No todas las letrinas son iguales (o el día que la diarrea salvó la Revolución) / Édgar Velasco

Sentado en la letrina, el Guerrillero fumaba un cigarrillo. También leía el titular que el periódico Ciudad ponía, a ocho columnas, en la primera plana: «El Guerrillero llega; el gobierno calla». Se dispuso a leer el texto pero no tuvo tiempo: el retortijón lo hizo doblarse. «Puta madre», dijo entre dientes mientras exhalaba humo por nariz y boca.
     Ya había perdido la cuenta de las diarreas, que comenzaron una semana después de salir de la selva. Suspiró. Se puso de pie y estuvo a punto de alumbrar con su lámpara de bolsillo el interior de la fosa séptica. Curioso, quería comprobar si el fondo de las letrinas era igual en todas partes. Un retortijón lo obligó a sentarse de nuevo en el asientillo de madera. «¡Jefe!, ¡Jefe!», gritó Ricardo, el dueño de la finca. «¡Qué quieres!», contestó —o eso intentó porque, en realidad, ganó el pujido. «¡Ya llegó el Güero!». Caminando trabajosamente, el Guerrillero salió del cuartito. «No puede uno cagar a gusto, chingao», masculló.
     Además de Ricardo, en la sala lo esperaban el Güero, dirigente del Movimiento Resistencia Social y que servía, además, como enlace entre la organización del Guerrillero y sus simpatizantes en el estado. Junto a él estaban otros dos hombres: «José, el de la llantera, y Ramiro, de la sección xiii del Sindicato Nacional de Trabajadores Emancipados», dijo el Güero a manera de presentación.
     «¿Y tú?», preguntó el encapuchado a uno que, detrás de la comitiva, cargaba una mochila. «Es Carlos Maximiliano González, reportero de Ciudad», respondió el Güero y agregó: «No se preocupe, comandante. Este güey es un cabroncísimo y está de nuestro lado». Sin abrir la boca, el reportero se limitó a asentir con la cabeza. «Pues entonces, a lo que venimos», sentenció el Guerrillero,y tomó la pipa que estaba sobre la mesa. Aunque prefería los cigarrillos sin filtro, una vez leyó que el Huracán Ramírez era un coleccionista empedernido de pipas y pensó que, como luchador libre de las causas justas (y fan del Huracán), debía seguir su ejemplo.

     * * *

     Cuando entró en la sala me quedé frío. Y es que una cosa es verlo por televisión, en fotos, en documentales pirata, leer sus comunicados, y otra, muy distinta, verlo ahí, de pie, a sólo unos metros. Para desencanto de dos o tres compañeras del diario, no es tan alto como parece y se evidencia mucho el sobrepeso. Supongo que cuando un hombre carga con la nueva revolución sobre sus hombros y la esperanza de los excluidos en sus espaldas, se puede permitir ciertos lujos.
     En cuanto dijo «A lo que venimos», todos nos sentamos. Arnoldo Castro, mejor conocido por todos como el Güero, se colocó a su lado izquierdo y el comandante Renato, mano derecha del Guerrillero y que salió de la cocina con un par de cervezas, se sentó, como corresponde, a su derecha. Quedé frente a él. Las ventajas de ser un líder enmascarado y con uniforme, pensé, es que en cualquier momento se quita la capucha, se viste de civil y se va a dar el rol sin que nadie se dé cuenta. Seguro lo ha hecho más de una vez. Yo lo haría.
     El Güero le informó al Guerrillero la agenda que le habían preparado. Yo en realidad la conocía de antemano porque llegó, vía fax, al diario: por la tarde, mitin en la plaza principal de la ciudad; al día siguiente una reunión con estudiantes, y después un encuentro con los dirigentes sindicales de la llantera. Su salida de la ciudad estaba programada para el martes por la mañana.
     Al verlo de frente, dudé. ¿Podría con el encargo?
     Mientras el Güero y el Guerrillero discutían el itinerario, coordinaban horarios y hacían roles para tomar el estrado en cada mitin, me puse a recapitular:
    
     1.- Un par de individuos me aborda en La Oficina, la cantinucha que está en    la esquina del diario.
     2.- Uno de ellos deja un sobre amarillo en la mesa y, sin decir nada, ambos se van.
     3.- «Ábralo hasta que esté completamente solo».
     4.- Ya en casa, completamente solo, abrí el sobre.
     5.-  «Señor Carlos Maximiliano González: Como ya se dio cuenta, junto con    esta carta hay 500 mil dólares. Una cantidad generosa, pero incompleta.    Falta otro tanto. ¿Los quiere? Estamos seguros que sí. Sólo tiene que hacer una cosa: matar a Miguel Tinajero Pérez, ridículamente apodado el Guerrillero. Sabemos que usted ha seguido de cerca el movimiento liderado por Tinajero, así que confiamos en que encontrará la manera. Sabemos, también, algunas cosas interesantes de su pasado. Por eso lo elegimos. Si acepta, pasaremos a buscarlo al mismo lugar el viernes por la noche. Si no, iremos a su casa a recoger el dinero. No trate de buscarnos».
     6.- Ni membrete ni firma ni nombre en la hoja.
     7.- Dudo.
    
     En eso estaba cuando comenzaron a hablar de las medidas de seguridad que se tomarían para el mitin en la plaza, evento en el que el Guerrillero estaría más expuesto por ser al aire libre.
     Cuando la reunión terminó, no pude evitar sonreír al constatar mi teoría: los socialistas de la ciudad, y del mundo, pueden ser los reyes de la retórica, pero de estrategia no saben nada.
    

     * * *

     La plaza estaba abarrotada. Desde que anunció su salida de la selva para difundir su Nueva Política: Cómo revolucionar un país sin volverse burócrata, los simpatizantes y adherentes habían seguido el recorrido paso a paso. Darks, skinheads, anarcolibertarios, altermundistas, globalifóbicos, skatos, prostitutas, punks, lesbianas, homosexuales, indígenas, encapuchados, hippies, fresas… una mayoría de minorías.
     Mientras un trovador de letras insurgentes cantaba sobre el estrado para hacer más llevadera la espera, los fotógrafos de los medios de comunicación —oficiales, independientes y alternativos por igual— intercambiaban opiniones acerca del Guerrillero y su causa.
     —Yo creo que es puro cuento—, decía Benito Rolón, fotoperiodista del semanario Así Pasó.
     —No mames —respondió Rodolfo Sanromán, de Ciudad—, si fuera puro cuento, no tendría tanto tiempo encabezando la lucha y toda esta gente no estaría aquí. No son enchiladas. Además, hay que tener güevos para convocar a tanta banda.
     —Pues yo no sé si está güevudo o no, pero el cabrón tiene unos ojos pre-cio-sos —dijo, marcando cada sílaba, Ruth Oceguera, de la revista La Lucha Sigue y que lucía un cardenal en el ojo derecho.
     —Pinche Ruth —le reviró, al instante, Sanromán—. Eso mismo dijiste del mesero anoche y ya viste la putiza que te paró.
     —Chinga a tu madre, pendejo —fue la respuesta de la fotoperiodista.
     —Oye, Sanromán —dijo Rolón para calmar las cosas—, ¿y el mamón de Carlitos? ¿No se supone que es él quien se sabe de todas todas sobre el Guerrillero?
     —Se fue a su pueblo —contestó el fotógrafo de Ciudad—, parece que su jefa se puso mal. Barrera lo lamentó muchísimo: ayer fue a una reunión que tuvieron allá en la pinche comunidad donde se está quedando el encapuchado. Pero parece que su familia le llamó por la noche y salió en la madrugada. Mal pedo.
     —Órale —asintieron los demás.
     Nadie reparó en el hecho de que, apostado en una de las almenas del Palacio de Gobierno, un agente vestido de civil tomaba fotos de la plaza y otro, con un teleobjetivo, hacía algunos retratos de los asistentes. Tampoco se dieron cuenta de la presencia del francotirador que, en la azotea de la iglesia de San Joaquín, comenzaba a armar su rifle.
     Cosas de la moda: al igual que el Guerrillero, también iba encapuchado.
    

     * * *

     Después de pasar tres días pensando qué hacer, decidí que sí, aceptaría el encargo. La cantidad era suficiente para pagar mis deudas y largarme a hacer una nueva vida en un nuevo lugar y con un nuevo empleo. Empezar de nuevo, otra vez.
     Acudí el viernes a La Oficina y ya iba por la quinta cerveza cuando aparecieron los mismos sujetos de la vez anterior. Ahora no dejaron un sobre: fue una maleta. Ni siquiera intenté preguntar algo.
     Presuroso, fui a casa y abrí la maleta. Encontré:
    
     l  Un rifle armable
     l  Un instructivo que no necesitaba, porque estaba demasiado familiarizado            con el arma y…
     l  ¿Un mapa del templo de San Joaquín?
     l  ¿Una sotana?
    
     Al fondo de la bolsa había una carta en la que me explicaban cómo tenía que proceder el día del mitin.
     Sin membrete ni firma ni nombre.
     Comprendí que ya no había marcha atrás.
    

     * * *

     Desde el asiento trasero de la camioneta, el Guerrillero observaba las calles. Una de las cosas que más le gustaban al líder insurgente eran los cristales polarizados: podía ver sin ser visto. Y vaya que disfrutaba.
     La entrada a la ciudad ocurrió sin contratiempos: la avenida de acceso estaba prácticamente vacía, como corresponde a un domingo por la tarde. Conforme se acercaban al centro, el número de gente en las calles aumentó. Mientras el Güero y Ramiro hablaban de la necesidad «imperiosa e impostergable» de derrocar al presidente, el Guerrillero libraba una batalla por contener la furia de sus intestinos: ni las pastillas ni el té habían conseguido parar la diarrea.
     El rumor comenzó a correr por la plaza: «Ya llegó. Ya está aquí». Y efectivamente: en una de las calles que flanqueaban la explanada se detuvo la camioneta, que pronto estuvo rodeada de fotógrafos. Éstos fueron empujados por el cuerpo de seguridad del Guerrillero, integrado por seis punks que se encargaron, a empellones, de abrir paso al líder.
     Cuando por fin subió al estrado, estalló la ovación. Inexpresivo, se colocó al lado del micrófono para escuchar la intervención del Güero. «¡Compañeros!», bramó el orador, «¡ya estuvo bueno de que este gobierno fascista siga decidiendo el rumbo de nuestras vidas!». Unos pocos asintieron. El resto seguía esperando a que el Guerrillero tomara la palabra. «Por eso estamos esta tarde aquí: llegó la hora de que los de abajo alcemos la voz, esa voz que durante tanto tiempo ha estado silenciada, oprimida, relegada, sobajada por la cúpula. Llegó la hora de derrocar a los capitalistas que se han apoderado del sistema y nos han sumido en la pobreza…».
     Absorto, el Guerrillero miraba al horizonte y fumaba su pipa. Mientras el Güero vociferaba contra el capital y convocaba a la Revolución, todos los pensamientos del encapuchado estaban concentrados en un solo objetivo: contener el flato que amenazaba con salir. Y no sólo eso: amenazaba hacerlo acompañado. «Reputa madre… Y este cabrón que no se calla».
     Al tomar el micrófono, logró que el gas retrocediera un poco. «Compañeros», dijo, aprovechando el respiro, «estamos aquí para demostrarles a los de allá que las cosas, acá, ya no son como antes. Ustedes, voluntariamente, han decidido sumarse al cambio que, desde abajo y no desde arriba, va a transformar el rumbo del país. Nosotros no buscamos el poder, no buscamos el presupuesto, no buscamos los privilegios que conlleva vivir hasta arriba de la pirámide que…».
    

     * * *

     Así te quería agarrar. Me valen madre tu revolución y tu búsqueda de la igualdad. Pinche demagogo. Tú y la puta bola de borregos se pueden ir mucho a la chingada. Me cago en todos y cada uno de tus postulados populistas. Tu función, el circo que has montado todo este tiempo, está a punto de terminar. Te tengo en la mira. Tu muerte es la salida a todos mis problemas, no la pinche revolución.
    

     * * *

     Cuando el Guerrillero hablaba sobre cómo se iban a lograr todos los cambios en el país, ocurrieron dos cosas: un disparo resonó por toda la plaza y, casi de inmediato, el encapuchado se dobló. La gente comenzó a gritar y a correr en todas direcciones. El cuerpo de seguridad del líder insurgente lo rodeó y comenzó a llevárselo. Era necesario llegar rápido a la camioneta. Sólo los seis punks se dieron cuenta de que su líder no iba herido: llevaba el pantalón manchado a la altura de la entrepierna y olía mal. Muy mal, de hecho.
     La cosa pasó así: después de un terrible retortijón, que dobló al luchador social, el pedo por fin salió. Y lo hizo acompañado de un aluvión de mierda. Fue también en ese momento que se escuchó el disparo. La bala iba decidida a clavarse en el revolucionario corazón, pero no contó con la debilidad de los esfínteres del Guerrillero. Justo detrás del lugar que había ocupado el encapuchado estaba el trovador, que, como su insurgencia, ahora agonizaba con el corazón perforado.
     En la confusión, las cosas fueron de lo más sencillo para Carlos Maximiliano González: bajó al templo, se puso la sotana y entró en uno de los confesionarios. Ahí escuchó a doña Rosa, que, ajena a lo que ocurría afuera, cumplía con su manda de contar sus pecados cada tercer día. Dentro estaba, también, el resto de los dólares, que habían sido dejados en el asientillo por dos hombres, quienes también fueron los encargados de desaparecer la maleta negra que el reportero-francotirador dejó en la sacristía y que tenía dentro el rifle, la capucha, los guantes y la ropa.
     Nadie se dio cuenta, sino hasta después de dos horas, que la operación había sido un fracaso.
    

     * * *

     Sentado en la letrina por enésima vez, el Guerrillero fumaba su cigarrillo sin filtro y reía sin parar.
     «Caray», se dijo.
     «Quién lo iba a pensar: ora sí que me salvé de pura cagada. Literal», se respondió.
     Al final, pensó en alumbrar la letrina.

 

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