Caso gracioso / Rodrigo Blanco

 

para Belisa García Hernández

I
      Quizás lo único correcto de esta historia sea el título, pues todo el asunto, incluyendo mediocridades y amenazas, tiene su gracia. Hermes no lo veía así. No podía. Recuerdo la frustración que demoraba su rostro cuando abandoné el bar La Llanera.
      Yo había salido de la Universidad por la plaza Las Tres Gracias y me dirigía hacia el edificio de posgrado. Al llegar a la esquina donde está La Llanera me detuve. Por el arco de la entrada vi a Hermes. Eran las tres de la tarde de un lunes de diciembre y me extrañó encontrarlo solo, arrinconado, bebiendo una cerveza. Hermes y yo nunca hemos sido lo que se dice grandes amigos. Sin embargo me decidí a entrar y lo felicité por el premio. Me respondió con un bufido cargado de ironía, como si se estuviera burlando de mí. Luego me invitó a que lo acompañara y entonces me contó la otra historia, la que yace en las entrelíneas espurias de su cuento. Quizás fue su manera de demostrarme que, a pesar de todo, seguía siendo un escritor. Pues escribir un cuento es eso: confiarle un secreto a alguien que no conocemos.

II
      Tú sabes (yo no lo sabía) que no hay nada que deteste más en el mundo que los talleres literarios. Una sola vez, cuando era estudiante, participé en uno y a las dos semanas ya había retirado la materia. Aquello era un refugio de carencias, una especie de terapia colectiva mal disimulada detrás de unos personajes y unos escenarios de cartón piedra. Los talleristas pertenecían a tres grupos: muchachos recién salidos de la adolescencia, jóvenes recién instalados en la madurez y viejos que ya iban de salida de la adolescencia, de la madurez y de la vida. No obstante, todos coincidían en ver la literatura como una variante de la autobiografía. Todos estaban convencidos de que tenían algo que contar. Por supuesto, hacia el final de la primera semana de clases el salón entero, incluido el profesor, me odiaba. Después de aquella decepción hice la promesa ante el monte sacro de Tierra de Nadie, en plena Ciudad Universitaria, de que no volvería a poner un pie en un taller literario. Pero la vida da más vueltas que flatulencia de gasterópodo y no sólo volví a poner los dos pies y mi humanidad entera en un taller literario, sino que volví por la puerta grande de la traición: esta vez como profesor.
      Claudiqué por la madre de las razones. En esos días la burocracia universitaria me sometía a uno de los habituales periodos de inanición que deben superar los profesores contratados. Llevaba varios meses sin cobrar un centavo y no tenía mucha suerte con los trabajos a destajo. Es curioso que en Venezuela se conozca a los freelancers bajo el alias de matatigres, en un país donde, precisamente, esta clase de animal salvaje no abunda. Y así me encontraba, cual cazador en el desierto, sin hallar el oro de los tigres, cuando Lautaro Sanz me hizo la propuesta.
      Mi desgracia se presentó con el aire inocente de lo temporal. Lautaro debía irse de viaje un mes y necesitaba que alguien se encargara durante ese tiempo del taller de narrativa que dictaba en un espacio cultural del este de la ciudad. No lo pensé dos veces.
      Todos los jóvenes son crueles y tuve el temor de que los noveles escritores indagaran en mi obra. Yo, al igual que la mayoría de los narradores venezolanos de los noventa, publiqué un par de libros en eso que, no sin un optimismo a prueba de balas y de granadas, la gente llama editoriales alternativas. Aunque es cierto que gracias a algunas de ellas se publicaron pequeñas joyas, también es cierto que en buena parte de los casos, como el mío, la alternativa más digna era el silencio. Pero enseguida me di cuenta de que no tenía nada que temer. No sólo porque los noveles escritores eran más bien bastante mayores, sino porque allí la gente parecía interesada exclusivamente en escribir. Como si la lectura fuese un recuerdo de la pasividad de sus antiguas rutinas, una mancha deshonrosa que debía ser lavada con la escritura.
      La verdad es que me fue bastante bien. Lautaro escuchó los elogiosos comentarios de los talleristas y consiguió que me asignaran una sección para el siguiente semestre. Al año, Lautaro se fue a vivir a Madrid y terminé encargado de ambas secciones. Poco después gané el concurso de oposición para entrar con un puesto fijo en la Universidad, de modo que esos años fueron de una estabilidad satisfactoria.
      En cuanto a otros tipos de necesidades, digamos que los talleres, también en este sentido, me tranquilizaban. Hasta el momento, la medianía característica de los participantes me distraía del hecho de haberme quedado sin excusas para no escribir. Luego, en el taller que comenzó en febrero se inscribió la Jueza y fue entonces que me jodí.
      La Jueza (Hermes nunca reveló su nombre) era una mujer mayor. Se me hizo imposible fijar su edad por culpa de sus ojos. Eran de un negro puro que resaltaba en el blanco acuoso de la mirada. Como si a través de los ojos, de la inquebrantable vitalidad que expresaban, estableciera la única medida con que, a ella también, debía juzgársele. Por ser el único joven del grupo, me trataba con deferencia maternal. Sabía escuchar, le gustaba leer y por eso se diferenciaba de sus coetáneos. Ser viejo, antes que nada, era para ella un arte de la discreción. Pero puede ser que me equivoque. Quizás la Jueza sólo estaba haciendo su trabajo: medir mis palabras, cotejar las evidencias de mis gestos, para dar con la verdad. Y no la culpo. Cuando alguien ha practicado un mismo oficio toda la vida no puede desprenderse de esas secuencias invisibles que lo definen. Sus ratos libres, sus caprichos, son sólo las ensoñaciones que el oficio, su verdadero ser, de vez en cuando le permite.
      Este rasgo de la Jueza lo percibí en los ejercicios narrativos que le mandaba hacer. Tanto en las descripciones de situaciones y de personajes como en los cuentos, la Jueza dejaba su marca de neutralidad. Utilizaba, invariablemente, el narrador omnisciente. Supongo que esa perspectiva era la traducción técnica de su oficio, o de lo que uno, gracias a la televisión, entiende que debe ser el trabajo de un juez: escuchar el relato de boca de los implicados y sólo emitir un juicio al final. Lo extraño era que la Jueza, al menos en literatura, se resistía a rematar su faena. Sus relatos adolecían, por una parte, de lo informe de lo real. Leer sus relatos era como ver un álbum familiar de una persona desconocida. Por otra parte, además de no alterar ningún hecho de la realidad, la Jueza se negaba de plano a revelar informaciones decisivas sobre los casos evaluados en su carrera. Casos que en dos o tres oportunidades trató de convertir en cuentos.
      La actitud de la Jueza sólo llegó a molestarme hacia el final del taller, cuando me mostró la «primera versión» de un cuento que prometía mucho. Un cuento, ahora no soy el único en verlo así, que era sencillamente genial.
      La historia es como sigue: una jueza se dirige una mañana a una sucursal de un Banco para realizar una inspección ocular. Debe trasladarse allí con el tribunal, es decir, junto a la secretaria y el alguacil, para proceder a abrir una caja de seguridad. Muchas veces es el Banco el que hace estas solicitudes. Por más absurdo que parezca, son frecuentes los casos de clientes que van acumulando fortunas a lo largo de los años en esas cajas arrendadas y que un buen día se desaparecen sin dejar rastro. Personas solitarias (la Jueza, al menos, dijo Hermes, las imaginaba así) que se marchan para no volver o que se mueren sin que ningún familiar tenga conocimiento de lo que dejan.
      —¿Y qué hacen después con todo esto? —preguntó la Jueza a un director de Banco en una de sus primeras inspecciones—. ¿Lo subastan?
      —No. Lo trasladamos a la bóveda —dijo el director.
      —¿Y después?
      —¿Cómo después?
      —¿Qué hacen después con esas fortunas que nadie reclama?
      —No hay después. Allí las conservamos. ¿Por qué se extraña? A fin de cuentas ésa es la función de un Banco: guardar.
      Otras veces son los familiares de un difunto los que solicitan al tribunal abrir la caja de seguridad. La experiencia le ha enseñado a la Jueza a reconocer la codicia bajo los semblantes serios, el cálculo de la ganancia que puede generar la lamentable pérdida de un ser querido. A pesar de todo, ella prefiere la ambición de los herederos a la tristeza que le produce desenterrar tesoros que ya no tienen ni tendrán dueño. No se trata de que anhele para sí las joyas, los certificados de millonarias cuentas en dólares, ni los indiscretos fajos de billetes que allí se pueden encontrar. Es la sensación tan concreta de derroche, el sinsentido de esas existencias que acumulan los días como una única y numerosa moneda, lo que le oprime el corazón.
      Esta vez, por lo menos, hay dos mujeres ancianas y un hombre maduro. Son las hermanas y el hijo mayor del difunto. Apenas entra al Banco, sin saber cómo, la identifican y se acercan para estrecharle la mano. El hombre las tiene sudorosas y ni él ni las ancianas pueden ocultar su nerviosismo. La Jueza mantiene la distancia que corresponde a su cargo y responde con sequedad a los saludos. Luego sigue hacia la oficina del director y éste le informa de los pormenores del caso.
      Se trataba de uno de los más viejos y acaudalados clientes del Banco. Un hombre cuyo patrimonio se podía empezar a calcular observando sus elegantes maneras, su impecable vestimenta, el lujo de su limusina y, sobre todo, los noventa grados de inclinación con que el chofer se aprestaba a abrirle la puerta. Por si esto fuera poco, en los últimos tiempos el viejo había adquirido la costumbre de presentarse en la agencia, todos los días, al comienzo de la tarde. Llegaba puntual, esperaba a que el chofer le abriera la puerta del carro y la del Banco, saludaba a los empleados y se dirigía hacia el área de las cajas de seguridad. Allí, justo al lado de la que él había arrendado, esperaba a la persona encargada del área que debía buscar la llave. Una vez que esta persona llegaba, sacaba su respectiva copia que le guindaba del cuello en una cadena dorada. El viejo y el encargado, siguiendo el protocolo establecido, introducían sus copias de la llave y las hacían girar de manera simultánea. Cuando la caja se abría, el encargado se marchaba y lo dejaba a solas con sus pertenencias. El viejo permanecía hasta la hora de cierre contemplando el contenido de su caja.
      Esta situación se repitió todos los días, durante un tiempo que la Jueza no supo determinar, hasta la muerte del viejo. Las hipótesis, por parte de los empleados y de los familiares, coincidían en su simplicidad. Todos estaban de acuerdo en que allí debía de haber muchísimo dinero. El problema no era qué sino cuánto.
      La Jueza, en cambio, después de tantas inspecciones realizadas, se permite un margen de duda. Aún recuerda la vez que le tocó abrir la caja de un expresidente de la República y resultó que contenía las cartas de amor que durante más de veinte años intercambió con su amante, una conocida actriz de telenovelas. O aquella otra ocasión en que encontraron tabacos, collares, velas y demás objetos de santería, incluyendo algo que, por no estar presente un perito y por no ser atribución del juez durante ese tipo de inspecciones, si bien no pudieron determinar su naturaleza, parecía ser un par de patas de gallina. O aquella otra caja, sencilla y perfecta como un poema, que sólo contenía un soldadito de plomo.
      Cuando llega el cerrajero designado por el Banco, la expectativa es tan grande que todo parece estar en calma. El ansia por que se revele el secreto del viejo enturbia el aire y fija los rasgos de los presentes como en una acuarela. La Jueza incluso cree percibir un ligero tufillo de trementina, pero decide no perder más tiempo en vagas reflexiones y ordena al cerrajero que proceda a abrir la caja.
      El cerrajero, después de unos minutos eternos, abre la caja. La Jueza saca el botín y entonces se produce la sorpresa.
      El silencio es total. La Jueza sólo trata de mantener la compostura y de no ver al cerrajero, que apenas puede contener la risa. El rostro de las dos viejas se ha puesto rojo de vergüenza, mientras el hijo luce de súbito hambriento y desencajado. Todos permanecen absortos como si se les hubiera olvidado el motivo que los reunió. La Jueza se percata de la embarazosa ciénaga en que han caído y decide continuar con el procedimiento. Con el acta en la mano, se sienta en la misma silla y se apoya en la misma mesa que utilizaba el finado para contemplar durante horas, en aquella sala tranquila, su tesoro. Allí deja constancia de lo encontrado en tal día, en tal lugar y en presencia de tales personas. Luego le muestra el acta al hijo mayor, quien la lee por encima y, con el contenido de la caja en sus manos, la firma casi sin fuerzas. En ese momento todos abandonan el área de las cajas de seguridad y se dirigen a la salida. La Jueza, la secretaria y el alguacil se suben en el carro del tribunal que está parado en la acera del Banco. Ella se despide con un gesto de los familiares y los ve caminar confundidos por el sol del mediodía. El alguacil enciende el carro, se ponen en marcha y, justo antes de doblar la esquina, la Jueza observa al hijo del anciano tirar las revistas en un cesto de basura.
      Ésa, de forma resumida, fue la historia que me entregó la Jueza. Ése, pero con mucha más poesía, diversión y fluidez, fue el cuento que ella trajo para que yo y sólo yo lo leyera. Así lo hice esa noche al llegar a mi casa. Aún recuerdo el impacto, la rabia y la pesadumbre que me produjo leerlo. El relato conjugaba de manera exquisita el enigma de la anécdota con un estilo sobrio que se limitaba a dar algunas pistas sobre lo que había en la caja. La Jueza aludía al misterioso botín hacia el final del cuento, con distraída elegancia, como quien en efecto se deshace de un residuo superfluo. Como si toda revelación fuese una vulgaridad cometida contra el hermoso envoltorio de los secretos. Sólo tenía una corrección o un comentario que hacerle. El cuento se titulaba «Caso gracioso» y, más allá de que la resolución de la anécdota fuera graciosa, al menos para los personajes del cerrajero, la Jueza, la secretaria y el alguacil, el título me parecía insípido.
      A la semana siguiente iba en camino de lo que sería la última sesión del taller. Me sentía desolado. No obstante, me repetía a mí mismo que el título de un cuento es tan o más importante que el cuento mismo. No saber el nombre preciso que debe llevar lo que uno crea es confirmar que aquello ha sido creado con la ayuda del azar. Me aferré a esa estupidez a lo largo de la clase y creo que logré cerrar el taller de manera concisa y hasta con buen humor.
      Al final, cuando ya los otros alumnos se habían marchado, la Jueza se acercó. Parecía nerviosa y traía unas páginas en sus nudosas manos. Comenzó por decir que se sentía profundamente apenada de haberme entregado un texto así, tan mal escrito y con semejantes fallas de construcción. Me dijo que por favor lo viera como una primera versión, o como un borrador, pues la versión definitiva, o que más se acercaba a una posible versión definitiva, era esa que tenía en las manos. La misma noche en que yo leí en mi casa, subyugado, eso que ella llamaba un borrador o primera versión, la Jueza se percató, en su propia casa y con honda vergüenza, de que se había olvidado de aclarar en el cuento el porqué del título.
      —Las inspecciones que contempla el derecho venezolano —explicó la Jueza— son de dos tipos. En primer lugar están las inspecciones judiciales de naturaleza contenciosa, que son las que se practican dentro de un juicio y en presencia de las dos partes. Y en segundo lugar están las inspecciones graciosas o voluntarias, también conocidas como inspecciones judiciales extra litem, que se realizan fuera de juicio y a solicitud de una sola de las partes. Esto mismo lleva a que la inspección graciosa, para que pueda ser tomada como prueba, deba practicarse nuevamente dentro del juicio y con la presencia de la parte contraria. Este tipo de inspección, la graciosa, es la que generalmente solicitan los Bancos para proceder a abrir cajas de seguridad arrendadas por clientes que murieron sin dejar ninguna disposición para la herencia o que simplemente desaparecieron. Pero los motivos que plantea la gente para realizar estas inspecciones son muchos. Algunos de ellos verdaderamente absurdos y graciosos. Recuerdo que hace tiempo una pareja solicitó al Tribunal que se trasladara y constituyera a la una de la mañana para que dejase constancia de que, desde esa hora y hasta las cuatro de la mañana, los vecinos del apartamento situado arriba del suyo dejaban oír todo tipo de ruidos: una cama rechinante, latigazos, gemidos. Ruidos que, de haber estado presente un perito, quizás se hubiera determinado que eran el producto de una intensa y salvaje actividad sexual. Actividad que, más allá de su naturaleza, no los dejaba dormir en paz. Son tantos los motivos objeto de una inspección y son tantas las cosas raras que me ha tocado ver en la vida, que no terminaría nunca de contarlos.
      La Jueza soltó un largo suspiro y guardó silencio. Fue entonces que pude hablar. Le dije que me daba una verdadera envidia imaginar la cantidad de historias que ella tenía para contar. Le entregué la primera versión de su cuento, que contenía, garabateadas, unas inútiles advertencias sobre el papel fundamental que juegan los títulos en el efecto total de los cuentos. Después me despedí agradeciéndole su entusiasta participación en el taller y le prometí, tal y como me lo pidió al entregarme las páginas que llevaba en la mano, leer la nueva versión y llamarla para hacerle los comentarios de rigor.
      Esa noche, como en una repetición depurada de la noche de la semana anterior, leí la versión corregida de «Caso gracioso» y dejé que aquel relato perfecto me hiriera y me consolara. A la mañana siguiente, en un gesto de dignidad, al menos así lo definí, llamé a la Jueza para felicitarla por «la extraordinaria factura de su relato». También aproveché para recomendarle que mandara su cuento a algún premio, pues consideraba que ya había alcanzado un dominio suficiente en la escritura que le permitiría competir en buena lid con otros incipientes narradores. Su respuesta, aunque ya la presentía, fue un bálsamo. Me dijo que se sentía honrada por mis comentarios pero que ella sólo escribía por el placer de revivir algunas historias. Además de que le producía un verdadero pudor revelar casos que, aunque ya hacía mucho tiempo habían sucedido y aunque los propios protagonistas hubieran desaparecido del mapa, de todas formas no debían ser divulgados.
      Pasaron los meses y no volví a tener noticias de la Jueza. Hasta hoy, que recibí su carta.

      III
      Hermes sacó de uno de sus bolsillos un papel artesanal color verde claro. Me lo alcanzó por encima de la mesa evitando que nuestras miradas se cruzaran. Era nuevo pero estaba ajado. No fue necesario un perito para saber que Hermes se flageló durante horas leyendo y volviendo a leer aquella carta. Sólo contenía un breve párrafo de tres o cuatro latigazos, escrito con una caligrafía que parecía de otra época. La carta no llevaba firma pero tampoco la necesitaba. En ella, la Jueza felicitaba con ironía a Hermes por «su» premio y le devolvía el consejo sobre la importancia de los títulos en el efecto final. Pues su cuento, le advertía la Jueza, bien pudiera en algún momento cambiar de título. Su cuento podía dejar de ser un caso gracioso para convertirse, cuando Hermes menos se lo esperara, en uno contencioso.
      —Lo peor —dijo Hermes— es que me hice la ilusión de que la Jueza entendería. Imagínate, se abre la convocatoria del premio ofreciendo semejante cantidad de dinero y yo con aquel texto impecable en las manos. Te juro que pensé que la Jueza entendería.
      —¿Y qué se supone que debía entender la Jueza, Hermes?
      —La tristeza.
      —¿Cómo dices?
      —Pues, sí. La tristeza. El derroche de esa historia guardada para siempre en aquellas páginas.
      Hermes pidió otra cerveza y una caja de cigarrillos. Le esperaba una noche larga. Comenzaba a caer la tarde y debía marcharme. Quise devolverle la carta pero me dijo que no la quería, que no le importaba lo que decidiera hacer con ella. La guardé en un bolsillo de mi pantalón y salí del bar.
      La carta pesaba en mí de forma incierta. Era como un revólver o como una flor. Se me hizo tarde para ir al posgrado y decidí volver a casa. En el camino tendría tiempo de pensar mejor las cosas, me dije. Sin embargo, no pensé en nada. Me limité a dar un paso tras otro mientras la voz mágica de Hermes me guiaba como un lazarillo.
      En el cesto de basura que está al comienzo de mi calle, boté la carta.

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