Hernán Bravo Varela

                                                                                                                                                          

a Guillermo Osorno

¡Llueve afuera del antro! ¡Llueve
como para salir a desintoxicarse!
Lavémonos los ojos, abramos la boca sin temor:
el cielo nublado es una botella de agua
que pagamos antes de entrar.
Dejemos en pausa la música que nos rodea
y empapémonos hasta la ropa.
Los huesos son algo del futuro.

                                                   ¡Cómo salimos
en masa los responsables de este amor! Y el cadenero
se concentra en los menores de edad; y los maduros
reparan por primera vez en sus contemporáneos;
y las luces de la patrulla escoltan
a las de la pista que pretendían huir
por la puerta entreabierta.

                                      Actores suplentes
de comedia musical, cartomancianos, estilistas,
cientos de estilistas que alacian
la noche… Todos bajo el aguacero,
mudos, gnósticamente anfetaminados,
hechos una sopa de origen.

                                            Algunos aprenden
a tomar distancia, comienzan a hablar,
advierten en la luna un antiguo satélite
y no una uña recién colocada.

 

 

Se sentaron en la sala. Bebieron tequila.
Fumaron hasta llenar el cenicero.
Después le ataron las manos con un cable,
lo amordazaron con cinta canela
y lo golpearon en la nuca
con un «objeto contundente». (La necropsia
reveló que había sido por asfixia, no por el golpe
que lo había dejado en coma.)

                                               La tapa de su ataúd
permaneció levantada buena parte del velorio.
Una costura le surcaba la frente,
como una pelota de beisbol en un lote baldío.
Al verlo ahí, con la cara de cal, todos se preguntaban
cómo haría la tierra para distinguirlo.

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