Como los matrimonios viejos / Eduardo Antonio Parra

Cada vez que pienso en mis nexos de lector con la obra de Juan Rulfo me invade una mezcla de sensaciones cuyos ingredientes son la perplejidad, el ridículo, el cariño, la admiración absoluta y el orgullo. Supongo que a otros lectores les ocurre lo mismo. Me refiero, por supuesto, a lo de la mezcla de sensaciones, no a los elementos que la integran, pues éstos tienen más que ver con experiencias personales, con la biografía y el carácter de cada quien, que con la obra en sí. Toda obra de arte genuina, no importa el género al que pertenezca, es capaz de despertar en quien la contempla, la lee o la escucha una serie de emociones y sensaciones diversas, en ocasiones incluso contradictorias, que se relacionan de modo íntimo con el momento, o los momentos de vida por los que atraviesa el espectador. Y si la relación es larga, es decir, si los acercamientos a dicha obra se repiten a lo largo de los años —como me ha ocurrido con Pedro Páramo y El llano en llamas—, se establece una suerte de convivencia semejante a la de los matrimonios viejos: han experimentado todos los estados de ánimo, han transitado de la felicidad al sufrimiento y viceversa, han caído en la costumbre para revivir de cuando en cuando momentos de intensa alegría y al final consiguen convivir en santa paz. Este año Juan Rulfo cumple un siglo de haber nacido. Su obra acaba de rebasar las seis décadas. Mi relación con ella, como lector, lleva alrededor de treinta y cinco años. Se inició, como quedó anotado más arriba, a través de la perplejidad.

Creo que Juan Rulfo ha derramado
su influencia mucho más por el norte de México
que por el resto del país

Acababa de terminar la secundaria y me hallaba en esa etapa mágica en que la literatura comienza a ejercer su mágica seducción sobre la mente, que exige un nuevo libro apenas se ha llegado a la página final del anterior. Nadie me lo recomendó. Mis maestros de literatura, que se limitaban a seguir un programa mediocre, jamás mencionaron el nombre de Juan Rulfo. Tal vez me atrajo el título al visitar una librería. Acaso fue la portada de Pedro Páramo en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica: un dibujo garabateado sobre un fondo amarillo cuyas líneas se enroscaban y empalmaban para crear una figura fantasmal. Lo compré y lo llevé a casa. No recuerdo si lo comencé a leer ese mismo día o un tiempo después, pero las que sí se quedaron grabadas en mi memoria para siempre fueron las palabras iniciales de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo». La escena completa de Juan Preciado entablando con el arriero Abundio una conversación misteriosa, enigmática. Y enseguida, al concluir el primer fragmento, la perplejidad: ¿de qué se trata esto? ¿Quiénes son estos personajes? ¿Por qué no sigue la historia? ¿Quién es la que está hablando ahora?
     Con el paso de los años y con nuevas lecturas comprendí que mi primera experiencia en el interior de las páginas de la única novela de Rulfo fue todo menos novelística. Fue, más bien, algo semejante a una lectura poética: no comprendí la historia, me perdí infinidad de veces entre fragmento y fragmento, no sabía a cabalidad de qué me estaba hablando el autor, y sin embargo sabía —intuía— que me hallaba ante algo grandioso, artístico, donde el ritmo de las palabras, su cadencia, su sonido, imantaban mi mirada al grado de no permitirle despegarse de las líneas a pesar de que las imágenes, los diálogos y las escenas se reborujaban en mi cerebro hasta plasmar en él un garabato muy parecido al dibujo de la portada. Recuerdo que al llegar al final, «se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras», cerré el volumen y sentí que había realizado una hazaña: algo así como encontrar la salida de un laberinto tras sufrir interminables instantes de angustia entre sus corredores. Perplejo, pero salí. Poco después, un amigo con muchas más lecturas que yo me preguntó si me había gustado Pedro Páramo. Al responderle que creía que sí, pero que no sabía si la había entendido, dijo: «No hay nada que entender. Todos están muertos. Eso es lo chingón».         
     No fui un lector precoz, como puede advertirse, y mi trato con la literatura mejoró de modo muy paulatino durante la adolescencia. Leía sin conocimiento, sin dirección y casi sin recomendaciones, pero convencido de que con el tiempo podría orientarme entre los libros. Ya en la preparatoria, de vez en vez entraba en la biblioteca —siempre sola— a recorrer los estantes por si había algún título que me atrajera. Fue en una de esas ocasiones cuando me topé con un pequeño volumen firmado por el mismo autor de Pedro Páramo: El llano en llamas. Lo dudé un poco, acaso recordando la perplejidad en que me dejara el primer acercamiento al autor. No obstante, en los meses transcurridos había aumentado mi acervo literario, lo que me decidió a llevarlo a una mesa. Lo abrí. Inicié la lectura y la encontré más sencilla, fluida, comprensible. Una historia que hablaba de los campesinos defraudados por el gobierno durante el reparto de tierras prometido por la Revolución. Al terminar el fragmento la historia dio un giro: ya se trataba de otra cosa. No me sorprendí, había leído Pedro Páramo y sabía que así se las gastaba el autor: solía descoyuntar la línea argumental sin aviso, como poniendo a prueba a los lectores. Ya regresaremos al tema del reparto, pensé. Sin embargo, en cada capítulo de la novela el escenario, los personajes y la trama cambiaban por completo. A medio libro volví a sentirme perplejo. Lo dejé para retomarlo más tarde. El maestro de Literatura Hispanoamericana me vio salir de la biblioteca y me preguntó qué estaba leyendo. A un autor rarísimo, le dije. Juan Rulfo. Me preguntó si leía Pedro Páramo. No, ésa ya la había leído antes, ahora estaba con otra novela de él, El llano en llamas. Pero no conecta ninguno de los capítulos, al menos hasta lo que llevo, unos tratan de algo y otros de cosas distintas, le dije. Sonrió. Luego soltó la carcajada. Me sentí ridículo, y la sensación se fue recrudeciendo en mi interior mientras el maestro me explicaba las diferencias entre una novela y un libro de cuentos, diferencias que, según él, debía haber aprendido desde la secundaria. Cuando regresé a la biblioteca para concluir la lectura del libro la sensación de ridículo me acompañaba y, a pesar de que las historias cortas del autor me impactaron por su fuerza, siguió conmigo durante varios años más, cada vez que pensaba en mi primer acercamiento a los cuentos de Juan Rulfo.
     Quizá las dos experiencias referidas influyeron para que con los años volviera una y otra vez a recorrer las páginas de los dos libros de Rulfo. Tal vez volví a ellos porque durante mis estudios de Letras entendí que se trata de las cumbres más altas de la literatura mexicana. Uno de mis maestros decía que, así como la historia universal se divide en «antes de Cristo» y «después de Cristo», nuestra literatura se divide en «antes de Rulfo» y «después de Rulfo». O acaso siempre releo El llano en llamas y Pedro Páramo porque simplemente no soy capaz de evitarlo: el hechizo de su lenguaje es tan poderoso que me hace sucumbir de nuevo sin remedio. En mi vida de lector con ningún otro título he sostenido tratos tan constantes como con estos dos.
     Recuerdo, por ejemplo, una lectura con cuaderno y pluma al lado, no sólo para anotar las frases más poéticas, sino para dejar registradas mis observaciones acerca de la manera en que inician y concluyen los fragmentos de Pedro Páramo, apuntes que me llevaron a reflexionar sobre la idea de este libro como «la novela de un cuentista». Había escuchado o leído la frase expresada con intenciones peyorativas refiriéndose a una obra de otro autor, para calificarla de insuficiente o de que no mostraba los alcances necesarios para ser calificada de «novela». Por supuesto, quien la había dicho era un crítico de esos que consideran a la novela el «género mayor», cosa con la que no coincido. Por eso leí de ese modo Pedro Páramo, y encontré que, a causa de las estrategias narrativas, de la fuerza del arranque de cada uno de sus fragmentos, de la contundencia en el cierre de los mismos, de la economía de su lenguaje, de la manera en que en ella se hace de la «sustracción» una técnica encaminada a la búsqueda del arte, de la experimentación como recurso para conseguir el máximo de precisión, a causa de todo ello se podría decir con certeza que la mayor obra de la literatura mexicana del siglo xx es «la novela de un cuentista».
     Hubo un momento, de seguro tras una nueva relectura, en que empecé a preguntarme por los orígenes de los relatos de Juan Rulfo. Sabía, porque varios comentaristas lo señalan, que el autor había volcado en las páginas muchas de sus experiencias y rasgos autobiográficos, como el asesinato de su padre y sus sueños de desquite en el cuento «Diles que no me maten» o en «El hombre». O como la atmósfera en que vivió su región de origen durante la Guerra Cristera. O como la pintura del paisaje del sur de Jalisco. Sí. Pero, ¿de dónde venía el lenguaje de Rulfo?, ¿de dónde sus técnicas y estructuras?, ¿cuál había sido su aprendizaje literario? Entonces, orientado por algunos de sus biógrafos, emprendí la caza de sus precursores. No fue difícil, por lo menos en lo que a los mexicanos se refiere. Es evidente que Cartucho, de Nellie Campobello, fue fundamental para la concepción de Pedro Páramo. Otra «novela de cuentista» o, si se quiere, una novela conformada por múltiples cuentos cortos. También, basta leerla para darse uno cuenta, El resplandor, de Mauricio Magdaleno, tuvo que haber «golpeado» a nuestro novelista. Los relatos —o tal vez tan sólo los consejos— de Efrén Hernández, por su amistad cercana, tuvieron que influir también mucho en él.
     Sin embargo, la búsqueda, el rastreo de sus lecturas de autores extranjeros fue más difícil y más interesante. Siguiendo las páginas de Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, biografía no autorizada (carajo, ¿quién tendría que «autorizar» la biografía de un hombre público?), di con los dos autores que, desde mi punto de vista como lector —no como especialista—, influyeron en Juan Rulfo acaso más que cualquier otro. No Faulkner ni Hansum, como muchas veces escuché decir, aunque la narrativa de nuestro autor tiene rasgos de ambos, sino el francés Jean Giono y el suizo Charles-Ferdinand Ramuz. Tras fatigar durante meses las librerías de viejo de la Ciudad de México, encontré en Donceles una novela de cada autor en ediciones de los años cuarenta (ya después encontraría otros títulos).
     Cumbres de espanto, de Ramuz, fue un hallazgo estremecedor: desde las páginas iniciales me encontré inmerso en una atmósfera rulfiana, es decir, sentía que estaba leyendo algo de Rulfo, o por lo menos muy cercano a él. No importaba que se tratara de una historia distinta, de otro país, de otro lenguaje, otro ritmo, la atmósfera era tan misteriosa y opresiva como en Pedro Páramo, los giros poéticos eran similares, la visión del mundo del autor muy semejante: desolada, melancólica, llena de una nostalgia ontológica irremediable. Después supe que no fue Cumbres de espanto, sino Derboranza, la que más había impactado al narrador jalisciense, pero no me importó tanto: había encontrado a uno de sus autores clave y el parentesco era innegable.
     De Jean Giono, el primer libro con que me topé se titula Batallas en la montaña. Si bien la semejanza entre esta novela y la obra de Rulfo resultaba mucho más tenue, en determinada página tuve un encuentro iluminador. La historia narra una inundación en un valle rodeado de montañas; los habitantes del valle, al ver cómo el agua comienza a subir, huyen hacia lo alto desesperados por salvar la vida. Una pastora presencia la llegada a lo alto de un hombre de traje que viene en shock y lo interroga. ¿Por dónde ascendió?, lo cuestiona. ¿Vino a campo traviesa o pasó por las aldeas? El hombre, con cara de loco, no responde. Entonces la pastora le pregunta: «¿No oyó ladrar a los perros? Si oyó ladrar a los perros es que pasó por las aldeas. ¿No oyó ladrar a los perros?». Según Juan Asencio, Rulfo admiraba principalmente una novela breve de Giono titulada Ese bello seno redondo es una colina, que conseguí después junto con otros títulos del francés, pero resulta evidente que el jalisciense conocía muy bien la primera, y toda la obra de Jean Giono, por lo menos la que había sido traducida al español.
     La biografía Un extraño en la Tierra, de Juan Asencio, es la que más me ha gustado de las que he leído, aunque sólo gozó de una edición, tal vez por ser no autorizada (¿por quién?). Me gusta porque en ella se muestra a un Juan Rulfo muy humano, es decir, con sus muchos defectos y virtudes, entrañable, fuerte y débil a la vez, y porque, a través de sus conversaciones con el autor, se puede trazar un mapa más o menos preciso de sus lecturas, de sus aficiones, de su alimento como escritor.      Además, el título me parece un verdadero acierto y me recuerda algo que mencionó el recién desaparecido Ricardo Piglia durante una conversación de sobremesa. Al preguntarle cuál había sido su reacción después de leer Pedro Páramo por vez primera, Piglia me miró divertido y contó que él y otros amigos aspirantes a escritores habían leído el libro muy jóvenes, y que cuando lo comentaron lo único que pudieron decir fue: «Che, este tipo es un extraterrestre». Me gustó la respuesta, sobre todo viniendo de un argentino, porque en lo personal siempre he pensado lo mismo de Jorge Luis Borges.
     Después de varios años de trato continuo con la obra narrativa de Juan Rulfo, mis emociones de lector se estabilizaron y dejaron atrás la perplejidad y aquella sensación juvenil de ridículo que me provocó haber confundido su libro de cuentos con una novela. Entonces lo que comenzó a dominar fue el cariño, primero, y la admiración absoluta después. Al convertirme en escritor, tanto El llano en llamas como Pedro Páramo me acompañaban mentalmente siempre en el momento de empuñar la pluma, al grado de que me fue señalada sin reparos su influencia. A veces alguien me pregunta si no me molesta que la señalen. Respondo que no, pero que tampoco me parece que sea nada extraordinario, pues estoy convencido de que la narrativa rulfiana, de una u otra manera, ha influido en casi todos los narradores mexicanos contemporáneos. Al ser el centro de nuestro canon doméstico, resulta ineludible.
     Esa influencia, esa fuerza gravitacional que nos hace girar a todos alrededor de la obra de Juan Rulfo, puede no ser tan evidente en muchos autores, pero en otros es bastante visible. Durante años se dijo que la obra de escritores como Jesús Gardea y Daniel Sada no habría sido posible sin El llano en llamas y Pedro Páramo. Estoy de acuerdo. En varias conversaciones, Daniel Sada incluso aventuró que el autor jalisciense bien podría haber sido un narrador norteño que había equivocado su lugar de nacimiento. Lo decía en son de broma, pero en serio. Luego añadía que, si bien sus asuntos y temas correspondían a la historia del occidente de México, sus ambientes, sus atmósferas, el carácter y el lenguaje de sus personajes (más el ritmo y la parquedad que los términos en sí) eran muy semejantes a los de las geografías norteñas. En lo particular, por un tiempo creí que Daniel hacía esos comentarios llevado por el cariño que sentía hacia la obra de Rulfo, a quien consideraba, más que un maestro a secas, uno de sus maestros. Sin embargo, ahora estoy convencido de que tenía razón.
     Creo que Juan Rulfo ha derramado su influencia mucho más por el norte de México que por el resto del país. Y que esa influencia resulta fácil de detectar —más allá de los homenajes directos que hasta ahora han hecho Élmer Mendoza, en Cóbraselo caro, y Cristina Rivera Garza, en Había mucha neblina o humo o no sé qué— en infinidad de novelas y relatos de autores que van desde los mencionados Gardea y Sada, que empezaron a publicar en los años ochenta, a narradores jóvenes como Antonio Ramos Revillas y Luis Felipe Lomelí, que se hallan en plena producción. ¿Dónde puede localizarse esa influencia? En cualquier aspecto, desde el fraseo, los juegos de ritmos, los ambientes, la visión desolada del mundo, el uso de las técnicas. Por supuesto, la narrativa del jalisciense irradia a todos en todas las latitudes de la lengua española. Quien lo dude sólo tiene que abrir las páginas de una novela como En el lejero, del colombiano Evelio Rosero, para comprobarlo.
     En lo personal, el trato constante con los dos libros narrativos de Juan Rulfo me ha otorgado muchas satisfacciones y bastantes frutos. Volviendo a sus páginas siempre me topo con hallazgos nuevos y, además, cada nueva lectura me hace comprender más a fondo el arte literario en general. Aún ahora, procuro leer Pedro Páramo y El llano en llamas por lo menos una vez cada año, aprovechando que se pueden despachar de una sentada. Como en los matrimonios viejos, aunque de pronto me parece que los conozco demasiado, al regresar a ellos me doy cuenta de que todavía guardan secretos que tardaré en desentrañar. En cuanto a las emociones o sensaciones, después de pasar por la perplejidad inicial, por el ridículo, por el cariño y la admiración, desde hace tiempo me he instalado en el orgullo que me despierta contar entre nuestras letras mexicanas con dos obras maestras tan contundentes y ser compatriota de un escritor como Juan Rulfo, por extraño que sea para esta Tierra, por extraterrestre que parezca cuando lo leemos.

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