernación, una suerte de sino adverso había perseguido a Juan Rulfo. El comienzo de esa mala racha, que se prolongó durante casi trece años, tiene una fecha precisa: 9 de junio de 1923. Ese día, al caer la tarde, su regalada infancia,4 en el seno de una familia de la burguesía rural del sur de Jalisco, se vio sacudida por una desgracia mayúscula: su padre Juan Nepomuceno Pérez Rulfo fue asesinado por la espalda por Guadalupe Nava, hijo del entonces presidente municipal de Tolimán (Ambrosio Nava), a causa de un reclamo que el progenitor de Rulfo le había hecho al referido Nava luego de que el ganado de éste invadiera los potreros de don Cheno Pérez Rulfo. Según Severiano Pérez Vizcaíno, el mayor de los hermanos de Rulfo, la noche que mataron a su padre pudo verse un prodigio que retrospectivamente podría parecer una imagen que anuncia una premonición literaria: un llano en llamas, debido a la gran cantidad de personas que, desde distintos rumbos del inmenso Llano Grande, se dirigían a San Gabriel, iluminándose con hachones, para ir a darle el pésame a los deudos de don Cheno, quien había sido muy querido por toda aquella región.5    
     Con la falta del padre, la diezmada familia Pérez Vizcaíno (la madre María Vizcaíno y Arias y los cuatro niños pequeños: Severiano, Juan, Francisco y Eva) se recogió en la casa de la abuela materna (doña Tiburcia Arias, viuda del hacendado Carlos Vizcaíno), en San Gabriel. No obstante el duro revés que significaba la muerte de don Cheno, la situación económica de la familia, que heredó el ganado y las no pocas propiedades paternas, a las que se sumó la herencia que doña María había recibido de su propio padre, no vino considerablemente a menos. Una vecina de San Gabriel describe la amplia casa solariega que la familia habitaba en aquella población como una «casa de ricos».6 Los niños mayores, Severiano y Juan, fueron inscritos en un colegio que regenteaban unas religiosas josefinas de una orden francesa que había llegado a San Gabriel, en el que, sin embargo, el par de hermanos no permaneció mucho tiempo ni pudo adelantar en sus estudios básicos, pues el colegio fue cerrado en 1925. La causa de la clausura parece haber sido la misma que, un año después, llevó al cura del lugar a cerrar igualmente su parroquia: la persecución religiosa. Ésta, inopinadamente, le dejó algo bueno al futuro escritor: la biblioteca que, en su huida, el párroco tuvo que encargarle a doña Tiburcia, la abuela del futuro escritor. Con todo el tiempo del mundo, el párvulo de nueve años leyó lo que había en aquella biblioteca parroquial, formada en buena parte por los libros que el cura retenía para aprobar o desaprobar las lecturas de sus feligreses.7
     El año 1927 fue particularmente duro para el niño Juan Pérez Vizcaíno, el futuro Juan Rulfo. Ante la falta de un horizonte escolar en la región, la madre y la abuela decidieron enviarlo, junto con su hermano Severiano, tres años mayor que él, a un orfanato de Guadalajara: el Instituto Luis Silva, adosado al templo de Jesús María, en la esquina noreste de Morelos y Mariano Bárcena.8 No acababa de acostumbrarse al radical cambio de vida cuando supo de la muerte de su madre, acaecida el 27 de noviembre, y a cuyos funerales ni él ni su hermano pudieron acudir. A los diez años de edad Juan Rulfo era un huérfano completo, con lo que de esa forma, y parafraseando al Miguel Hernández de la «Nana de las cebollas», la fatalidad lo obligó a despertar de ser niño.9
     La vida en el Luis Silva estaba llena de privaciones. Luis Gómez Pimienta, condiscípulo de Rulfo, rememora el encierro diario, que sólo se interrumpía los domingos, cuando los internos eran guiados en un paseo por algún sitio de la ciudad. La dieta cotidiana era escasa y mala. El desayuno consistía «en un jarro de atole blanco, panocha (piloncillo) y un plato de frijoles llenos de gorgojos y dos tortillas. Los que tenían dinero comían además pan y leche [era el caso, por lo que parece, de Rulfo y su hermano]. Al mediodía comíamos siempre la misma sopa, carne echada a perder y cuatro tortillas. En la noche se repetía la ración de la mañana. […] Los sábados comíamos mejor, pues nos daban las migajas del Hotel Fénix, los desperdicios, y a comer rico».10
     Durante cinco años, que debieron parecerle una eternidad, Rulfo sobrellevó esa vida, encerrándose en sí mismo, rehuyendo de los juegos y las chorchas que armaban los demás niños, prefiriendo emplear sus largos ratos libres en la lectura y esperando con impaciencia las temporadas de vacaciones, cuando, junto con su hermano, regresaba por unas semanas a la libertad perdida: a San Gabriel y el Llano Grande, el paraíso infantil que, debido a sus largas ausencias, pero sobre todo a la desaparición de sus padres, devino edén subvertido.
     Por fin, en 1932, con quince años cumplidos, con la primaria terminada y luego de haber hecho el «sexto año doble», en el que solían llevarse algunas materias comerciales (mecanografía, teneduría de libros, etcétera), abandonó el Luis Silva sin ninguna añoranza, pues sus ilusiones infantiles se le comenzaron a hacer añicos el mismo día que llegó a aquel lugar, el cual fue para él una especie de purgatorio, que le robó buena parte de las alegrías de la infancia.11

 

Entre el seminarista y el aprendiz de escritor
De 1932 a 1934, Juan Rulfo vivió una etapa que luego se empeñó en ocultar a toda costa: su estancia en el Seminario de Guadalajara. Por motivos no del todo explicables, el autor borró de su biografía los dos años en que fue seminarista, diciendo, cuando ya era adulto y famoso, que por ese tiempo había intentado inútilmente entrar a la Universidad de Guadalajara, pero que las huelgas y los cierres que por esos años experimentó la institución se lo habían impedido.12 Es curioso cómo a partir de un hecho cierto (el cierre de la universidad tapatía) Rulfo inventó una quimera, pues aun cuando la Universidad hubiera estado abierta en ese periodo, de cualquier forma su ingreso habría sido imposible por la sencilla razón de que, pese a sus quince años, ni siquiera tenía estudios de educación media baja, pues sólo había terminado la primaria. Y en lugar de revalidar su «sexto año doble» y terminar pronto la secundaria, como cualquier estudiante que pretendiera entrar a la Preparatoria de Jalisco para luego seguir una carrera universitaria, Rulfo prefirió inscribirse en el Seminario Conciliar del Señor San José, al cual ingresó en una fecha que, irónicamente, podría hablar también, como en el poema de López Velarde, de una íntima tristeza reaccionaria: ¡20 de noviembre, aniversario de la Revolución Mexicana!
     ¿Es que en algún momento de su vida Rulfo pensó de veras llegar a ordenarse sacerdote? ¿O fueron únicamente dudas vocacionales las que lo llevaron al Seminario y más tarde, al caer en la cuenta de que aquello no era lo suyo, decidió renunciar a la carrera sacerdotal y convertirse en un défroqué prematuro? La historia del Rulfo seminarista la ha contado escuetamente un condiscípulo suyo, Ricardo Serrano Ríos: «Número de Colegio 32. —Alumno: Pérez V. Juan. —Parroquia de origen: Sayula. — Fecha de nacimiento: 16 de mayo de 1917. —Fecha de ingreso: 20 de noviembre de 1932».13 Rulfo no entró a primer año sino a segundo, tal vez porque, como supone Antonio Alatorre, «ya tenía quince años y medio, y en general los alumnos de primero tienen doce o trece, quizá también porque de algo le habrá servido el “sexto año doble” del orfanatorio».14 Al igual que en el Instituto Luis Silva, en el Seminario no fue un alumno muy aventajado. En 1934, cuando cursaba el tercer año, no debían de ser pocas sus dudas sobre si seguir o no en el Seminario. Es probable que sus malas calificaciones (en agosto de ese año reprobó el examen de latín, la materia más importante de todas) lo hayan llevado a tomar una determinación drástica: no se presentaría a examen extraordinario y pondría fin a su etapa de seminarista.
     Recién exclaustrado, decide regresar a San Gabriel, que acababa de cambiar de nombre (oficialmente fue rebautizado como Ciudad Venustiano Carranza), donde su hermano Severiano era ya un próspero hombre de campo. Pronto descubrió que las faenas agrícolas y ganaderas tampoco eran lo suyo. Quienes atestiguaron su regreso (parientes y vecinos de San Gabriel y Apulco) no lo recordaban arriando ganado ni componiendo lienzos ni labrando la tierra, sino haciendo otro tipo de cosas: «se amanecía leyendo y tomando café a la luz de una vela».15 Tal vez, como llegó a suponer don Federico Munguía, el insigne cronista de Sayula, haya sido por entonces cuando, contemplando desde el Llano Grande la magnificencia del Nevado de Colima y del Volcán de Fuego, le naciera su ulterior afición al montañismo y a la fotografía. Pero lo más seguro es que en ese escaso año y medio que pasó en la tierra de sus mayores, sin tener todavía claro un proyecto de vida, sin darse cuenta ya se estuviera nutriendo de las historias, consejas, ambientes, dichos, nombres, giros idiomáticos, paisajes… que años después madurarían en sus dos libros capitales.
     Para fines de 1935, con dieciocho años cumplidos, Rulfo se mudó a la Ciudad de México, estableciéndose en la casa de su tío paterno, el capitán David Pérez Rulfo, quien trabajaba para el general Manuel Ávila Camacho, a quien había conocido cuando fue encargado de la pacificación de Sayula y su región, durante la Guerra Cristera, y quien por entonces era subsecretario de Guerra y Marina, y cinco años más tarde llegaría a la presidencia de la República. Rulfo entró a trabajar a la Secretaría de Gobernación precisamente por una recomendación de Ávila Camacho.16 En dicha dependencia federal conoció a Efrén Hernández, quien al poco tiempo se convierte en su gurú literario. El autor de Tachas descubre su gusto por la ficción narrativa y lo tallerea: guía sus lecturas, lo anima a escribir, le corrige vicios y le celebra aciertos. También será quien le publique su primer cuento, «La vida no es muy seria en sus cosas», en la revista América, patrocinada por la Secretaría de Educación Pública, de cuyo consejo editorial formaba parte el propio Hernández.17

El llamado de las letras
En 1939, luego de cumplir tres años como «archivista de cuarta» en la Secretaría de Gobernación, Juan Rulfo solicitó a sus superiores «una licencia sin goce de sueldo, por cuatro meses, a partir del día primero de octubre», debido a que «tengo que ausentarme de esta Capital para el arreglo de asuntos particulares».18 La licencia se le concede y Rulfo se traslada a Guadalajara, donde reporta un domicilio: «Prisciliano Sánchez # 625», probablemente la casa de la tía paterna que se hizo cargo de su hermana Eva, a la muerte de la madre de ambos. Alatorre cree que los «asuntos particulares» aducidos por Rulfo eran en realidad una novela en la que trabajaba por entonces (El hijo del desconsuelo), que a la larga terminó abandonando, pero de la que ha sobrevivido un magnífico fragmento, el cual es un cuento redondo: «Un pedazo de noche». Al final de este relato aparece una fecha: «Enero de 1940», precisamente cuando Rulfo concluía su tercera residencia tapatía (de principios de octubre de 1939 a fines de enero de 1940).
     El 2 de febrero de 1940 se reintegra a la Secretaría de Gobernación en la Ciudad de México. Al año siguiente hace una nueva solicitud, pero ya no para pedir licencia, sino para que se le comisione a Guadalajara «en alguna de las oficinas dependientes de esta Secretaría».19 Aunque en un principio la respuesta es negativa, la intervención del referido capitán David Pérez Rulfo consigue que su sobrino sea finalmente comisionado a la Oficina de Migración en Guadalajara, con el mismo sueldo que tenía en la Ciudad de México.
     ¿Qué llevó a Rulfo a volver a Guadalajara para la que sería su cuarta y penúltima residencia tapatía,20 la cual se extendió de junio de 1941 a febrero de 1947? ¿La búsqueda de un ambiente menos estresante que el de la Ciudad de México, donde enfermaba con frecuencia de gastritis, enteritis infecciosa y otros achaques? ¿Tener más tiempo para leer y escribir, así como la búsqueda de una vida familiar mucho más grata y reconfortante?21 Es probable. Lo cierto es que no se vuelve a saber de él sino hasta dos años después, cuando a fines de 1943 le pidió al escritor laguense Alfonso de Alba, quien por entonces trabajaba en el recién creado diario de la capital jalisciense El Occidental, que le presentara a Juan José Arreola, de quien seguramente había leído los cuentos que éste acababa de publicar en la revista capitalina Letras de México («Un pacto con el diablo») y en la tapatía Eos («Hizo el bien mientras vivió»). Pero no obstante estar radicado en Guadalajara, sigue en contacto con Efrén Hernández, al que mantiene al tanto de lo que está leyendo, escribiendo y publicando.
     Luego de ser presentado con Arreola y Alatorre, comienza el trato de Rulfo con varios de los escritores tapatíos de la época: aparte de éstos, con Arturo Rivas Sainz, Miguel Rodríguez Puga, Adalberto Navarro Sánchez y el ya mencionado Alfonso de Alba, autor recordado por El alcalde de Lagos, un clásico de la literatura regional. Con todos ellos solía reunirse en la tertulia semanal de la Farmacia Rex (esquina noroeste de Escorza y Pedro Moreno) que animaban las hermanas Díaz de León, hermanas de un influyente político tapatío, Enrique Díaz de León, quien fue el primer rector de la Universidad de Guadalajara, luego de su refundación en 1925. Para sorpresa y admiración de la fauna literaria tapatía —quizá también para envidia de más de alguno—, que creía conocerlo lo suficiente e imaginaba que sólo era un lector empedernido de novelas gringas, Rulfo da a conocer sus primeros cuentos. También frecuenta algunos sitios de Guadalajara como la Librería Font (Colón y Morelos) y el Café Nápoles (Juárez y Galeana). En este último sitio, al igual que Dante Alighieri en el Ponte Vecchio, tiene una nobilissima visione: encuentra a su Beatriz: la joven tapatía Clara Aparicio, que por entonces era casi una adolescente, a la que cortejará durante cuatro años y a quien desposa el 24 de abril de 1948, en el templo del Carmen de Guadalajara.22
     Para entonces, Rulfo había vuelto a la Ciudad de México y renunciado a su empleo en la Secretaría de Gobernación (ahora trabajaba en el departamento de ventas de la fábrica de llantas Goodrich-Euzkadi); había publicado otros cuentos más, como «Es que somos muy pobres» y «La cuesta de las comadres», con lo que seguía avanzado en la conformación de la que sería su primera obra maestra: El llano en llamas.

Notas

  1. A principios de 1945, Juan Rulfo le escribe desde la Ciudad de México a Clara Aparicio: «Ando arreglando el asunto de mis sueldos y quiero ver, de paso, si es posible dedicarme a librero allá en Guadalajara» (Juan Rulfo, Aire de las colinas: cartas a Clara, Plaza y Janés, México, 2000, p. 29). La idea de abrir una librería en esta ciudad, proyecto que finalmente no prosperó, tal vez se la haya inspirado un compañero suyo en la Secretaría de Gobernación, el cuentista Efrén Hernández, algunos años mayor que él y quien era su mentor literario. Por ese entonces, Hernández tenía una librería en la Ciudad de México: «Efrén, que tenía rasgos comunes con Juan [Rulfo], era dueño de una librería, Nicómaco, cerca de la catedral, por el Carmen» (Juan José Arreola, Memoria y olvido, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994, p. 120).
  2.                    Juan José Arreola describe el cubículo de Rulfo, en la Oficina de Migración (esquina noreste de Madero y Maestranza), como un lugar lúgubre en el que no cabía «más que un escritorio con maletas, un tintero inexistente, una máquina de escribir que no funcionaba, y Juan allí sentado, leyendo […] Nos veíamos todos los días. Yo llegaba a media mañana o a media tarde […] no le caía un marchante más que cada quince u ocho días […] Más que los encuentros diarios, los encuentros tremendos eran los domingos en la tarde […] Nos íbamos Antonio Alatorre, Juan Rulfo y yo a caminar, a las afueras de Guadalajara» (Juan José Arreola, entrevistado por Vicente Leñero, Federico Cambpell, Juan Miranda y Armando Ponce, en Rulfo en llamas, Proceso/Universidad de Guadalajara, México, 1988, p. 206).
  3.  «Nos han dado la tierra» se publicó en el número 2 de Pan, correspondiente al mes de junio de 1945; «Macario», en el número 6, de noviembre de ese mismo año. Sin embargo, otro cuento, que Rulfo nunca incluyó en El llano en llamas, apareció antes que los anteriores. Se trata de «La vida no es muy seria en sus cosas», publicado en América (núm. 30, junio de 1945), revista que dirigía en la Ciudad de México Efrén Hernández. Arreola y Alatorre, editores de Pan y quienes ignoraban que Rulfo escribiera, fueron de la sorpresa al entusiasmo cuando leyeron el original de «Nos han dado la tierra». El comentario de Arreola fue: «Si éste [Rulfo] sigue así, va a acabar con el cuadro» (Juan José Arreola, Memoria y olvido, p. 119). Antonio Alatorre, por su parte, recuerda: «Arreola y yo fuimos, desde el primer momento, decididos admiradores suyos. “Desde el primer momento” significa desde ese junio de 1945 en que Rulfo, después de leer en su casa el núm. 1 de Pan, puso en nuestras manos unas cuartillas y, como desentendiéndose del asunto, con aquella como brusquedad tan suya, nos dijo que ahí teníamos esa cosa, por si nos servía; y que si no, la tiráramos. Era el cuento “Nos han dado la tierra”. ¡Vaya si fue sorpresa!» (Antonio Alatorre, Eos-Pan, fce, serie Revistas Literarias Mexicanas Modernas, México, 1985, p. 224).
  4. A raíz de la muerte de Rulfo, ocurrida el 7 de enero de 1986, Felipe Cobián publicó en La Jornada, del 8 al 11 de ese mismo mes, una reveladora serie de testimonios sobre la infancia de Rulfo. Dicha serie, incluida después en un libro conmemorativo (Los murmullos, Delegación Cuauhtémoc, 1986, México, pp. 49-59), está armada con los recuerdos de personas que vivieron los acontecimientos que cambiaron la vida de Rulfo.
  5.  Federico Munguía, cronista de Sayula, población en la que, como lo demostró el propio Munguía, nació Juan Rulfo, escribe: «La noche de su muerte [la del padre de Rulfo], sigue diciendo Severiano, el llano se llenó de luces, debido a que de todos los ranchos y poblados [del Llano Grande] concurrió mucha gente a San Gabriel para participar en el velorio y los funerales» (Federico Munguía Cárdenas, Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo, Uned, Guadalajara, 1987, p. 22).
  6. Clementina Trujillo, vecina de San Gabriel, describe la casona que Rulfo y su familia ocupaban entonces con lujos inusuales como «una de aquellas grafonolas de manivela» (Luis Sandoval Godoy, «Díceres de la gente sobre Rulfo», El Informador, 18 de enero de 1986).
  7. Rulfo mismo recordaba aquella biblioteca que estuvo a su alcance: «había muchos más libros profanos que religiosos, los mismos que yo me senté a leer, las novelas de Alejandro Dumas, las de Victor Hugo, Dick Turpin, Buffalo Bill, Sitting Bull» (entrevista con Elena Poniatowska, en Juan Rulfo: homenaje nacional, inba/sep, México, 1980, p. 54).
  8. La estancia en el Luis Silva, donde Rulfo fue admitido en el tercer año de primaria, era ya su segundo periodo tapatío, pues cuando él era una criatura de brazos su familia se mudó a Guadalajara, ocupando una casa por el rumbo del Santuario, donde permaneció hasta fines de 1920. La causa de la mudanza parece haber sido el bandolerismo que asolaba el Llano Grande y buena parte del sur de Jalisco, con el terrible Pedro Zamora a la cabeza, pues tan pronto éste abandonó la zona, «en noviembre de 1920 […] para reunirse con Francisco Villa» en Canutillo, la familia Pérez Vizcaíno, a la que le había nacido en Guadalajara su tercer hijo, Francisco, regresó a San Gabriel (Federico Munguía Cárdenas, op. cit., pp. 19-22). Para entonces Rulfo ya había cumplido tres años.
  9. «Mientras cundía por todo el estado de Jalisco la rebelión cristera, veía envejecer mi infancia en un orfanatorio de la ciudad de Guadalajara. Allí me enteré también de que mi madre había muerto» (Los cuadernos de Juan Rulfo, era, México, 1994, p. 16).
  10. El propio Gómez Pimienta, quien describe al Rulfo de entonces como un niño «siempre muy pulcro, retraído y hasta medio hosco; nunca salía a jugar», dice que cada semana los internos tenían «que espulgar bien las camas y dejarlas libres de todo bicho. El compromiso era entregarle a Jacoba, la criada, todos y cada uno, diez chinches» (Los murmullos…, p. 54).
  11. Un testimonio elocuente de lo que significó para Rulfo el internado Luis Silva se halla en un texto evidentemente autobiográfico, a pesar de su disfraz onomástico: «Cuando Tránsito Pinzón cruzó la puerta del viejo orfanatorio con su valija de trapo sobre los hombros, no supo qué camino seguir. Allí afuera nadie lo esperaba. Recorrió unos cuantos pasos hacia el centro de la ciudad con la mente vacía y, al fin, recostó su cuerpo contra las rejas abiertas del templo de Jesús María, intentando ganar tiempo para ajustar sus ideas. Y así, sentado en la maleta, desanudó el negro listón en que venía atado el certificado escolar. El último, como si fuera un pasaporte para entrar a la vida. Leyó y releyó aquella imitación de pergamino donde aparecían, además del retrato, una serie de firmas ilegibles y la contundente afirmación de que había terminado su carrera. Esto, en términos generales, quería decir que ya no volvería al caserón donde transcurrieron cinco años de su vida. Ahora, en la calle, se sentía desorientado e inmóvil como una piedra tirada en cualquier camino. Si al menos le hubieran dicho a dónde ir, hacia dónde tirar en aquella ciudad desconocida o conocida apenas, de la que sabía su nombre, sus calles, sus barriadas, y la cual había recorrido miles de domingos. Una ciudad de domingos; pero sin días de semana: un lugar donde ni los lunes, ni los martes, ni los miércoles existían, ni tampoco los jueves ni los viernes o los sábados. Sólo los domingos. La ciudad de los domingos. Era como si le hubieran vaciado los demás días; colados por un cedazo o mandados al estercolero. Cinco años de puros domingos.

Recogió sus cosas y volvió a sentarse bajo la sombra de un naranjo, a mitad del atrio. Simplemente no funcionaba su cabeza. Sentía deshilvanado el cerebro. Vio los altos muros del orfanatorio, allí donde dos ventanas altas y enrejadas le habían impedido tantas veces asomarse al mundo» (Los cuadernos…, p. 17).

  1. A este propósito, Rulfo le declara a Fernando Benítez: «Llegué a México debido a la huelga de la Universidad de Guadalajara, que duró de 1933 a 1935. En la Preparatoria [Nacional] no me revalidaron los estudios» (Juan Rulfo: homenaje nacional, p. 13).
  2. Ricardo Serrano Ríos, «El seminarista Juan Rulfo», Excélsior, 29 de enero de 1986.
  3. Antonio Alatorre, «Cuitas del joven Rulfo, burócrata», revista Umbral, núm. 2, primavera 1992, Secretaría de Educación y Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1992, p. 59.
  4. Munguía, op. cit., p. 27.
  5. En su carta de recomendación, el general Ávila Camacho le dice, entre otras cosas, al jefe del Departamento de Migración de la Secretaría de Gobernación: «Tengo el gusto de presentarle a las finas atenciones de usted al joven Juan Pérez Vizcaíno, elemento sin vicios, trabajador y de una conducta intachable, por quien me intereso, a fin de que si le es posible le dé una colocación en esa Dependencia a su digno cargo» (Antonio Alatorre, op. cit., p. 60).
  6.  Muchos años después, Rulfo recordaba, en la referida entrevista con Poniatowska, lo determinante que había sido para él Efrén Hernández: «Un día me dijo: “¿Qué está usted haciendo allí con todos esos papeles escondidos?”. “Pues esto”. Y le enseñé unas cuartillas: “Malo. Esto que está usted haciendo es muy malo. Pero déjeme ver, aquí hay unos detallitos”. Ya ves cómo era Efrén, además de gran cuentista, pues me señaló el camino y me dijo por dónde» (Juan Rulfo: homenaje nacional, p. 55).
  7. Alatorre, op. cit., p. 63.
  8. Ibid., p. 64.
  9. Rulfo tuvo una última etapa tapatía, la cual se extendió de fines de 1961 a principios de 1963, cuando trabajó para Televicentro de Occidente-Canal 4 de Guadalajara como seleccionador y adaptador de cuentos y relatos, preferentemente mexicanos, para la televisión, dirigidos y actuados por gente de teatro de Guadalajara como Ernesto Pruneda y Francisco Aceves. También se encargó de la preparación de un proyecto editorial del que sólo aparecería un título, publicado en 1962 con el patrocinio de la propia televisora: Noticias históricas de la vida y hechos de Nuño de Guzmán, de José Fernando Ramírez, «selección y prólogo de Juan Rulfo».
  10. La casa en la que ahora vivía Rulfo, por la calle de Tolsa, debió de ser el nuevo domicilio de su tía paterna de Guadalajara. Alatorre la describe como «una casa que me infundía respeto, muy distinta de la de Arreola (y no se diga de la mía, pues yo no tuve en Guadalajara un cuarto mío, una mesa y una silla mías). En la biblioteca-dormitorio de Rulfo reinaban el orden y la pulcritud. Recuerdo, en una de las paredes, una buena copia de Gaugin. Recuerdo una preciosa foto de Dorothy McGuire, con su cristal y su marco. Y recuerdo los muchos libros, bien cuidados, bien acomodados en la estantería. […] Además, Rulfo poseía tocadiscos, lujo que ni Arreola ni yo hubiéramos soñado» (Alatorre, Eos-Pan, pp. 234-235).
  11. Según Alberto Vital, Rulfo, al igual que le había sucedido siete siglos antes a Dante Alighieri con Beatrice Portinari, conoce a Clara Aparicio cuando ésta, su mirabile donna, era casi una niña, «hacia 1941» (es decir, recién llegado a Guadalajara), «cuando ella tiene sólo 13 años» (Alberto Vital, en Aire de las colinas…, p. 13). Pero el momento importante ocurre tres años después, cuando, según el recuerdo del propio Rulfo, se encuentra a su Dulcinea del rebozo, «una tarde en que [Clara] estaba comiendo un platote de pozole en el Café Nápoles» (Aire de las colinas…, p. 80) y en esta ocasión no se queda con las ganas de hablarle y de comenzar a cortejarla.

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