Esposa de escritor / Paola Tinoco

No sería la primera vez que tuviera que pasar a buscarlo a una cantina. O, sencillamente, a una calle cualquiera, lejos de casa. Me llama y dice «Güerita, no estoy nada bien, ¿puedes venir a recogerme como el trapo inservible que soy? Mañana no te daré problemas, lo juro, pero ven por mí. No puedo ni siquiera firmar la cuenta». Creí en su promesa sólo porque sabía que la resaca lo mantendría quieto al menos por unas horas.
     Tampoco sería la primera vez que terminara un artículo suyo y lo enviara a la revista para no quedarnos sin el dinero de la paga. Tiene suerte de que haya sido yo la que terminó la carrera de Letras cuando nos conocimos en la universidad, y de que, aun con eso, me haya quedado a su lado en lugar de buscar mi propia fortuna escribiendo o dedicándome a la academia. Verbalmente no me ha prohibido nada, pero es tan poco el tiempo que me queda entre ordenar su vida y recordar lo que fue de la mía, que podría considerarlo una negativa a que haga algo diferente de aquello que le concierne. No me quejo, sin embargo. Lo quiero desde que lo conozco. Viajar a su lado tampoco está nada mal. Ver los libros terminados, saber que hay un poco de mí dentro de ellos, compensa en algo que no hayamos tenido hijos. Estos vástagos nuestros no despiertan en la madrugada y no lloran. Aunque a veces, muy seguido pero a veces, pienso que hubiera querido uno de esos llorones.
     Llegué a la cantina. Era una de éstas donde lo conocen todos. Los meseros saben qué va a pedir y hay una mesa que siempre está reservada para él. Cerré la cuenta del consumo imitando su firma. En los bancos nunca ha habido problema, menos en un antro de mala muerte. Podría firmar él, con su mano temblorosa, y nadie diría nada, hasta el día siguiente, claro, cuando en el banco rechazaran el cobro porque la rúbrica parecería más un garabato infantil que la firma de un prestigiado escritor.
     No me molestaba tanto que la cuenta por pagar cubriera también los tragos de sus amigos, como me enfermaba que estuvieran ahí de nuevo las pirujas que lo siguen a todas partes con el pretexto de que son escritoras en ciernes. Ni bien escucharlas hablar se nota que en su vida han abierto un libro —y seguro lo hicieron bajo amenaza. Las chicas me miraron, como siempre, con burla. Para ellas soy la mujer abnegada que soporta las excentricidades de su pareja, algo que piensan que ellas no tolerarían, y entonces su burla se convierte en compasión… y algo de sorna. Yo las hubiera corrido de la mesa sin pensarlo dos veces, pero hacer escándalo nunca ha sido mi estilo. Es él quien debió correrlas, y si no lo hizo es que no lo consideró necesario; entonces lo respeté. Él anunció a sus amigos que estaban invitados a seguir la fiesta a nuestra casa. Yo no pude negarme, aunque me reventara la idea de no dormir oyendo necedades de ebrios.
     Mañana estaré muy ocupada con la traducción de su último libro, el que además de traducir acabaré corrigiendo, pensé para no amargarme el momento con la presencia de las escritorzuelas. Incluso, recordé, tendría que corregir la dedicatoria, casi siempre para mí, en la que olvida escribir la h intermedia.
     Ésta, sin embargo, no sería la peor experiencia que me ha hecho pasar. Aún recuerdo cuando fuimos a México a que le dieran el premio de una feria de libros y se puso tan contento de ver a su amigo Julián que a la hora de la comida decidió acompañar los alimentos con una copiosa cantidad de tequila. Al final estaba tan borracho que le dijo a Julián que su esposa, esa mujer de la que en secreto solíamos burlarnos por su patético estilo, estaba muy guapa. Que de pronto podrían considerar un cambio de pareja por un fin de semana. Julián no se lo tomó en serio y festejó el comentario. Yo no pude evitar pensar que se burlaba conmigo del pelo rosa de aquella mujer para darme gusto, pero en realidad le gustaba. La observé. No era más fea que otras mujeres con quienes lo he encontrado manoseándose en el baño de nuestra casa. Por si su comentario fuera poca cosa, tuvimos que sostenerlo entre Julián y yo para salir del restaurante. Se puso muy necio y decidió que iríamos andando a la casa que nos prestaron para pasar unos días. No estaba lejos, pero en su estado, y en una calle tan empedrada como las del barrio de San Ángel, era un poco una locura. Cruzamos la Plaza de San Jacinto y vimos que se celebraba una boda en la parroquia cercana. Él decidió acercarse a la pareja y caminar junto a ellos al ritmo de la marcha nupcial y, desde luego, al son que le tocaba el tequila ingerido. Fue un milagro que no tropezara. Los parientes de los novios estaban sorprendidos de aquel extraño marchando justo detrás de los novios, pero supongo que se imaginaban que era el amigo de uno de los contrayentes, porque éstos, tan nerviosos por su enlace, no repararon en la intromisión de mi marido. Estaba tan conmovido que hasta lloró cuando ella dijo «Acepto». Después de eso le fue imposible negarse a que lo lleváramos fuera de la parroquia, y nuevamente Julián y yo lo ayudamos a caminar lo más dignamente posible. Al día siguiente, Julián y yo le contamos lo sucedido porque no se acordaba. Nos pidió disculpas y repitió más de una vez que estaba avergonzado. Luego se encerró a escribir, y de ese encierro salió una de sus mejores novelas. Once meses y medio le duraron la culpa y el encierro. Luego, cuando volvió a la calle y a los bares, la terminé yo, pero eso nadie lo sabrá.
     Llegamos a casa y yo fui directo a mi habitación mientras ellos buscaban alcohol en la cocina para seguir bebiendo y haciendo malos chistes. Eran las cuatro de la mañana. Con lo borrachos que estaban me parecía increíble que fueran capaces de armar frases completas. Alguien tocó a la puerta. Abrí y me encontré con la cara sudorosa de Lenin, uno de los amigos. Dijo que quería hacerme una pregunta y se metió a la habitación. Le pedí que saliera pero no me hizo caso, se sentó en mi cama y dio unas palmadas al lado suyo para indicarme que tomara asiento junto a él. Pensé que si lo escuchaba se iría pronto, pero ¡qué ilusa! Un borracho no se va nunca, a menos que le des una patada, y a veces no es suficiente. Me senté, y lejos de intentar hablar trató de besarme. Lo rechacé. Lenin me aseguró que no estaba haciendo algo que mi esposo no estuviera haciendo en este mismo momento. No me extrañaba su comentario: me pareció más curioso que, a pesar de saber lo que iba a ver y lo que iba a sentir si me asomaba, quise verlo. Empujé a Lenin y lo tumbé en el suelo. Nada difícil, considerando el estado en que se encontraba. Bajé al salón y, en efecto, él estaba besándose con una de las escritorzuelas ebrias. La otra estaba intentando quitarle los pantalones con tal torpeza que resbalaba tratando de sacarle la prenda de una pierna. Que hubiera visto una escena semejante en otra ocasión no significaba que quisiera seguir observando por mucho tiempo. Y tampoco dejar que las estúpidas se divirtieran por más tiempo a mis costillas. Me acerqué y él se las quitó de encima en dos movimientos. Las chicas sonreían cínicamente. Me dirigí a él como si ellas no existieran, para recordarle la hora que era. Es muy tarde, creo que ya deberías venir a dormir, dije, y de inmediato empezó a despedir a la gente. Cuando nos quedamos solos decidí hablar con él.
     —Cariño, me quiero ir.
     —¿A esta hora, nena?
     —No, lo haré mañana.
     —¿A dónde quieres ir?
     —Lejos de ti. Estoy aburrida de todo esto —dije, esperando que me pidiera que me quedara, pero su tono, tan serio como el mío, me hizo sentir un golpecillo en el estómago.
     —Sabía que un día me dirías esto… Si decides hacerlo, toma el dinero que tengo guardado, serán unos diez mil dólares, no mucho más, están en…
     —Ya sé dónde están.
     —Claro, claro, tú sabes todo de mí… Y sabes dónde está todo en esta casa… No temas usarlos, son tuyos, quiero que estés bien.
     Él se durmió en pocos minutos. Yo empaqué algunas cosas y me acosté sobre la ropa de cama, a su lado, dándole vueltas a la decisión de tomar el dinero o no, o quizá sólo una parte, o de pronto nada. A irme, a quedarme, a hacer como siempre, como si, al amanecer, lo que había pasado la noche anterior se borrara.
     Me fui. En tres semanas no supe nada de él. No diré que no miraba el teléfono con la esperanza de que sonara. Sentía una libertad que me parecía inmerecida, asfixiante, extraña. Al final decidí tomar parte del dinero, porque lo necesitaba para sobrevivir y también porque me lo había ganado. Tantas traducciones de sus textos, tantas correcciones, tal esclavitud. Empecé a escribir mis propios artículos con poco ánimo. Nunca sería lo mismo terminar lo que él había empezado con maestría, que hacer mis propios comienzos. Estaba de más intentarlo. Nunca lo lograría. Por lo menos no sabiendo que estábamos en la misma ciudad.
     Entré a internet y compré un billete de avión a Praga. Lory siempre me había invitado a visitarla, y contaba con que podía hacer una larga estancia en su casa. La llamé y se puso feliz cuando le anuncié mi próxima visita. Hizo planes en cinco minutos. Me hizo ilusión el viaje, al tiempo que me entristecía dejar todo atrás. Era inevitable, sin embargo, que hiciera una última visita a mi antiguo hogar, donde estaban las tres cuartas partes de mis pertenencias, que había dejado, sin duda, con la idea de que él me buscaría y yo estaría de regreso en una semana o menos. Llegué a la casa, entré con mi llave y encendí la luz. Él no estaba, o eso pensé. Recorrí con la mirada el salón, la puerta de la cocina, la escalera. Cuando llegué ahí, sentí un toque en el estómago al notar que había una luz encendida en la parte de arriba. Me esperaba cualquier cosa. Tragué saliva y subí. La luz venía de su estudio, era la lámpara. Él, en efecto, no estaba en casa. Había unas hojas escritas a mano desperdigadas en el escritorio. Su letra. Nunca le ha gustado escribir a máquina y menos en la computadora, siempre era yo quien transcribía. No pude evitar leer el contenido de las hojas. Me quedé enganchada, como siempre. Sin pensar, me senté y empecé a agregarle palabras, a hacer anotaciones. Terminé los siete folios que encontré. Hacía falta un final, pero entonces sentí como si despertara de un sueño. Yo había ido a recoger objetos personales, nada más. Ya encontraría él un final para su historia. Apagué la lámpara y entré en la habitación. No fui directo al armario sino al bote de basura. Había condones usados y pañuelos. Siempre dije que no me importaba. Siempre me convencí de que eso no me afectaba, pero sentí un golpe en el estómago. Ira, asco, tristeza, celos. Escupí en el bote. Puto de mierda, ojalá te mueras. Recogí lo indispensable y salí de ahí.
    
     Estaba en el aeropuerto dos horas antes de lo necesario. Documenté las maletas y bebía una cerveza en el bar junto a la sala de espera, leyendo una revista. Había pasado casi un mes y él no me buscó. Supuse, igual que él lo hizo cuando le dije que deseaba irme, que esto iba a suceder un día. Me iba a cansar de sus fiestas, de su alcoholismo, de hacer la mitad del trabajo por él, de cuidarlo como a un hijo, de sus infidelidades, de su falta de atención. Pensé que llorar era de mal gusto, pero de todas formas salieron algunas lágrimas. Sonó el celular.
     —Estuviste en la casa, ¿verdad?
     —Sí.
     —Necesito verte.
     —¿Sí?
     —Es en serio, no me hagas esto.
     —No me hagas esto tú a mí… No ahora, por favor.
     —Es en serio, te necesito, siento que me muero… Lena me dio un ácido y me estoy poniendo mal… No es tan divertido como en nuestros tiempos de escuela… Sólo a un pendejo como a mí se le ocurre que puede comer ácido en la víspera de los cincuenta… Por favor- —suplicó, y aquí su voz se cortaba por el llanto—. No me dejes solo, me voy a morir…
     —¡No me hagas esto!
    
     Llené la bañera
de agua un poco más que tibia. Pasaba los dedos para ver que estuviera a la temperatura perfecta. Volví a la habitación y saqué unas toallas, ropa. Lo llevé al baño con dificultad y lo sumergí en el agua hasta el pecho. Su cuerpo recuperó el calor poco a poco. Le acaricié la frente y abrió los ojos.
     —Tenías razón, mi personaje no debía ir al mismo lugar en el mismo día… Esos errores de continuidad son recurrentes en mis escritos, ¿verdad?
     —Verdad.
     —Leí las anotaciones que hiciste… —hablaba lentamente—. Gracias por hacerme notarlo.
     —Por nada.
     —¿Dónde estabas cuando te llamé?
     —Tomando una cerveza, leyendo una revista.
     —¿Dónde?
     —En casa de mi hermana.

 

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