Hágase usted mismo [fragmento] / Enzo Maqueira

El camión de la basura todavía pasa a las once en punto; y hace el mismo ruido que antes cuando pisa el pavimento roto: piedras, nubes de polvo, el acoplado contra los pozos de la esquina. Lunes. Tres días en San Benito. Empieza la semana. Pasó toda la mañana buscando formas de distraerse para no pensar que Martina debía estar en la clínica haciéndose los análisis. En el autoservicio consiguió el número de un tipo que arregla termotanques y la dirección de un negocio que vende colchones. Llamó al tipo del termotanque, pero el celular daba apagado. Barrió las habitaciones, la cocina y el living. Limpió el baño. Terminó justo a tiempo para sacar la basura a la vereda. Las once y dos minutos. El sol sobre la copa de los eucaliptus. En una semana, quizás un poco más, van a estar los resultados de los análisis de Martina. Hojas secas, dos envases usados de lavandina, un trapo de piso marrón después de desinfectar cada rincón de la casa; los huesos del cordero que comió anoche. Tiró todo en una bolsa que los basureros acaban de hacer volar hasta la boca del camión. El olor a basura quedó flotando en el aire. No alcanzó a ver si el camión era de la misma empresa de residuos de antes, pero el uniforme de los basureros tenía el mismo color. El abuelo había muerto. La abuela no se quería mudar a Buenos Aires. Mamá contrató a una señora que la cuidara y a uno de los basureros para que regara el patio. Se llamaba Jesús: ojos celestes, pelo corto, uniforme bordó. La abuela se mandaba la parte con que su marido peleó en la segunda guerra mundial y Jesús le contaba de su vida. Tenía un amorío con su cuñada, la hermana de la mujer, pero no quería separarse. Una tarde había venido todo pachucho porque la esposa se había enterado. Lo echó de la casa, no le atendía el teléfono. A los dos meses se mandó a mudar con los dos hijos a otra provincia. La abuela contó la historia en la cena. La señora que la cuidaba tenía vacaciones mientras mamá y él estuvieran en la casa. Mantenían los mismos lugares que cuando vivía el abuelo: mamá a la izquierda, la abuela en la otra cabecera, una silla vacía. Daba bronca que la abuela hablara tanto de Jesús, que gracias a él tengo el patio verde, y Jesús una cosa y Jesús la otra. ¿Cómo se llamaba la señora que cuidaba a la abuela? Por lo menos los recuerdos lo distraen. Aire de mar. Las nubes taparon el sol. Abrir el enrejado y pisar el boulevard para forzarse a entender que la espera recién empieza. ¿Quién era que lo recomendaba? ¿Chopin? ¿Pasear por el bosque como método de inspiración? Hágase usted mismo, diría el abuelo. Son las once y seis de la mañana. En San Benito el tiempo pasa demasiado lento. Debe de ser por eso que el cuerpo lo empuja hacia la sombra brillante del monstruo.

*

La casa de chapas rojas, los álamos, el gimnasio que nunca se terminó de construir. Ese perfume a arcilla, matas y tierra seca. Un descampado donde el terreno empieza a elevarse. Pero eso era antes, porque ahora hay un barrio de casas de dos pisos y puertas que dicen «Welcome». El monstruo era el guardián del desierto. Un kilómetro, por lo menos, de lado a lado; doscientos metros de altura. Una vez con Leandro treparon por las rocas que llevan a la cueva. No tenían agua, ni siquiera sabían cómo iban a bajar. Había otras cosas por las que preocuparse: las historias de extraterrestres, imaginar cómo era ese desierto cuando lo cubría el mar, planear la forma de ponerle un somnífero en la bebida a Patricia Parfait. A él le daba orgullo subir el cerro al mismo ritmo que Leandro, que estaba acostumbrado a las espinas de las matas y al viento que te hace perder el equilibrio y rodás para abajo. ¿Viste ahí?, Leandro señalaba un trampolín de cascotes de arcilla, ahí si te caés te abrís la cabeza contra las rocas. Habían pensado llegar a la cueva antes de que oscureciera, prender una fogata y pasar la noche explorando los túneles. Tenía que ser rápido, antes de que se murieran de sed. La única posibilidad de encontrar agua en el desierto era comiendo los ojos de los reptiles. ¿Iban a cazar un matuasto y comerlo crudo? Leandro decía que ya lo había hecho, pero cuidado, porque si un matuasto te muerde no te suelta más. Un viejo se había muerto de gangrena por culpa de un matuasto que no lo soltó. Pero cuando llegaron a la cueva les pareció una porquería. Ni túneles ni nada. Era un techo, una roca un poco más grande cubierta con las mismas ostras petrificadas que había por todo el cerro, botellas en el suelo, un olor a pis que les hizo dar arcadas. Leandro dijo que seguro era la casa de algún linyera. Agarró una ostra y la empezó a tallar con una piedra. Quería hacer un cuchillo por si tenían que defenderse. Enseguida tuvieron sed. El sol empezaba a esconderse. Después de un rato decidieron que mejor no se quedaban a pasar la noche en el cerro. Bajaron por el trampolín de arcilla. Por el culo del monstruo, dijo Leandro y los dos se tentaron de la risa y casi pierden el equilibrio.
      Después de las casas de dos pisos, sí: lo que quedó del descampado. El camino de las rocas sigue subiendo hasta la cueva. Otro día lo va a intentar. Llegar a la cueva y bajar por el culo del monstruo; explorar los tanques de petróleo, los dos que estuvieron siempre y otro más. En el tanque más grande apareció Jesús. Unos chicos que estaban jugando en el cerro vieron una tela bordó flameando; cuando fueron a ver era un hombre que se había ahorcado. La abuela se enteró por el noticioso: la cara de Jesús en la pantalla, una foto que se le veía la tristeza, dijo la abuela, que no había llorado por la muerte del abuelo o, mejor dicho, que él no había visto llorar más que de lejos, subido a su rama sagrada en el manzano del patio; y esa noche, en cambio, la abuela hablaba de Jesús y se limpiaba los ojos con la servilleta: yo le rezo mucho, decía a cada rato, le rezo mucho, le pido a la Virgen.
      Escombros, chapas, bolsas de nailon prendidas de las matas. ¿Seguirá habiendo matuastos? Da vuelta una chapa aunque sabe que los matuastos viven en lo más alto del cerro. Bolitas de caca de liebre. Da vuelta otra chapa y encuentra una lagartija. Antes le hubiera disparado con la gomera, o se la hubiera llevado para meterla en un balde con agua. Eso les hacía a los matuastos: se les hinchaba el cuerpo, flotaban durante días; nunca supo si se morían ahogados o se morían de hambre. La lagartija quieta entre unas ramitas. Vuelve a cubrirla con la chapa. Tantos años y recién ahora se da cuenta de que la abuela murió poco tiempo después que Jesús, junto con todas las plantas del patio, que también se fueron secando.

*

¿Y si Martina no se hace los análisis? Es una posibilidad. ¿Por qué está tan seguro de que conoce a Martina? Ella podría haber pensado lo mismo de él y sin embargo nunca lo conoció verdaderamente. O sí, pero siempre hubo una parte que él le ocultaba. Tenía razón cuando se ponía celosa. No todas las veces, pero tenía razón. Igual ya es tarde para arrepentirse. Ahora hay que esperar y rezar porque los análisis salgan bien. Y si no quiere que la espera sea insoportable su única preocupación tiene que ser sentarse a escribir el guión de su primera película. ¿O no vino para eso a refugiarse en la casa de sus abuelos en la Patagonia? Para olvidarse del terror de la espera, para convertirse en artista y experimentar la libertad, quizás por última vez. Saborear sus costillas de cordero sin nadie que lo apure, ninguna bocina que lo haga saltar de la silla, ni mirar noticieros, ni salir a la calle y encontrarse rodeado de desconocidos que en cualquier momento podrían matarlo. Dormir la siesta, despertarse con el sol en la cara, regar el patio; hoy, mañana, cada día hasta que el patio parezca una jungla otra vez y los jilgueros vuelvan a picotear entre las hojas de los árboles. ¿Pero qué va a ser de él si los análisis de Martina dan positivo? Ya verá cuando llegue el momento. Por un par de horas hará lo que debe hacer. Comprar las costillas, masticarlas despacio, chuparse los dedos embadurnados de grasa y de sal. Cuando sea hora de comer prenderá el teléfono para llamar al hombre que arregla termotanques pero la llamada tampoco podrá ser realizada. Decidirá que lo mejor es dormir una siesta antes de ponerse a escribir. Querrá cerrar los postigos de la ventana de la habitación y será como si una bomba estallara en su cabeza. ¿Es cierto lo que ven sus ojos? Correrá descalzo y con los pantalones desabrochados. Abrirá la puerta de la cocina, salir al patio, correr hasta entender que es real como puede ser algo que jamás estuvo ahí: el vecino levantó un muro de ladrillos contra el manzano, dos metros de alto, el cemento todavía fresco. El vecino debe de haber aprovechado que él estuvo un rato fuera de la casa. Fue apenas un rato, pero el tiempo en San Benito… El manzano está intacto. Lo peor es que ya no se ven los cerros en el horizonte. No desde el patio, tampoco desde la ventana de su habitación. Y no hace falta que lo piense. El cuerpo recuerda los movimientos: el pie derecho en la protuberancia del tronco, una rama en la mano derecha, agarrarse con la otra mano, trepar, el salto en dos pasos. El trono de sus veranos, su rama sagrada, desde su rama sagrada todavía existe el paisaje que el vecino arruinó levantando un muro donde había un cerco. El cielo, los cerros, las nubes. Su paisaje más hermoso y más triste. Un tributo a El Principito, un homenaje a Saint-Exupéry, que volaba su avioneta sobre la Patagonia llevando el correo postal. ¿Cursi? Probablemente. Lo único que puede asegurar (y respira hondo para absorber el aire que llega desde el desierto, las pocas hojas marchitas que cuelgan del manzano, el mar que viene del este), lo único que puede asegurar, repite en voz baja, es que se va a convertir en el cineasta más importante de la Historia. Haber sido capaz de subir a la rama sagrada le devuelve sus superpoderes. Visión hasta el infinito. ¿Oído? Las olas rompiendo en la playa, el hierro de las extractoras de petróleo en el cerro. ¿Cómo las llamaba la abuela? «Catitas». La rama sagrada le otorga el don de la supermemoria. El monstruo recortado contra el fondo; las casas de chapas, las más viejas del barrio, y los chalets nuevos y nadie en ninguna parte. La única vez que hubo gente en San Benito fue ese verano que se hizo amigo de Leandro. Ahí aparecieron los otros chicos, las bicicletas, la vez que se subieron a la camioneta del padre de Patricia Parfait y le hicieron la guerra de bombitas de agua a los del barrio de enfrente. Abajo, el cerco que sacó el vecino tirado del otro lado del muro. En la casa de al lado vivían los Cuchiculione. Se espiaban de un patio al otro pero nunca se hablaban. Ellos en el arenero; él desde la rama sagrada. Fueron dos veranos. Al tercero la familia Cuchiculione ya se había ido de San Benito. Hay un palo donde cuelga la correa del perro y unos ladrillos, más bolsas de cemento, y los pétalos de unas flores amarillas que asoman desde la calle. Tampoco ahora hace falta que lo piense. Un pie en la protuberancia del medio, colgarse con el otro brazo, salto, rebote, salto. Caer parado, perfecto, contra el suelo del patio. Y vuelve a tener doce años cuando abre la puerta del fondo y sale a la calle de atrás para encontrarse con la retama que abraza como si fuera el abuelo que lo estaba esperando. La casa de al lado llevaba tiempo sin inquilinos; una tarde, antes de que lo internaran, el abuelo manejó hasta el vivero, trajo la retama, la plantó en un pozo que cavó en la vereda, la regó hasta que ya no tuvo fuerzas. La abuela decía que lo había hecho para delimitar los terrenos y que todo quedara en orden cuando él no estuviera. Mamá pensaba que era al contrario: que el abuelo quería conquistar un nuevo territorio. Acariciar las ramas y las flores amarillas. Debería llevarle esas flores al abuelo. ¿Cuándo fue la última vez que lo visitó? Cuando murió la abuela. Los dos, con mamá, en el Dahiatsu; estuvieron poco tiempo en el cementerio; fueron a despedirse de las dos tumbas antes de cerrar la casa. Corta una flor y vuelve a entrar al patio. Filmar la espera. La necesidad de seguir adelante. Sin embargo no sabe cómo. El muro que levantó el vecino, esos ladrillos, le dicen algo que no alcanza a entender.

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