Crónica de feroces amantes* / Geney Beltrán Félix

Mientras juega con sus jóvenes amigos, los soldados alemanes, la pequeña Bárbara de Primer amor, novela corta publicada por Elena Garro en 1996,cae en cuenta de que su madre no podrá nunca corresponder a la pasión de uno de ellos, Siegfried. En compensación, le nace el impulso de decirle: «Siegfried, yo te quiero mucho». El muchacho recoge una piedra y se la entrega con las palabras «Éste es mi corazón».

     También hay un corazón en otra de las novelas cortas que Garro dio a las prensas ese mismo 1996, y esto desde el título: Un corazón en un bote de basura. Con el intento de ofrecer disculpas por su conducta irascible luego de hacer el amor, André hace llegar a manos de Úrsula una joya antigua, un corazón de plata «del tamaño del puño de un niño» que expresa por su cuenta algo de lo que el propio muchacho, aún prendido de la educación misógina que recibió, no sabe decir.
     Son gestos de ternura como esos dos los que no se hallan en Reencuentro de personajes (1982). Es ésta una de las novelas más descarnadas que Elena Garro escribió en sus variadas exploraciones de las parejas destruidas. Dejando de lado el espesor metaliterario que la autora quiso asignarle a su historia, y que se vuelve explícito en las últimas páginas (sus personajes serían reelaboraciones de otros hallados en Tender is the Night, de F. Scott Fitzgerald, y Brideshead Revisited, de Evelyn Waugh), destaco en estas páginas el penetrante, puntilloso, a ratos asfixiante estudio de caso de un vínculo mujer-hombre en el que ambas partes son, en desigual medida ciertamente, verdugos y víctimas de las maneras rabiosas del amor en la modernidad, entre el fracaso de la institución matrimonial y la aún lejana lucha de liberación social de la mujer. Reencuentro de personajes representa con generosa pluralidad de pormenores el infierno de dos amantes que se detestan con la misma intensidad con que sienten pavor de separarse. A ratos la historia, de tan despiadada en su tratamiento del encono, parecería desprenderse de una visión por entero sombría de la existencia, como si un vínculo disfuncional de pareja supusiera una forma de hecatombe, de ese rito sacrificial al que los seres humanos, en el agrio viaje de vuelta del amor, entre las rémoras del rencor y la vileza, están destinados.

La degradación del amor
Habría que aclarar, por supuesto: nada ocurre en el limbo. La historia nos refiere a la década de 1950. Los dos protagonistas son mexicanos que recorren un hotel tras otro en varias ciudades de Europa, hasta instalarse en un departamento en París. La pareja está formada por Verónica, una joven de clase media que huyó del lado de su esposo, y Frank, hombre de arrebatos que lo mismo pasa de la patanería al llanto al chantaje, pues no sabe lidiar, por lo menos no conscientemente, con su complejo de Edipo, su impotencia y su inclinación homosexual.
     Narrado en tercera persona, casi todo el texto se sostiene en la percepción de Verónica. No es ingenua esta elección: Reencuentro de personajes es una novela psicológica que ejerce las prerrogativas de conocimiento conciencial que la vertiente ofrece, de Tolstói a Fitzgerald; sobre todo, Garro se apoya en el discurso indirecto libre, que hace ver con persistencia a su protagonista, Verónica, hundida en los duros ánimos del terror y la denigración de sí. La relación alienante con Frank la aísla por entero de cualquier contacto con su familia y su pasado, le fractura la autoestima, la lleva a la depresión, la autoconmiseración y el odio, le hace nacer y cumplir impulsos no menos violentos que los de Frank —en una escena ella lo agarra a patadas sin que él se defienda—, y termina clausurándole en la psique el menor camino hacia el afecto, la confianza y la fe en el futuro. Las imágenes insisten en trazar los perfiles de un ser llevado a los linderos de la anulación existencial, empezando por la percepción que de sí tiene en lo que respecta a su fisionomía («Casi no se reconocía en los ojos aterrados y los cabellos en desorden que encontraba en los espejos»), su naturaleza física («Estaba exhausta, le pareció que el cuarto se llenaba de niebla y que el cuerpo le pesaba como si llevara a cuestas un cuerpo que no era el suyo») y su definición como ente social («Ahora pertenecía a una especie nueva, no parecía una señora, ni una obrera, ni una prostituta»).
     ¿Cómo pudo llegar a todo esto? En el origen se halla, por un lado, la candidez de quien creciera en un hogar amable. «“Esta chica ve todo color de rosa, se llevará un frentazo”, repetían las hermanas de su madre». Educada, pues, en una familia feliz, Verónica decidió casarse contra el parecer paterno, y luego escapó de su matrimonio sin plantearse nunca cómo sería, en términos reales, su amorío con Frank. Decisiones tan arrebatadas y fantasiosas las paga pronto con la decepción. Frank es representado como una pareja de humores mutables, un hombre egoísta y manipulador que no se recusa jamás al placer de insultarla, llevándola así a regiones de su espíritu que ella no conocía: «Nadie antes la había llamado puta. Frank lo hacía siempre que fallaba en algo o siempre que algo lo violentaba. Verónica sintió que dentro de sí la palabra puta abría la espita del odio y se volvió a ver a aquel hombre… “Es un salvaje, un infeliz salvaje. Cuando pueda tomaré venganza, me lo juro”, se dijo».
     Cruzado por la revelación de que su madre habría tenido una conducta promiscua luego de quedar viuda, Frank recurre a un arma propia del repertorio patriarcal: la acusación genérica. El menor rasgo de Verónica abre el camino para que él señale faltas pretendidamente habituales en las mujeres; sobresale en ese renglón un estigma del deseo sexual:

—¡Quiero ir a peinarme!
—Las mujeres son despreciables, sólo piensan en componerse para atrapar macho.
—¡Estúpido! ¿Y por qué tú vas al peluquero!
—Es distinto, por higiene…

Sociópata al fin, Frank es un hombre incapaz de abrirse a los otros. Además, en cuanto que el sexo deviene un orbe dominado por la insatisfacción, todo se suple entonces con otra forma del dominio; el varón debe tener bajo sus manos la libertad de la mujer, impedirle el mínimo chance de movimiento o siquiera de decisión. Esto se manifiesta, por ejemplo, en su apremio por estarla tocando, más que nada en público: «Necesitaba tocar algún cuerpo, era el único puente entre él y el mundo; cuando interrumpía el contacto físico se encerraba en un mundo peligroso».
     El esbozo que he glosado de Frank se presenta en una secuencia de hechos, a cuál más pesadillescos, que parecerían en cada caso haber tocado el grado máximo de la humillación. Y, sin embargo, la narrativa continúa, escarbando con mayor énfasis en las profundidades del agravio, ya sea a través de gritos, persecuciones, desplantes, emboscadas, improperios: «para Frank», piensa la mujer, «el amor era la degradación del ser amado, ni siquiera era la destrucción».

No había nadie y, sin embargo, la miraban
Por lo dicho hasta aquí, la conducta no podría ser definida sino como patológica: él no tolera vivir sin ella, pero tampoco acepta el pensamiento de que ella no viva con él. Esto atañe también a Verónica: ella querría cortar con el hombre, pero se ha convencido a sí misma, y esto sin más pruebas, de que —por el escándalo y el descrédito— ha perdido toda rendija para el regreso con su familia y a su país, además de que depende, en el rubro del dinero, por completo de los hombres: primero de su padre, después de su esposo y ahora de Frank.
     Este último apunte es revelador de la época y la sociedad a que refiere la existencia ficcional de Verónica. Como es común en las mujeres de sus últimas obras, Garro las ubica en ese escenario histórico previo a las luchas de liberación de la mujer y en las que las oportunidades de realización profesional eran muy escasas. Esto explica que el dinero sea uno de los elementos ineludibles del lazo de Verónica con Frank: él es un tipo millonario que se enreda en turbios y al parecer fecundos negocios con la mafia mientras hace creer a cuantos se le acercan que Verónica lo está llevando a la quiebra, aunque en realidad la somete día tras día en los bajos abusos de la penuria.
     El dinero tiene derivaciones simbólicas. Cuando, al final de la segunda parte, Verónica cree por fin haber escapado —sale en tren de Florencia a Lausana—, hay en ella la intuición de que difícilmente, ni en el mejor de los refugios, habrá de darse por libre cien por ciento; Frank ha tenido un influjo tan incisivo en su psique que cualquier mirada masculina parecería replicar el efecto de la mirada de aquél: «Al entrar en el café sintió que alguien la miraba con intensidad; se volvió para encontrar los ojos que la veían, pero no vio a nadie. Incomodada, pidió un café; la seguían viendo no sabía quién ni desde dónde, pero la veían […] Tal vez la miraban desde la calle. Pidió unos cigarrillos, fumó haciéndose la desentendida, pagó y salió veloz; no había nadie y, sin embargo, la miraban».
En distintas obras Garro se detiene en el peso de la mirada masculina sobre el cuerpo y el destino de una mujer: se trata de una suerte de prótesis del varón, y es una extensión por lo tanto de su poder, su dinero, los atributos que lo sostienen en el centro del sistema patriarcal, y que se insertan en la conciencia de la mujer que se sabe mirada —y, así, constreñida, acosada— por el amante, el marido, el pretendiente, el simple peatón. La paranoia, un rasgo que hermana a muchos de los personajes femeninos de Garro, se ve agudizada por la presencia de hombres anónimos viéndolas con atención, o incluso siguiéndolas, por las calles. Y ya desde la infancia misma las creaciones de Garro aprenden las dinámicas de este lazo inasible pero poderoso: «en el vagón comedor Bárbara vio al señor que desde la mesa vecina observaba la manera como su madre comía una pera», se lee en el comienzo de Primer amor, cuando Bárbara inicia su agrio aprendizaje sobre el exiguo lugar de su madre en el mundo.

El tiempo de la expulsión de los ángeles
De visita en el Palacio de los Médici, en Florencia, Verónica se dirige a los frescos de Benozzo Gozzoli. Contemplar el «luminoso cortejo de los reyes y los ángeles» la entristece. «Ese mundo de gracia alejado del mal la dejó melancólica». De un modo similar a lo que ocurre a los dos personajes principales, madre e hija, de Andamos huyendo Lola, a Verónica la desolación de su estado presente le fomenta no la prospección de un futuro en que pueda disponer de su vida y su cuerpo sin dar cuentas a nadie sino la ensoñación acrítica de un pasado remoto, en este caso, del Renacimiento. Las obras de Gozzoli le hacen ver «caminos transitados por príncipes angélicos y arcángeles principescos. “Hemos expulsado a los ángeles”, se dijo, y pensó en la miseria de su vida, en el hotel y en la cama que cada noche se volvía más sórdida». En otro momento, la joven pone el pensamiento en el ayer de su infancia, en el núcleo de la familia donde aún no se manifestaban las rencillas ni las restricciones: volver a los orígenes se le vuelve la única forma de evadirse de una realidad insoportable. Para Verónica este impulso se halla reducido al deseo de volver a ver una fotografía en la que, de chica, aparece con su hermano, quien emerge como una pareja ideal por asexuado, el contraejemplo cabal de su nefasto amante. Sólo en la época anterior al deseo y la juventud, puede ella concebirse en una pareja cordial y compasiva. Curiosa secuela del machismo: la única salvación de la mujer está en renegar de su cuerpo, añorando una imposible vuelta a la inocencia.
     El cuadro anterior haría suponer a Verónica una víctima sin más, llevada a la violencia y el odio contra su bondad de origen. Pero la narración no se escatima las instancias en que se representa a Verónica como un ser con falencias no poco dañinas, en primer término, para sí misma. Algunas son su tendencia a la autoconmiseración, su paranoia, su descuido con el dinero y su rampante ingenuidad, propia esta última de quien es por lo visto incapaz de aprender de su experiencia, por más que repetitiva; otro rasgo son sus prejuicios clasistas y de raza. Éstos le impiden vincularse con la otredad desde la consideración, descentrada de su circunstancia. Cuando le presentan a una mujer de clase obrera que se dedica a la literatura, Verónica piensa: «¿Cómo podía Geneviève calificar de “poetisa” a aquel ser cargado de hombros, de piernas cortas y cabellos cortados a tijeretazos?». Más adelante, cuando una amiga suya le cuenta un sucedido, «Verónica la escuchó sin ningún respeto. “Habla mal de los invitados, igual que una criada”, se dijo». En otro punto, sus miedos se cruzan con un apenas escondido racismo: «Recordó haber visto por los pasillos oscuros del hotel a varios argelinos que miraron su abrigo de piel de pantera con voracidad».
     Se trata, es cierto, de formulaciones que no salen de su mente, a diferencia de la tendencia mendaz e insultante de Frank, que sí llega al terreno de los hechos. Sin embargo, esos rasgos permiten delimitar un aspecto en la revisión que hace Garro de los vínculos mujer-hombre en su última etapa creativa: sus personajes femeninos provienen de la clase media y tienen posturas asignables a convenciones de su entorno que les impiden buscar la liberación económica a través de labores que las harían ver, a su juicio, por debajo del nivel social en el que crecieron. Estas labores son impensables para ellas, aunque día a día convivan con mujeres que las realizan para su comodidad y beneficio. Así, con todo y sus reiterados pleitos con Frank, Verónica cuenta en la extensa tercera parte de la novela con una empleada doméstica, Ivette, quien le prepara la comida y hace la limpieza. Contradictoriamente, Verónica, al tiempo que se deprime por no poder establecer contacto con su familia, se deja ver indiferente, si no es que hasta omisa, con las tribulaciones de la solidaria Ivette.
     Esta breve revisión apunta a una certeza: ni Frank ni Verónica se hallan libres de fallas nodales que les hubiesen ayudado a no caer en un vínculo tan atroz. Ni uno ni otra se ven capaces de aprender y madurar con la experiencia. Llegamos al punto en que nos preguntamos: ¿esta novela densa y claustrofóbica, esta inmersión pesimista en el infierno del desamor, es de la misma autora de Los recuerdos del porvenir, cuyo extraordinario personaje femenino Julia sí fue capaz de ofrecer una representación desafiante de la mujer que se libera de la opresión masculina?
     Ejemplo de una evolución significativa en su tránsito por los mundos de la fabulación, Reencuentro de personajes ofrece una variación en esa línea —el tratamiento del tema de las relaciones mujer-hombre— que une a la Garro de la primera y la última etapa de su escritura: aquí se representa no la huida, tampoco el desafío ante el machismo, sino la degradación paulatina del amor. Esta deriva convirtió a Verónica y Frank en dos personajes de los más complejos, exasperantemente complejos, que haya creado la literatura mexicana.

      *  Fragmento del prólogo «Elena Garro y los tiempos de la fabulación», perteneciente a la Antología de Elena Garro que publicará próximamente Cal y Arena.

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