Manoy mundo / Josu Landa

a Jesús R. Jáuregui

 

A veces me he sentido asombrado de que no

exista un «Tratado de la mano», un estudio

pormenorizado de las innumerables virtualidades

es esta máquina prodigiosa, que junta la

sensibilidad más matizada a la fuerza más libre.

Paul Valéry, Discurso a los cirujanos

 

En condiciones normales, todos los seres humanos estamos dotados de un par de manos. Importa referir esta obviedad, porque a partir de ella podemos tematizar esas extremidades, colocarlas en el campo de atención teórica, del que las sustrae el hecho de pertenecer al cuerpo propio.

Lo que llamamos mano se manifiesta, a primera vista, como un dispositivo anatómico integrado por piel, vellos, uñas, carne, huesos, venas, nervios, músculos, ligamentos… También es obvio que no basta este inventario de componentes biológicos para acceder al sentido de ese órgano. Éste vendrá dado por su modo de ser en el mundo, en consecuencia, por la manera de relacionarse con su alteridad de referencia.

Cada mano se ofrece a la mirada atenta como una especie de mecanismo orgánico capaz de realizar una muy amplia gama de funciones, de diverso signo, en su mundo de referencia. La mano toma y da, domina y libera, desgarra y unifica, crea y destruye, cura y mata, daña y place, siembra y extirpa, riega y quema, acaricia y golpea, recibe y rechaza, descubre y oculta, borra y escribe, enciende y apaga, une y separa, pule y rasga… A fin de cuentas, detrás de ésas y de miles de otras posibilidades, se observa en la mano un modo de relación con su mundo de referencia, signado por la funcionalidad, la efectividad, la utilidad, tanto en el terreno de la dinámica personal subjetiva como en el de la actividad pragmática.

En último término, esa condición funcional de la mano deriva en una creatividad de alcances cósmicos. Según la escala, el mundo de referencia de la mano puede ser la más común situación existencial, cualesquiera de las que se articulan cada día, o el universo todo de lo humano. En ambos planos, la mano interviene decisivamente en la constitución del mundo.

El papel de la mano, en la dinámica interior de cada persona, asumida como ser que representa, desea y actúa, ya fue explorado, de manera más que estimable, cuando menos, por Schopenhauer. Desde el libro primero de El mundo como voluntad y representación se tematiza y problematiza el cuerpo propio, en el entendido de que éste es el territorio en el que se anudan el orden de lo fenoménico y el de lo nouménico, en virtud de lo cual se torna posible una deducción teórica de este último como realidad absoluta. Tener conciencia del cuerpo propio posibilita, al menos, la experiencia interior de una fuerza irreductible a las determinaciones de la razón. Un nivel primario de representación del cuerpo propio viene dado por el hecho elemental de que lo intuimos como nuestro objeto más «cercano». Pero esa intuición, por sí sola, es demasiado limitada: no alcanza a ofrecer la idea del cuerpo propio como un objeto entre los objetos del mundo. De acuerdo con el pensador alemán, «el cuerpo, al igual que todos los demás objetos, no es conocido como verdadero objeto, es decir, como representación intuitiva en el espacio, más que de forma mediata, en virtud de la aplicación de la ley de causalidad a la acción de una de sus partes sobre las otras». En el caso del cuerpo propio, esa acción viene a ser la del ojo que lo ve o la de la mano que lo palpa.[1] Al ver y/o tocar nuestro cuerpo, no sólo captamos que se trata de un objeto más, sino que lo constituimos como realidad, como existencia en el mundo.

Schopenhauer continúa la larga tradición filosófica que privilegia al ojo y sus potencialidades como sustento empírico de la verdad teórica. En esto no introduce ninguna novedad, salvo el radicalismo consistente en reivindicar dicho órgano como un agente constitutivo del mundo. Éste sólo habría llegado a ser existencia determinada, en el momento en que se abrió el primer ojo, así fuese el de un insecto.[2] Lo que sí parece más novedoso —al menos en la tradición filosófica— es la atribución a la mano de una función constitutiva análoga a la del ojo. Con ello, Schopenhauer pone de relieve tres cualidades de la mano: su condición objetual, su autonomía relativa y su poder ontogenético.

Ese poder constituyente de la mano va más allá de los límites del cuerpo propio. En realidad, la mano comparte con el ojo buena parte de la representación de lo existente, pero se independiza bastante del órgano de la visión cuando se trata de la configuración sustancial de lo real. Podría decirse que el mundo deriva del proceso subjetivo que lo representa y de la acción realizadora de la mano (y su prolongación en la herramienta, en el instrumento que repotencia su eficacia técnica). Con todo, para que la mano efectúe tales funciones debe haberse constituido primero, a sí misma, como objeto. En el orden de la representación, la mano se constituye como objeto de modo análogo a cualquier otro: por obra de la sensibilidad y el entendimiento de que está dotado el sujeto. La mano propia es percibida por el sujeto como ente que coexiste con otros entes —es decir, situado en un espacio— y que se ve afectado por las modificaciones que acontecen en el tiempo, conforme a la ley de causalidad.

El agudo historiador del arte Henri Focillon amplía y precisa lo dicho por Schopenhauer sobre la capacidad de hacer mundo que signa a la mano. Acaso influido por las tesis del pensador alemán, el esteta francés afirma que

 

la posesión del mundo exige una especie de olfato táctil. La vista resbala a lo largo del universo; la mano, en cambio, sabe que el objeto tiene peso, que es liso o rugoso, que no está soldado al fondo del cielo o de la tierra, con los cuales parece formar cuerpo. La acción de la mano define los vacíos del espacio y los llenos de las cosas que lo ocupan. Superficie, volumen, densidad, gravedad, no son fenómenos ópticos. El hombre tiene noción de ellos ante todo por sus dedos, por el hueco de la palma de la mano. Medirá el espacio no con la mirada, sino con su mano o su paso. El tacto llena la naturaleza de fuerzas misteriosas; sin él, sería parecida a esos deliciosos paisajes intrascendentes, chatos y quiméricos, de la cámara oscura.[3]

 

 

 

Ciertas cosmogonías y sus proyecciones modernas en las perspectivas historicista y evolucionista introdujeron el referente histórico, para entender y relatar ese proceso. Platón, por ejemplo, en Timeo, narra el «nacimiento» de piernas y manos al cuerpo humano como resultado de una decisión pragmática del demiurgo, interesado en dotar de medios efectivos de traslación al cuerpo portador de «la morada de lo más divino y sagrado» en nosotros, es decir, la cabeza.[4]

Por su parte, también a título de ejemplo, la conjunción de materialismo, historicismo, evolucionismo y positivismo dio, en el caso de Friedrich Engels, un fruto modélico: su célebre tratadillo titulado «El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre». Distanciado de las cosmogonías antiguas, en lo tocante a la explicación de los organismos biológicos en virtud de la acción creadora de un agente divino, el pensamiento de Engels —a su modo, epítome de las ideas triunfantes sobre el tema, en la Modernidad secularizada— mantiene en común con relatos como el platónico la aceptación de un vínculo entre órgano y necesidad. Su relato se articula con los componentes que siguen:

1. Los primates de la era terciaria tenían una forma de vida que estimuló la diferenciación de sus manos respecto de sus pies, debido a la distinción de sus respectivas funciones.

2. Ello derivó en la posibilidad de adoptar una posición erecta, «paso decisivo», según Engels, «para el tránsito del mono al hombre».

3. Las diferencias orgánicas entre las manos de los primates —incluidos «los antropoides superiores»— y las del ser humano se deben al perfeccionamiento adquirido por éstas a base del trabajo realizado «durante centenares de miles de años».

4. La invención de herramientas —Engels menciona el cuchillo de sílex como ejemplo— significó un progreso decisivo: «la mano era libre y podía adquirir ahora cada vez más destreza y habilidad».

5. Esa «mayor flexibilidad» y eficacia de la mano «se transmitía por herencia y se acrecía de generación en generación».

6. La mano es, en efecto, «el órgano del trabajo», pero también es producto de éste.

7. El sentido del tacto se ha ido perfeccionando a la par del desarrollo de la mano, por obra del trabajo.[5]

 

La propagación de lo esencial del relato evolucionista alcanza a dominios muy alejados del materialismo engelsiano. Por ejemplo, José Gaos, en una apetecible disertación sobre la caricia, asegura que

 

la mano animal no puede acariciar: es para ello demasiado áspera, callosa. Por esto, por no poder llevar a cabo propiamente el más noble de los movimientos de la mano […] no es propiamente mano todavía. Es menester que la extremidad anterior se haya convertido resuelta, exclusivamente en extremidad superior, esto es, que se haya alzado del suelo definitivamente, a saber, adquiriendo la complexión y siendo objeto de la cultura que le permiten acariciar, propiamente, plenamente, para que se convirtiera definitivamente en mano. Yo diría: no es simplemente que la mano puede acariciar, sino que: es la posibilidad de acariciar lo que hace, lo que crea la mano.[6]

 

Al margen de las consideraciones sobre la verdad científica de estas variantes del relato evolucionista, pueden resultar teóricamente útiles dos de las ideas que contiene: la de la autonomía relativa que la evolución biológica confiere a la mano y la de la doble intencionalidad que subyace en ese proceso.

Como sea que haya sucedido —la de Engels es sólo una explicación entre otras posibles—, lo cierto es que muchos de los movimientos y estados de la mano tienen lugar sin el conocimiento ni el consentimiento del sujeto, aunque también sin que por ello se trate de una independencia total, porque no es dable la mano sin el sujeto al que corresponde y mayormente responde. Esto es lo que puede nombrarse con el término «autonomía relativa».

Asimismo, aunque no cuente con los elementos para asegurar que ello haya dado pie a su realización biológica, puedo observar cómo la mano se realiza ónticamente en la medida en que se dirige siempre a una alteridad de referencia, a una realidad externa a sí misma, al tiempo que ésta se constituye, en su mayor parte, por la acción directa de la mano o por efecto de su actividad mediada por diversos dispositivos técnicos. Esto es lo que aquí se llama «doble intencionalidad», apelando obviamente al léxico típico de la fenomenología husserliana.

El hecho de que el sentido de la mano esté más allá de su substancia biológica, su objetualidad anatómica, induce a pensar en su condición simbólica. No a la manera en que Platón imagina al hombre incompleto que, para alcanzar la completud, busca a su symbolon —un «otro» cuya entidad derivaría de una perdida unidad originaria. La mano ostenta un carácter simbólico en la medida en que se realiza —es decir, adquiere unidad y razón de ser— realizando su mundo de referencia. Las franjas de la totalidad de lo existente en que se desenvuelven nuestras vidas se articulan como modos del orden general del sentido, en virtud de la acción intencional —directa e indirecta, compleja y dinámica— de nuestras manos; proceso en el que éstas, a su vez, dialécticamente, cifran su ser.

La naturaleza simbólica de la mano no se limita a la señalada intencionalidad. En su dinámica intencional, la mano opera como un poder de expresión simbólica, al menos de dos modos: como generadora de una semiótica propia y como parte relativamente autónoma del cuerpo que expresa el ser de la persona. Conviene reparar en la complementariedad de ambos modos, pues la evidente semiótica de una entidad que es capaz de significar, por caso, estados o actitudes de firmeza y debilidad, aceptación y repudio, temblorosa ansiedad y satisfacción, autocontrol y violencia, angustia mortal y sosiego, bienvenida y despedida… va más allá de lo «mímico» y de la suplantación o afirmación gestual de lo que se comunica verbalmente, para irradiar simbólica y carnalmente lo que somos. Por eso, la mano muerta en el cadáver o porque ha sido separada de su cuerpo no es nada significativo, salvo en el caso en que algún agente, aposta, con sus propias manos y con todo lo que dimane su ser, le confiera un valor traslaticio, resignficador. Es lo que pasa con las reliquias en ciertas tradiciones religiosas. O, por referir un ejemplo más cercano, lo que sucedió con la mano y el antebrazo que el ejército villista arrancó a Álvaro Obregón, en la batalla de Celaya. Como es bien sabido, esa porción inerte de la anatomía del general sonorense tuvo una sobrevida simbólica, mientras ciertas referencias axiológicas, vigentes hasta no hace mucho, lo permitieron. Cuando desapareció esta condición, se desvaneció también el símbolo y se vació el recinto en el que operaba como tal, sito en el parque de La Bombilla.

La mano se hace haciendo y lo que hace la mano hace a la mano, pero la efectividad ontogenética de esa dinámica no se limita al plano simbólico, por importante que éste sea. En lo que a expresividad respecta, la mano puede ser tan importante como el rostro y la palabra. Acaso esa afinidad es la que explica la conformación de la poderosa trinidad expresiva integrada por la cara, el verbo y las manos, hasta el punto de que ninguno de esos tres elementos expresa por sí solo lo que alcanza a revelar en coordinación con los otros dos. Ahora, vista en solitario, hay aspectos del ser de cada quien que la mano expresa mejor, con más entidad, que la cara y que muchas palabras. Los cosmetólogos, por caso, saben bien que el maquillaje facial puede falsear muy eficazmente la edad de una persona, pero sus manos delatarán su verdad en ese punto. La sabiduría popular ha accedido a esta conciencia, a juzgar por el certero refrán mexicano «Caras vemos…».

La identidad personal sólo parcialmente tiene bases sustanciales y resulta innegable el papel que en su determinación desempeñan factores extrapersonales, relacionales, como la posición social, los vínculos con el entorno comunitario, la biografía particular, la opción sexual ejercida, la pertenencia a cierta clase o estamento… Un ejemplo que ilustra esa incidencia de lo social-relacional en el ser de cada quien, sin salirnos del terreno que venimos pisando, es el de la situación de los zurdos en un mundo dominado por diestros. En esas coordenadas, la manos amplían y complementan la función identificadora del rostro. La faz propia delata nuestro ser ante el espejo, y la del prójimo nos dice siempre de quién se trata éste y, en parte, hace patente el estado de su ánima y de su ánimo. No hace falta ser un fisiógnomo avezado para intuir esa evidencia. Al contrario, todo parece indicar que ese acto de «leer» las caras con que constantemente nos topamos es una práctica a la que no puede sustraerse ningún ser humano. Lo que las manos aportan a esa «lectura» a la vez identificadora y constitutiva es una serie de datos imposibles de evadir; por ejemplo, la condición social de cierta persona (según se trate de manos callosas o tersas, descuidadas o recién pulidas por el manicurista), su carácter (a juzgar por la torpeza o el refinamiento con que las emplea), su estado anímico (si coge las cosas con crispación o cruza sus dedos con placidez) y muchas otras posibilidades, sin olvidar la de la edad, ya referida.

Ahora, en lo que a todas luces supera la mano al semblante humano y a la palabra es en su capacidad de realización e intervención fáctica en el mundo. El ser humano realiza estas dos funciones complementarias por medio del aliento, la voz, la palabra, la mirada, el canto, el silbido, la imagen personal (privilegiadamente, el rostro), el cuerpo obstante con sus emanaciones fisiológicas, su lengua y sus órganos genitales, pero ninguna de tales posibilidades de la simple existencia de cualquier persona alcanza a tener el poder de intervención, en su alteridad de referencia, que tienen sus manos y sus prolongaciones técnicas. Las manos se manifiestan como las más eficientes ejecutoras de los designios de lo que Schopenhauer concibió como «voluntad de vivir». Ello, porque dichas extremidades son los medios con que el cuerpo —máxima objetivación concreta de la voluntad en sí— siente más hondamente, moldea y domina el mundo.

En estrecha conexión con esa disposición óntica de las manos y con la autonomía relativa que ya se les ha reconocido, se evidencia su condición utilitaria. El ámbito existenciario de la mano es el de los medios, los actos, los procesos y los hechos de utilidad, en cualquier orden del ser (no sólo en el de la producción económica y colaterales). En principio, cada mano es útil. Cuando se le ha cercenado de su respectivo cuerpo, éste pierde eficacia en todos los terrenos, incluyendo el de la vida afectiva. Si por alguna razón resulta baldada, se le sobrelleva como una excrecencia estorbosa, una persistente presencia de la muerte en carne propia.

Pero la mano es un útil muy singular. Al margen de la exactitud heurística del relato evolucionista al modo de Engels, se constata que la disposición ontológica de la mano como instrumento al servicio de
la voluntad en sí se proyecta en la herramienta y en la máquina. La mano aparece, así, como el útil que, desde el cuerpo, instaura el orden de la utilidad —es decir, las situaciones que confieren sentido a la utilidad y en las que ésta hace lo propio respecto de las acciones humanas y los medios instrumentales de que se valen. La mano trasciende, así, sus poderes primarios, puramente orgánicos, por medio de la fabricación de utensilios que, a su turno, dialécticamente, también moldean la entidad concreta de cada mano. De ahí que, salvadas las consabidas distinciones naturales, sean notoriamente diferentes las manos de un obrero de la construcción que las del técnico que repara la computadora en que plasmo estas líneas o las del pianista de la orquesta filarmónica de la universidad.

Pero esa interdependencia dialéctica entre la mano y el artefacto utilitario no se inscribe sólo en el hábitat social, sino que opera en el de la lógica misma de la técnica. La funcionalidad toda de los dispositivos técnicos está determinada por la estructura y el sentido de la mano.
Agarramos —con lo cual trasuntamos nuestras uñas en garras, tal vez por mor de cierta solidaridad inconsciente con nuestros hermanos, los animales de garra— el mango de un martillo o el asa de una maleta, objetos fabricados conforme al principio de adaptación a la forma y entidad de la mano, para incrementar su efectividad, reduciendo hasta lo hacedero el dolor y el sufrimiento que, en ciertos casos, comporta la realización de sus funciones. Aplicamos nuestros dedos al tubo depresible de lubricante íntimo —es el eufemismo al uso— con el que la mano se esmera en optimar el placer sexual, de manera «sobrenatural». Oprimimos un botón para echar a andar toda una serie de procesos técnicos productivos. Todo el abigarrado sistema de los instrumentos en el que acontecen nuestras existencias remite, en último término, al modo de ser de la mano. Así que, sin la mano, ninguna herramienta, ningún aparato, es nada. Pero, correlativamente, la historia de esa suerte de segunda naturaleza que es la cultura ha derivado en la situación de que la mano misma es cada vez menos sin el auxilio de algún artefacto. Hasta donde puede columbrarse, la opción cyborg
vendría a ser la máxima consumación de esa deriva.

Es claro que la mano es la causa eficiente de la cultura, de ese mundo humano erigido sobre la base del mundo natural. Si se entiende por «cultura» el sedimento de la actividad matérica y espiritual de los seres humanos en el tiempo, se capta con facilidad el poder constituyente de la mano; no sólo porque completa con instrumentos de todo tipo, con procesos creativos y productivos y con valores de uso de la más diversa índole la espontánea formación y renovación natural del mundo, sino porque contribuye de manera decisiva al acontecer del sentido. Con su acción intencional, la mano hace ser las cosas y las formas del mundo, en la medida en que señala a éstas, las diseña, las amasa, las moldea, las construye, les impone ciertas relaciones, las comprende (es decir, las envuelve y atenaza ontológicamente, conforme exige el puño estoico). También en la medida en que se las apropia, pues la mano intenta siempre poner todo a la mano. Pero, al operar de ese modo, procurando que el mundo sea habitable y vivible en términos mejores que los impuestos por la terredad[7] cruda —pese a que, a veces, mal encaminada en ese empeño, también construye los infiernos que nos agobian—, la mano también trasciende sus determinaciones naturales y adquiere un lugar en el orden del sentido, esto es: se constituye ontológicamente. Así, la mano no sólo hace y ase al mundo, sino que se instituye ella misma como mundo. Por eso, en una suerte de espiral simbólica, es posible leer la mano, explorar su geografía, apreciar su discreta orografía, sondear la tenue hondura de sus cuencas, descubrir en su física y mecánica la palpitación del ser en sí, advertir en su estética las formaciones y deformaciones en que se cifra su devenir. Ciertas situaciones extremas nos permiten experimentar, con especial intensidad, esta constitución de las manos en límite del mundo —que es como decir en el mundo mismo—, como cuando nos cubrimos la cara ante el espanto.

 

 

 

De lo visto hasta aquí se infiere que la mano se adscribe al ámbito de los medios. Este carácter medial, junto a su ya señalada autonomía relativa, confiere a la mano una indiferencia ético-técnica. Ningún uso de la mano está predeterminado, tanto en el plano moral como en el técnico. La mano puede moverse por intenciones e intereses buenos como de signo contrario; puede, asimismo, aplicarse a procesos técnicos de mayor o menor envergadura, comprometidos con este propósito o aquel otro.

Esa condición medial e indiferente hace de la mano un poder subordinado al poder que la impulsa y dirige, que es la voluntad del agente respectivo. Con violencia o con ternura, con conciencia clara o sin ella, con habilidad o con torpeza, la mano siempre trata de amoldarse a los designios del sujeto deseante que se vale de ella para alcanzar lo que quiere. Así, en tanto que ejecutora de los dictados de la voluntad, en cualesquiera de los niveles en que ésta se exprese, la mano puede ser lo mismo la herramienta de las más ínfimas empresas que el instrumento de una potencia que da y quita la vida, es decir, de una deidad. Entre las manos del demiurgo platónico y las de un alfarero del Cerámico ateniense hay un diferencia enorme de poderes, pero asimismo una clara identidad estructural, en lo tocante a prácticas y procesos efectuados.

La indiferencia técnica y moral, así como el margen de dependencia que la ata a la voluntad del sujeto respectivo, podría inducir a pensar que
la mano se desafana de toda determinación ética. Dado que la mano no es del todo autónoma, no es posible sustentar algo como un «ethos
de la mano» —lo que fuere que esta expresión llegase a significar. Pero ello no justifica que la mano se desentienda del ethos del sujeto al que
corresponde y sirve. De hecho, nunca estará de más hacer de cada mano una potencia virtuosa en los terrenos técnico, ético y estético. En todo caso, toda opción o programa de razón práctica alcanza una penetración mayor y una justificación más honda si se expresa en la vida de las manos de quien ejerza aquélla con la debida congruencia. Ello, porque la mano es un medio de expresión ética y estética sustentada en la sensibilidad y la efectividad. Una praxis sustentada en la solidaridad, el bien común, la
justicia, el respeto al prójimo, el dominio de sí y las demás virtudes intelectuales y morales, se proyecta en un desenvolvimiento de las manos adecuado a tales excelencias. No sería apropiado, por ejemplo, enseñar la templanza abofeteando al pupilo deseoso de aprenderla; como tampoco lo sería, por caso, predicar el reconocimiento a la dignidad del otro, al tiempo que se insulta al primer viandante incómodo, esgrimiendo la mano en ademán de rabia u odio.

Ahora, así como esa especie de «ética derivada» conviene a la entidad y al uso de las manos, también se aviene con éstas una estética a su modo específica. El esmero en la presencia física de la mano (la manicura propiamente dicha) puede responder a un sano interés por convivir bien y aun congraciarse con los prójimos, como también puede estar delatando una vanidad desmedida y ridícula. Tampoco el signo ético de actos análogos relativos al aspecto de las manos puede ser predeterminado por ningún código o referente moral equivalente. Pero esto no excluye la posibilidad de una belleza que sólo atañe a las manos y a su desenvolvimiento genuino. Por ejemplo, André Breton consignaba, en su prólogo a una selección de los célebres aforismos de Lichtenberg, que éste llegó a describir «sesenta y dos maneras de apoyar la cabeza en la mano».[8] Ello sin contar las innúmeras expresiones artísticas y poéticas centradas en la mano y cuya consideración desborda los límites del acercamiento teórico al que responden estas líneas. Para eso está, por ejemplo, la refinada sensibilidad y la enorme erudición de alguien como Focillon, quien nos recuerda que

 

los grandes artistas han prestado una extremada atención al estudio de las manos. Ellos que, mejor que los demás hombres, viven gracias a ellas, han sentido su pujante virtud. Rembrandt nos las muestra en toda la diversidad de las emociones, de los tipos, de las edades y de las condiciones: mano abierta por el asombro, toda en sombra, levantada a contraluz por un testigo de la gran Resurección de Lázaro; mano obrera y académica del profesor Tulp, que en la Lección de anatomía muestra, al extremo de una pinza, un haz de arterias; mano de Rembrandt en el acto de dibujar; mano formidable de San Mateo, escribiendo el Evangelio bajo el dictado del ángel; manos del viejo tullido de la Pieza de cien florines; reproducidas en los toscos y simples guantes que cuelgan de su cintura. […] Esas manos viven con intensidad por sí solas.[9]


[1] Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación (Trotta, col. Clásicos de la Cultura, Madrid, 2004, trad., introd. y notas de Pilar López de Santa María, vol. i,  p. 68).

 

[2] Ibid., p. 78: «Los animales han existido antes que los hombres, los peces antes que los animales terrestres, las plantas antes que todos estos y lo inorgánico antes que lo orgánico; […] por consiguiente la masa originaria ha tenido que atravesar una larga serie de cambios, antes de que se pudiera abrir el primer ojo. Y, no obstante, de ese primer ojo que se abrió, así fuera de un insecto, sigue siempre dependiendo la existencia de todo aquel mundo».

 

[3] Henri Focillon, Elogio de la mano (cdc / unam, México, 2006, trad. de Inés Rotenberg,           p. 23).

 

[4] Platón, Timeo  (Gredos, Madrid, 1992, intr. y notas de María Ángeles Durán y Francisco Lisi, 44d-45a, p. 193).

 

[5] Cf. Friedrich Engels, «El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre», en Obras escogidas de Carlos Marx y Federico Engels (Progreso, Moscú, 1981, pp. 66-70).

 

[6] José Gaos, «La caricia», en La filosofía de la filosofía (Crítica, Barcelona, 1989, p. 128).

 

[7] Fecundo neologismo inventado por el poeta venezolano Eugenio Montejo.

 

[8] André Breton, «Prólogo» a los Aforismos de Georg Christoph Lichtenberg (Fraterna, Buenos Aires, 1978, trad. de Mario Giacchino, p. 13). La aportación del científico y aforista alemán ha estimulado diversos estudios, ensayos e iniciativas de ampliación y profundización. Por ejemplo, en nuestro entorno, la publicación en 2007, por Tumbona Ediciones, de 62 maneras de apoyar la cabeza (y unas cuantas más), haciendo cohabitar a Lichtenberg con Andrés Virreynas, en un libro ilustrado por Luis Blackaller.

 

[9] H. Focillon, op. cit., p. 17.

 

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