Parece una tontería / Agustín Goenaga

The boy looked at them, but without any sign of recognition. Then his mouth opened, his eyes scrunched closed, and he howled until he had no more air in his lungs. His face seemed to relax and soften then. His lips parted as his last breath was puffed through his throat and exhaled gently through the clenched teeth.
Raymond Carver, «A Small, Good Thing»

 

I.
Cierro el libro de cuentos y me levanto del sillón para ir hacia el cuarto de Isabel. Ella parece dormir boca arriba, pero en realidad tiene los ojos abiertos y mira el techo. No hace ningún ruido, se entretiene con las formas de sus manos o las sombras de las cosas que caminan en la oscuridad. Todavía no amanece. Me sorprende que no tenga miedo. Quizá es demasiado pequeña para tener miedo. Aún está demasiado cerca de todo y por lo tanto le pertenece. Ella es todavía el mundo. Y la oscuridad. Y el silencio. Hace apenas unos meses eran su hogar. La levanto en brazos y la traigo conmigo a la habitación. La luz de la lámpara la hace pestañear.
    El cuento continúa con las llamadas del pastelero a la casa de aquella pareja que acaba de perder a un hijo. Me he aprendido el cuento de memoria. Debo haberlo leído diez o quince veces y siempre la figura del pastelero se vuelve el centro de todo. Es una historia sobre la banalidad del mal. O sobre la fragilidad de los seres humanos. O sobre la banalidad de los seres humanos y la fragilidad del mal. Entonces se trata de otro lloriqueo sobre la fragilidad de la naturaleza humana y de su tendencia hacia la maldad y de lo banales que resultan sus acciones a la mañana siguiente, cuando el pan sale del horno y la tetera silba en la estufa. Por supuesto que no. No se trata de eso. El cuento lo escribió Carver, el alcohólico, no Kant, el eunuco. El niño se muere en la historia. Se muere después de algunos días en coma. Despierta gritando, con los ojos fijos en sus padres, y luego se muere. Por eso cerré el libro y fui a buscar a Isabel. Ella juega en la cama. A veces veo que se adormece y la llamo sin pensarlo.
    Tal vez Carver escribió el cuento y creyó que debía esconder las costuras, el revés del bordado. Cuando uno le da la vuelta resulta terrible. Los padres de aquel niño van y vienen del hospital a su casa, a comer algo, a darse un baño y descansar unos minutos. Mientras tanto el pastelero llama, los persigue para que recojan el pastel que mandaron hacer antes del accidente. Ellos quieren volverse locos. Pero todo eso sigue siendo una sola cara del tapiz. El niño despierta gritando del sueño. Sólo regresa para aullar de dolor y miedo y lanza todo el aire de sus pulmones hasta quedarse hueco por dentro, acostado en una cama de hospital. Sí, en el lienzo está el llanto de los padres, la desesperación, el dolor de perder un hijo, incluso está el niño que despertó gritando.
    Isabel se ha quedado dormida. Siento el impulso de despertarla y levantarla en brazos. No, la ficción es ficción. Que descanse. La dejo entre las sábanas revueltas. Acomodo un poco el edredón para que bloquee su paso si se desliza hacia la orilla. No sé qué haría si algo le sucediera. Me quedaría solo de nuevo. Bajo a la cocina a preparar café. Sí, Carver escribió el cuento al revés. O, bueno, no al revés, pero se limitó a describir la conducta de los que rodeaban al niño. No hay nada sobre su muerte. No hay nada sobre el vacío encerrado en el silencio del niño, como si el cráneo fuera la cáscara de una nuez. Nadie sabe qué hay dentro de la cáscara de la nuez. Pero el niño despertó gritando y se murió.
    Me sirvo una taza de café y me encamino de regreso a la habitación. Debería escribir el otro lado del cuento. La idea de pronto me emociona y abre un hueco en mi estómago, como si alguien me desprendiera el diafragma igual que una calcomanía mal pegada. Hay algo mezquino en ello. Tal vez Carver no lo hizo por pudor hacia el niño, por respeto a los padres. Pero es que despertó gritando. Si tan sólo pudiéramos suponer lo que vio en esos días. Qué sueños puede tener un niño con un coágulo apretándole el cerebro, abrazándolo como una orquídea. Apuro el paso. Quiero ver que Isabel esté bien. Me sentaré en el escritorio y esbozaré algunas ideas para ese relato. Hace mucho tiempo que no escribo algo breve. Me vendrá bien. La novela está detenida. Derramo algunas gotas de café en la escalera. Las seco con la planta del pie, con el calcetín marrón que me he puesto para dormir.
    Isabel está bien. Duerme. El pecho apenas se mueve, pero el sosiego, la casi sonrisa, me tranquilizan. Mis miedos son ridículos.     Supongo que a todos les pasa en algún momento, cuando salen del cine y en los semáforos se vuelven para asegurarse que no haya nadie escondido en el asiento trasero. La ficción no maldice, ni vaticina. No existe.
    Enciendo la computadora y comienzo a escribir. Primero es el golpe, es el automóvil que no alcanza a frenar y manda al niño contra el pavimento. No fue un golpe estremecedor, la escena no fue espectacular, no salió el cuerpo dando vueltas por encima del coche hasta el otro lado de la calle. En realidad el carro redujo bastante la velocidad antes de chocar contra el niño. Él cae al suelo y se levanta. Su amigo le pregunta cómo está y luego cómo fue, qué pensó cuando cayó al piso, pero él no contesta. Regresa caminando a su casa. La madre le dice algo, limpia los rasguños con desinfectante y él se queda dormido en el sillón.
    Entra un poco de luz por la ventana. Las siguientes imágenes en el relato sólo pueden ser las de un sujeto monstruoso acostándose sobre el niño. Es el coágulo que comienza a formarse en el cerebro. Él está tendido en el sillón y siente cómo un hombre se acuesta encima. Siente la hebilla helada del cinturón contra su espalda. No puede respirar. Intenta llamar pero la voz se detiene en el camino y regresa a sus pulmones. Cuando abre la boca descubre que ya no puede volver a cerrarla, como si le hubieran metido una bola gigante de algodón, o tal vez se trata de la mano del sujeto que tira de su mandíbula. Empieza a llorar. El tipo extiende su abrazo. No puede mirarlo, pero sabe que es un hombre gigante, deforme, con los ojos inyectados. Su madre estaba ahí hace un momento, pero ahora se ha ido, como si supiera lo que está pasando y a propósito mirara hacia otro lado. Lo levantan en peso, el hombre lo lleva cargando, lo saca de la casa y lo mete a un automóvil. Esto es estar muerto, le dice al oído. Pero él no puede estar muerto. Cuando uno se muere ya no tiene cuerpo y él ha sentido cada parte, todo lo que hizo el tipo mientras estaba encima. No puede llorar, no le salen lágrimas. A lo mejor es cosa de tiempo, el cuerpo se va perdiendo poco a poco. Pero tiene miedo. Le duele mucho la cabeza, como si el sujeto se le hubiera metido también ahí adentro.
    Después vendrá la imagen del hospital. Apenas la intuición de llegar a algún lugar parecido a una cárcel. Él vería a su madre conduciendo el automóvil. No. Escuchó su voz. Nada más.
    Me siento culpable. No puedo escribir así de un niño. Aunque no haya existido, no puedo escribir así de un niño. Miro a Isabel que sigue dormida. Sería horrible poner estas imágenes en su cabeza. Si supiera que su padre piensa en estas cosas me abandonaría también. Es demasiado pequeña para irse. Me necesita. Pero hay que abrir la nuez para ver qué hay adentro. Si consiguiera entender lo que vio el niño en esos tres o cuatro días que estuvo en coma… Me dirán que no vio nada, que su cerebro estuvo apagado, pero no, despertó gritando, despertó gritando contra sus padres, clavó los ojos en ellos y gritó hasta que sus pulmones quedaron como bolsas del supermercado mojadas.

II.
Conduzco hacia el Hospital Civil. Acabo de dejar a Isabel con mis padres. Se sorprendieron de que la llevara tan temprano. Lloró cuando la cambiamos de brazos.
    El teléfono sonó hace un par de horas. Serían las cinco o seis de la mañana. No me despertó el timbre del teléfono sino el llanto de Isabel. Debe haber sonado varias veces. El hijo de mis amigos se cayó de las escaleras de su casa. Laura tenía la voz llorosa. Calmé a Isabel y volví a dormirla. Me metí a la regadera mientras esperaba que se hiciera de día y llamé a mis padres. Ellos despiertan temprano. Ya no pueden dormir muchas horas seguidas. En el baño me acordé del cuento. Es como el texto de Carver, con algunos cambios menores aquí y allá, como si ese editor salvaje que perseguía a Carver (¿o Carver lo perseguía a él?) le hubiera metido mano.     No, ni siquiera. Porque Lish sí le cambiaba el sentido al cuento. Aquí pareciera ser lo mismo, sólo que en vez de automóvil fueron unas escaleras, y en vez de pastelero voy yo a hacerles compañía. ¿Yo soy el pastelero entonces? Sí, es como si un editor hubiera hecho algunos cambios. Pero hay dos versiones del cuento de Carver. En una se muere el niño y en la otra no, o por lo menos el relato termina antes. ¿Cuál estamos viviendo? Si Laura y su marido supieran que estoy pensando estas cosas me matarían. Espero que su hijo no tenga nada malo. También los padres del niño del cuento esperaban eso. También ellos se repetían que el niño sólo estaba dormido, que despertaría de un momento a otro. En la segunda versión no. En la segunda versión también eso quedó fuera. Lish era un editor salvaje. Despojó el cuento de cualquier rastro de humanidad. La figura del pastelero resulta una voz detrás de la línea telefónica. Los padres del niño apenas hablan, su sufrimiento parece de cartón. El niño no muere gritando. «El baño» lo titula entonces. «El baño». Sí, en algunos cuentos las cosas fueron distintas, le dio forma al sentimentalismo de borracho de Carver y luego lo enfundó en el traje de caballero minimalista, como la leyenda de aquellos gatos bonsái que hacían crecer en botellas cuadradas. Hay que ser salvaje para hacer algo así. Hay que carecer de toda empatía. Es como editar la vida de una persona. Sobre todo si Carver le había rogado que no lo hiciera, que por piedad no lo hiciera, porque no podría volver a escribir.
    Hay que ser salvaje. Hay que ser salvaje.

III.
Laura está deshecha en un sofá del área para visitantes. Su marido habla con unas enfermeras. Ella se quita el pelo de la cara cuando me ve llegar pero no se levanta. Me acerco y le doy un abrazo. No puedo imaginarme lo que siente. No sé qué decir. Pienso en Isabel. Debe de seguir dormida.
    —¿Cómo está?
    —Dicen que es probable que no despierte.
    —¿Cómo?
    —Está estable pero inconsciente. Temen que se quede así. ¡Es mi hijo!
    —…
    —Fue por agua. Estaba asustado. Había tenido una pesadilla y no quiso despertarme. Bajamos cuando oímos el golpe. Él todavía estaba lúcido, lloraba un poco pero no mucho, pensé que no era grave pero se desmayó después.
    No sé qué más decir. Me quedo sentado junto a ella. Se acerca Rodrigo. Me levanto y me da un abrazo. Se asoman algunos cañones de barba en su cara. Me dice que va a estar bien, que los doctores ven posibilidades de que mejore. Sólo ha sido un fuerte golpe.
    —Íbamos por un café, pero las enfermeras dicen que ninguna se puede quedar con él mientras estamos fuera.
    Ellos son buenas personas. Son buenos amigos. Nos acompañaron al principio, durante los primeros días después que Ana se fue. En cuanto dejó de amamantar a Isabel dejó también la casa. Ahora ya no preguntan por ella. Desde hace un par de meses dejaron de preguntar, a diferencia del resto, que todo el tiempo me preguntan por Ana y se les nota en la cara que por dentro desean que les responda que todavía no sé nada, o que la policía la encontró en una zanja o que se fue con alguien más. No, ellos no preguntan.
    Él se sienta junto a su mujer y ella inclina la cabeza sobre su cuerpo. Su hijo está dormido, está inconsciente, está muerto.
    —¿Puedo verlo?
    Ambos levantan la vista. Me queda claro que les extraña la petición. A mí también me sorprende. Jamás he jugado con el niño, lo habré visto una o dos veces hasta ahora.
    —Sí, por supuesto. Vamos.
    Me conducen por el pasillo y luego entramos a una habitación. Seguro olvidaron ya el café. El niño duerme en la cama, boca arriba, con una venda que envuelve su cabeza, cubre un ojo y la oreja derecha. Rodrigo se queda afuera del cuarto. Laura se sienta en la orilla de la cama y yo permanezco de pie, a un costado, sin decir nada.
    —Puedes hablarle. El doctor dijo que puede escuchar si se le habla.
    No se me ocurre nada qué decir. No digo nada. Me quedo de pie, mirándolo, sin decir nada. Intento sonreír al menos, mostrar simpatía.
    —Cayó de las escaleras porque tuvo una pesadilla y no quiso despertarme. Los calcetines resbalaron en la madera y se golpeó la cabeza. Cuando escuchamos el ruido salimos a ver. Había un poco de sangre en los escalones. Parece que rodó desde arriba.
    —No deberías hablar así. No enfrente de él. Ya ves lo que dijo el doctor, puede oírnos.
    —No, no puede oírnos, es como si estuviera muerto.
    Él no responde. Desaparece por el pasillo.
    —Cuando bajé respiró un par de veces y abrió los ojos. Casi no lloraba, me dijo que tenía miedo, que había tenido una pesadilla, y se desmayó. Tenía la cabeza abierta y el brazo doblado debajo de su cuerpo. El doctor dice que también se rompió varias costillas.     Creo que por eso casi no lloraba, no podía, le dolía.
    Ahí está el niño, encerrado en un cadáver, escuchando de labios de su madre la historia de su muerte. Oye al padre armar el ataúd fuera del cuarto. Así tendría que seguir el cuento. La madre habla en la orilla de la cama, aguantándose el llanto, mientras el niño escucha todo pero no puede moverse. Su cuerpo se ha convertido en una mortaja. Miro a Laura, se ha soltado a llorar. No sé si deba acercarme. No sé cuánto tiempo hace que está llorando. Sé que debería decir algo. Sé que por lo menos debería sentarme en la orilla de la cama y pasarle el brazo por los hombros. Pero no puedo. Además hay algo hermoso en la escena, algo conmovedor en cómo el hijo se ha convertido en un pedazo de madera. Una frase así no podría quedar en el cuento, habría que dejarla sugerida apenas. Sin embargo es cierto.
    —Vete por un café. No te preocupes, yo lo miraré mientras no están. Si se despierta les avisaré enseguida.
    Ella se levanta sin alzar la cabeza. Pongo la mano sobre su nuca, acaricio sus cabellos por encima y la conduzco hacia la puerta.     Laura mira al niño una vez más y desaparece también por el pasillo. Busco dónde sentarme, no quiero ocupar el lugar de Laura en la orilla de la cama. Hay una silla en una esquina. Voy hacia allá y me siento. Debería llamar a mi madre, preguntar cómo está Isabel. Lo haré en cuanto regresen. El niño tiene el rostro impávido. Me pregunto qué estará viendo detrás de sus ojos. Me levanto otra vez de la silla y lo miro de cerca, como cuando volteo en el cine y veo los rostros de la gente. Pero él no se mueve, no mueve un músculo. A lo mejor tiene abierto el ojo debajo de la venda y nos está jugando una broma a todos. A lo mejor se está saliendo el vacío por la abertura en el cráneo. De un momento a otro se levantará gritando, escupiendo contra sus padres y morirá entonces. Sí, si la ficción dejara de ser ficción. Hay un cuaderno colgando al pie de la cama con una pluma atada a un pedazo de hilo. Las enfermeras marcan ahí sus rondines. Debería anotar todo esto antes de que lo olvide. Podría terminar el cuento sobre el niño de Carver. El coágulo se está formando en el cerebro y nadie lo sabe. Una segunda cabeza, roja, demoníaca, le está creciendo dentro del cráneo. Lo abraza por dentro, como nunca lo abrazará ninguna amante. Nunca lo abrazará ninguna amante. Punto. Debería anotar estas ideas. Nadie se dará cuenta si arranco una de las hojas del cuaderno. Podría escribirlas antes de que lleguen ellos y guardarme la hoja en el bolsillo del pantalón. No, no podría. De todos modos no tendría sentido. Me matarían si alguna vez leyeran eso. Para qué tomar las notas si nunca escribiré el relato. Tal vez antes podría haberlo escrito, pero no ahora, no ahora, pensarán que estoy escribiendo sobre ellos. Jamás creerán que esté hablando de otro niño, de un niño que no ha existido nunca, que apenas aparece en el cuento de Carver, que no es nadie real. ¿Y si Isabel lo leyera? ¿Si viera de lo que es capaz su padre, de las cosas que nacen en su mente cuando ella está dormida? Pero la imagen es insustituible, irrepetible. El muchacho se va a levantar de un momento a otro con un grito terrorífico, como si volviera de la muerte nada más para decirnos que sí, que es todo lo que tememos que sea, y después morirá de manera definitiva. Entonces tengo que saber qué es lo que vio, qué es lo que está mirando ahora. Si lo cuento quizá no nos dará miedo en adelante. Traducir el grito. Es el sujeto tendido sobre él en el sillón. Es el viaje en el automóvil, escuchando la voz de su madre mientras conduce y pronuncia una letanía incomprensible, es el sujeto que lo lleva en las piernas, en el asiento trasero, y le repite al oído que eso es la muerte, una y otra vez. Y después no es el desconocido, sino su propia madre que le repite la historia de su accidente al oído, que le describe cada golpe contra los escalones, hasta quedar inconsciente, hasta llegar adonde está ahora. Tal vez Ana regrese si por fin publico algo que valga la pena. Tal vez cuando vea que sí puedo ponerme en los zapatos de alguien más, meterme en el cráneo y ver lo que ellos ven, que no soy un cerdo egoísta.

 

 

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