De perros y gatos / Emma Lucía Ardila

Se llamaba Bert. Un nombre simple, ningún rasgo particular en este nombre. Vivía en una casa de tres pisos, arriba las alcobas, abajo el comedor, la sala, la cocina, y luego el sótano. Y allí, en el sótano, el lugar de los tormentos para Bert. Allí le enviaban a la menor infracción. Y era difícil no cometerlas, sobre todo existiendo Jazz, el gato, su provocador, su mayor tormento. Jazz era malo hasta los huesos, era un felino gris, sin una sola mota de otro color, de ojos amarillos, estrecho de caderas y de cabeza grande, y malo, profundamente malo. Sus mayores placeres derivaban de Bert, que era paciente y gordo, que amaba con fruición las horas de la comida porque rompían las largas tardes de lluvia en que el tiempo se sucedía sin ninguna variación posible.
     Antes, cuando aún era muy joven, las niñas jugaban con él, seguramente porque se les antojaba semejante a un pequeño peluche, a un bebé que acomodaban a sus antojos. Pero creció rápidamente y se convirtió en un bonachón gigante y peludo que ya no les divertía.      En cambio, para Jazz, que también se aburría, Bert se convirtió en su motivo de placer preferido. Lo atacaba durante las horas plácidas del sueño o de la comida. Se le acercaba y metía su hocico en el plato. ¡Ah!, él era tranquilo, ¡pero que no se metieran con su comida!, aquello colmaba su paciencia, lo enfurecía. Al principio quiso meterlo en cintura, señalarle sus límites, pero el maldito de Jazz tenía a la dueña de casa de su lado. Ella lo amaba sin objetividad ninguna, no importaba lo que hiciera, siempre tomaba partido en su favor y castigaba al pobre de Bert, quien inmediatamente, ante cualquier intento de defenderse, era enviado por horas al sótano. Y el felino lo sabía. Su alma perversa se regodeaba mortificándolo porque sabía que él estaba completamente impotente, no importaba si era más fuerte, más grande, más gordo. No podía reaccionar, debía contener toda su rabia porque de lo contrario se ganaba con seguridad una larga estadía en el sótano frío, lejos de la chimenea y solo; por eso, cuando Jazz le quitaba la comida (oh, sólo por placer, porque en realidad abominaba aquella comida maloliente, aquella mezcla de cuido y zanahoria), Bert sólo podía limitarse a mostrar los dientes, sin siquiera abril la boca, y gruñir.
     Ése era el clímax, allí el gatito se extasiaba restregando su cabezota alrededor de los dientes del perrazo, una y otra vez, mientras disfrutaba de su ira impotente, y del poder, del poder absoluto sobre Bert. Aquella relación simbiótica o más bien antipática, patética, perduró por años. Y al parecer copiaba lo que sus amos a su vez vivían, porque ella, la protectora de Jazz, era irascible al extremo, y con que sólo el hombre mostrara los dientes con ira ante sus provocaciones, ella rompía en gritos histéricos que alertaban a los vecinos sobre la nueva pelea, la cotidiana, la que a veces se demoraba, pero que llegaba sin falta. Y empezaba a tirar platos, a quebrar cuanto se le atravesaba, y poco le faltaba para enviar al marido al sótano, pero éste, aterrado ante la locura de su mujer, y avergonzado del escándalo ante sus vecinos, se desterraba voluntariamente del lugar y se iba a beber hasta que casi perdía la conciencia para así poder luego soportar el regreso al infierno.
     Bert era, por supuesto, el preferido de éste, y tanto como el perro, odiaba a Jazz. Por eso, cuando estaban solos los tres en la casa, el gato se ganaba sus buenos puntapiés, pero como el hombre era de natural pacífico, no se excedía en el castigo. Ésos eran los momentos de solaz para Bert, que se sabía apoyado, aunque, la verdad sea dicha, nunca se sobrepasaba: un temor profundo, que ya tenía metido en la sangre, le impedía reaccionar. Por esto, Jazz cada vez se fue convenciendo más de su ilimitado poder, e incluso olvidó el tamaño del perro, porque ahora se sentía fuerte, e inflado de orgullo, y acentuó su agresión, y la vida para el perro se fue volviendo imposible, porque las torturas del gato se hicieron cada vez más refinadas. Jazz, como un sibarita, esperaba al lado del fuego el momento en que Bert se relajaba, se adormecía y por un momento olvidaba la necesidad de estar a la defensiva; ése era el momento en que Jazz atacaba.
También la relación entre la pareja se fue volviendo más y más crítica. El hombre estaba harto y acumulaba su ira en frío, a veces pensando que no había salida posible, otras se culpaba por su continuo beber, y las más de las veces ansiaba en secreto que los dolores crónicos de estómago que sufría su mujer reventaran de una vez por toda para liberarse de tormentos.
     Pero la liberación llegó impensada y maravillosa. Ella, que entonces tenía más o menos cuarenta años, que todavía era bonita y que, cuando no la acometían los dolores aquellos, se veía fuerte y aún era atractiva, aburrida de aquella guerra sorda en que se había convertido su vida, empezó a salir con otros y se entusiasmó de tal forma que un buen día empacó sus cosas, cargó con sus niñas y se largó. El hombre no podía creerlo, no se sentía ni traicionado ni herido ni burlado. No, se sentía libre, libre, increíblemente libre y feliz. Y una vez que ella cerró la puerta, tomó a Bert de las manos y empezó a bailar y a cantar. Espectáculo inusitado en aquel hombre de suyo tan reconcentrado, tan taciturno, con aquel rictus permanente de amargura en la boca. Luego, se sentó a disfrutar del espacio vacío, de la casa sin niñas (que no eran suyas, eran de un matrimonio anterior de ella), de las mesas sin cristales prontos a ser estallados contra las paredes, del silencio, del sofá —que por fin estaba sin ella, que quejumbrosa se recostaba allí cuando tenía dolor, mientras él tenía que ocuparse de las loncheras, de las comidas, de la lavada de ropa, de todos los menesteres de la casa. Hoy, en cambio, se haría un sándwich, se tomaría cuantas cervezas le vinieran en gana y brindaría, brindaría de felicidad.
Bert entendió perfectamente la alegría de su amo y se acostó a su lado, suspirando hondo para que éste entendiera cuánto alivio sentía también él y hasta qué punto se identificaban.
     Pero Jazz seguía ebrio de soberbia y creyó que su reinado persistía. Al principio, cuando su ama salió, pensó convencido que muy pronto volvería por él, pero luego, con su natural gatuno, ni siquiera esto le importó, él se bastaba solo, no necesitaba de nadie. Esperó a que Bert se durmiera y se fue directo a ronronearle y estregarse contra él, como ya era su costumbre. Pero Bert no era tonto, sabía que las cosas habían cambiado, y en lugar de mostrar sólo los dientes, abrió la bocaza dispuesto a decapitarlo. Jazz escapó de milagro, lo salvaron su instinto y sus reflejos de cazador, y salió en carrera, y detrás se fue Bert, quien sólo necesitó corretearlo un rato para que Jazz entendiera que su reinado había terminado y que por fin la libertad le pertenecía a Bert. El perro era un ser pacífico, no se preocupaba por venganzas, sólo quería dormir tranquilo al lado de su amo, quien observó la escena satisfecho y dejó que gato y perro arreglaran sus asuntos, íntimamente partidario de Bert y de la justicia que tan sabiamente, por fin, se había impuesto.

 

 

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