Maceta de carne / Gabriela Torres

I
El humano es, por naturaleza, conformista. La naturaleza, por naturaleza, es también conformista. Ningún excelente objetivo debe tener como meta la finitud. Y, aunque he visto a muchas plantas aferrarse en la sequía, también fui testigo de las muertes de mi padre, de mi abuelo y otras tantas desgracias de etcéteras familiares.
Esta metáfora es una constelación hirviendo dentro de la piedra.

II
Cuando los españoles nombraron al frijol, tomaron dicho significante de la raíz latina phaseolus.No imaginaban que el convencionalismo los llevaría después a decirles alubias o judías; ni que, en su convencionalismo, otras culturas habríamos de reproducir el frijol con otras bocas. Quién diría que el naturalismo alimenta y el convencionalismo predetermina. Phaseolus o no, su alto contenido en hierro ha persuadido el hambre y la imaginación (cuando el hastío) de prepararlos de múltiples maneras. Nos reconocemos en un significante y somos su significado. Innegable ser phaseolus y todas sus formas. Innegable reconocer nuestra ancestral convivencia por los siglos de los siglos.

III
Era por los sesenta cuando mi abuelo se convirtió en una cifra del desempleo. Era también su inexorable suerte la que lo obligó de inmediato a aceptar un puesto como cargador en Ferrocarriles Mexicanos. Fueron también su cultura y su poca previsión las que los llevaron a él y a mi abuela a tener diez hijos, imaginando reponer con uno la potencial muerte de algún otro. Mejor tener hijos de repuesto que pérdidas irreparables. No perdieron a ninguno y, sin embargo, mantuvieron diez esperanzas que gritaban de hambre o desazón por divertirse con un décimo de juguete.
    Mi madre, estando en los lugares de en medio, incomprendía los reclamos de los mayores y el llanto de los más pequeños. Creció en una colonia de vagones amontonados que simulaban las recámaras de una casa, pues ésa fue la promesa de hogar que decían las prestaciones del contrato. Descalza, caminaba una infancia entre charcos olvidados por la ausencia de drenaje. Fue por entonces que el menudo cuerpecito se volvió inmune a los moscos de la humedad, a las gripes, a los tornillos y láminas oxidados ocultos en las lagunas de lodo. No conocía el unte de pomadas de eucalipto sobre el pecho, ni las pastillas contra el malestar estomacal, y ni pensar en el solo hecho de quejarse de un raspón. Vivir era su culpa, por eso caminaba con la mirada agachada, como pidiendo perdón al suelo
por osar pisarlo. Su diversión eran brinquitos apenas dados, una bebeleche delineada en tierra, las escondidas con mímica para mi tía Lola, que era sorda y a la que no podía hacérsele trampa; incluso tenía el derecho de nunca ser la que buscaba, y si, al terminar el conteo, Lola aún no se escondía, debían regresar de nuevo al uno. Fue así que en el aburrimiento de un juego siempre predecible descubrió la soledad. Jugar sola a las escondidas, sin que nadie la encontrara. Comenzó a imaginar a mi padre, a nosotros. Fuimos un plan elaborado bajo las láminas del vagón que era su casa. Pensaba en mí y en mi nombre, en este oficio de escribir a su familia. De recordarla así: comiendo lluvia en medio del lodazal.

IV
La mitología y el simbolismo de las plantas en su hibridación con el cuerpo humano son vastos; incluso las alegorías de nombrar las distintas partes de nuestro cuerpo con conceptos nominativos del reino plantæ. Al final, imaginar que nos convertiremos en polvo, y este mismo se fundirá con la tierra que lo alimenta. La naturaleza es una cosmogónica cinta retorcida; un uróboros que se come y se vomita para seguir con el plan vitæ. La evolución del mundo en un todo. Y entonces ver nuestro rostro como potencial composta.

V
Mi madre disfrutaba del sonido de la lluvia sobre el techo del vagón. Se acurrucaba con el golpeteo del agua, unísono y otras tantas veces a destiempo por alguna gotera imprevista. Dormía con una melodía de lluvia que en su invierno fue parte del soundtrack. Con su dedito simulaba los tiempos de las gotas sobre la sábana. Era su manera de cantarle la llovizna a mi tía Lola. Compartían cama, o esas cobijas heredadas. Se abrazaban para mitigar el frío. Para dormirse con la lluvia que una escuchaba y la otra sentía en el temblor de las sábanas.

VI
La germinación se debe a un estado de reposo intercalado por determinado porcentaje (según el tipo de semilla) de luz y humedad. Y como todo proceso de reproducción sexual, necesita de cierto tipo de ambiente. Es hasta aquí que no se tienen datos fidedignos del orgasmo de las esporas, o si las esporas tienen orgasmos. Existe, muy probablemente, dentro de lo utilitario de la reproducción, un algo similar a lo que la convención ha nombrado como placer dentro del acto sexual. Sin embargo, la única certeza es que no todos los actos (significados) tienen un significante.

VII
Cuando le dijeron que su caracol había sido dañado, mi madre imaginaba un animal dentro de la oreja de mi tía Lola. Luego, cuando le explicaron las partes de la oreja, supo que el caracol es el conducto en espiral al final del oído interno. Imaginó un mundo dentro del cuerpo. Mosquitos, plantas, insectos que, al igual que el caracol, hacían nuestro cuerpo funcional. Para ella éramos comunidades de especies caminando por el mundo. Colonias y sociedades llamados Yo. Fue su justificación disociada. Entonces, el caracol dentro de su hermana estaba muerto. Miraba, más consciente, las plantas de sus pies, las palmas de sus manos. Pensaba en el contacto con el lodo, la tierra, el agua; eso lo explicaba todo.
Mi tía Lola estaba siendo asepsiada con infusiones de sal y hierbas para desinfectar la herida en el interior de su oreja. Mi tía Lola paría larvas a los costados de su cabeza como Zeus a Atenea. Mi tía Lola fue declarada sorda a sus siete años.

VIII
Aunque no hay tantos casos conocidos sobre la fitofilia (el gusto o amor por los seres del reino plantæ) en la subcategoría sexual con humanos, existe un tipo de avispa macho australiana (Lissopimpla excelsa) que copula con crisantemos. La flor se traviste de avispa hembra para atraer al macho y para que éste propague su polen. Según estudios científicos, existen algunas avispas machos que pueden interrumpir el coito con una avispa hembra, seducidos por una flor de crisantemo.
No se conocen muchos casos sobre seres humanos que copulen con plantas. Hubo, sí, y probablemente seguirá habiendo, declaraciones de algunos que aseguran haber sido procreados por la unión de una planta y un humano. Incluso hay reveladores mitos que refieren seres extraordinarios que viven en el bosque, efecto de la condición del despertar sexual en aislamiento; por ende, la masturbación femenina o masculina sobre tallos, flores, ramas. Pero nada más (1).

IX
Mi abuelo hacía trueques con los campesinos de la región. Cambiaba un costal de frijoles al mes por transportar gratuita y clandestinamente su mercancía al Mercado de Abastos de Monterrey. Por cada diez costales de frijol, obtenía uno. Frijol pinto. En su casa se hervían diariamente. La abuela aprendió a prepararlos en todas sus formas. Tenía recetas mentales para no aburrir al abuelo. Con queso de chiva, pico de gallo, huevo con frijoles, caldo de frijol con verduras, con chorizo, con comino, chile, ajo y a la charra cuando había carne. Sus hijos eran cúmulos de hierro. Nada más hacía falta; en la casa siempre habría frijoles mientras el abuelo siguiera transportando, clandestinamente, mercancía a los frijoleros.

X
Aunque es harto común el abuso a ciertos animales (generalmente hembras) por parte de los seres humanos durante su despertar sexual (en su mayoría en el campo), no es tan común el abuso a las plantas. Rezan algunas leyendas en torno a la fitofilia que son las plantas quienes abusan de los seres del reino animalia; si es que abuso puede llamársele a determinada seducción por parte de flores, árboles, semillas, vainas y otras especies del reino plantaæ. Los animales (incluido el humano) son atraídos por aromas, sabores, colores y otras técnicas de seducción natural. Existen vastos mitos en torno al enamoramiento de las plantas y cómo éstas son capaces de actuar en pro de conseguir sus objetivos amorosos o de simple placer, pues amor es un significante acuñado por los humanos.

XI
Al principio fue risa. Las burlas de los hermanos mayores cuando se supo la noticia. El exceso de frijol en casa era parte del encanto. Y la ausencia de juguetes suscitaba la presencia de imaginería. Edificaciones de frijol, calcetines rellenos de frijol que daban forma a un muñeco con ojos también de frijol. Latas con frijoles dentro que simulaban maracas, dibujos en técnicas mixtas de frijol, resorteras con balas de frijol, arquitectura efímera de frijoles y frijoles que representaban cochecitos amontonados por el tráfico de unas calles sobre el lodo acanalado con los deditos de mis tíos.
    Mi tía Lola, quizá hastiada de los predecibles juegos con frijoles, los introdujo en todos los huecos de su cuerpo. Quizá expectante de algún resultado menos aburrido; quizá intrépida, quizá temerosa, quizá hedonista, quizá.

XII
La sexualidad de las plantas o la sexualidad vegetal ha sido, la mayoría de las veces, estudiada desde una perspectiva meramente científica. En muy raras ocasiones los estudiosos se encargan de la psicopatología de las plantas. Qué decir del nulo interés en la psicopatología de las semillas. Digamos psicopatología por nominar un acto, no necesariamente esto debe nombrarse psicopatología y sin embargo. Entonces, es decir, entonces nadie ha cuestionado la placentera sexualidad de las semillas. Algo que no es utilitario, algo más que la mera reproducción por preservar una especie. Algo más que significar sólo phaseolus, algo más allá de la convención o la domesticación de los vegetales. Algo más que nominar como se etiquetan los productos en el supermercado. Algo que no es necesidad. Algo que no. Algo.

XIII
La nariz los expulsó por la natural secreción de las mucosas ante un elemento ajeno. La vagina los echó con la fermentada orina mañanera; ni siquiera pudo introducirlos profundamente en el ano; los ácidos gástricos deshicieron los pedazos que los dientes masticaron al introducirlos oralmente. Nunca se le ocurrieron los ojos, o quizá sí, pero era inmediato, inminente el rechazo. Los oídos, entonces.

XIV
También existen seres (pero este hecho es de una retórica más verosímil), en el reino animalia, que utilizan a otros seres para completar (o complementar) su ciclo reproductivo. Algunos no sólo utilizan otros cuerpos diferentes de su especie para cumplir con dicha etapa; algunos lo hacen por mero desconocimiento, otros por intereses de temperatura, supervivencia, instinto o quién sabe si por mera diversión o entretenimiento. Algunos cuentan (y este mito se ha esparcido por siglos en el campo) que las ajolotas preñadas se introducían en los úteros de las mujeres para proteger sus huevecillos. Completado el mes en el ciclo reproductivo de los ajolotes, la mujer paría un sinnúmero de larvas de anfibios. Esta leyenda es un tanto inverosímil ya que, teniendo en cuenta la temperatura corporal humana (superior a los 35°C) y la temperatura a la que estos huevecillos deben ser incubados (entre 18 y 22°C), sería casi imposible (pero cuesta aquí mencionar la imposibilidad) que las crías no fueran cocinadas por la temperatura del cuerpo humano.
    Otros seres del reino de la naturaleza que utilizan a otros con finalidades reproductivas o de supervivencia son los del reino monera, notoriamente dañinos para el reino animalia. Algunas veces sus ciclos vitales pasan de parasitar un estómago de animal doméstico para luego en la evacuación llegar a una planta; para luego, en la adolescencia, parasitar a un animal que consuma dicha planta; y luego, en la adultez, parasitar a quien coma la carne de ese animal que consumió la planta portadora de otro desecho animal, y así finalmente morir ante una inyección de medicina alópata, quizá, irónicamente (pues así es la vida) hecha con desechos de otra planta u otro animal evolucionados en químicos.

XV
Mi madre supo. Mi madre presentía en sus infantiles y cómplices juegos que su hermana Lola tenía algo que no la dejaba escuchar. Durante días tuvo que gritarle; sin embargo no lo dijo por miedo, por el cómplice miedo que mi tía tuvo de decirles a los abuelos que llevaba días sin escuchar siquiera el rechinido de las llantas de hierro sobre las vías del tren. Avisar, mencionarlo a sus padres, llevaría un castigo doble, pues en su casa también se les cortaba la cabeza a los mensajeros.
    El agua que escurría en los jicarazos por los costados de la cabeza. El chorro del agua que se colaba por las cuencas de las orejas. Las raíces que la semilla germinaba perforando el tímpano: abrazando con sus tentáculos yunque, martillo, estribo; errante tallito buscando salida en la trompa de Eustaquio. La fotosíntesis primaveral por las orejas. El cabello peinado detrás de las hojitas que mi abuela no podaba porque no tenía tiempo de ocuparse de diez hijos. Y mi madre que veía a su hermana con hojas en las orejas. Y las burlas en la escuela, pues a pesar de la pobreza mis abuelos procuraban proporcionar aunque fuera los años de primaria.
    Era éste su hábitat de óxido. Entre las láminas foliadas que eran las paredes de su casa. Con una hermana vendada por la cabeza mientras niñas jugueteaban entre charcos paisajes de otros reinos. Mientras la humedad en las plantas de sus pies y los hongos entre los dedos. Mientras le contaba en lenguaje signado a su hermana que algún día tendría un hijo biólogo que pudiera entender esa filia de las semillas por germinar en orejas.

XVI
Es decir, casi ninguno se cuestiona fuera de la otredad inmediata del reino animalia. De las semillas que, carentes de razonamiento, despiertan sexualmente en un hábitat ajeno; en los moteles de carne que a su vez fungen como incubadoras germinantes. Es hasta aquí que pretendo justificar el porqué de mi interés hacia el placer sexual de las semillas. El orgasmo fotosintético en las macetas de carne, el deseo de la verdadera otredad: microscópico placer.
    En este pequeño texto, a manera de prólogo introductorio, pretendo que se explique mi interés hacia los estudios semánticos en la sexualidad atípica de las semillas. Demostrar que no todos los significados del deseo son siempre culturales.

XVII
El dictamen, según los otorrinos, era el de una sordera total, pues arrancar la planta de raíz implicaba abrir la cabeza, una probable operación (trepanación) fatídica. Así fue que extrajeron las raíces tiernitas, espirales asidas al oído interno desde fuera de la oreja. Una lenta cicatrización que repusiera, reinventara la carne para rellenar los huecos donde antes las orejas.
    No nada; no otra cosa sino el olor. El hedor de carne podrida sobre la diadema de vendas, es lo que dice mi madre que recuerda de esos días. Las vendas engusanadas; mi tía que dejó de ir a la escuela, pues en su imaginación de niña el frijol estaba enamorado de ella. Mi abuela que alegaba chiflazón y locura de la ahora hija sorda. Mi abuelo con culpa, pensando en el karma de lo clandestino. Mi madre madre de su hermana apenas un año menor. Mi tía que acusaba a un frijol de su tierna desventura.

XVIII
Es en el primer capítulo que contaré dos historias de leyendas populares para ilustrar, en contraparte, lo científico de lo que he llamado alegóricamente Macetas de carne: germinación o reproducción sexual de las semillas en cuerpos humanos. La primera es la desafortunada historia de mi tía Dolores, mujer que quedó sorda a muy temprana edad por introducir frijoles en ambos oídos. La segunda es la historia de una mujer que introdujo ajos para desinfectar su vagina; es esta última la que da nombre al famoso best-seller Mis hijos ajos.

 

(1) Existe también el mito, según creencias populares, de que las mandrágoras crecían solamente bajo los patíbulos de los ahorcados, producto de gotas de semen que escurrían de sus cuerpos durante las últimas convulsiones de sus muertes. Frutos de un coito entre la tierra y el ahorcado.  

 

 

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