Fotos / Nicolás González Marzzucco

La tarde oscurece el río. Hay un bote que se destiñe sobre la orilla. Un camalote se abraza a sí mismo. La arena húmeda que se retuerce en sus formas infinitas. El planear de aquel pájaro en el cielo. Fotos.

      Ella acaba de inmortalizar esas imágenes con la cámara que lleva colgada al cuello, la sostiene con ambas manos. No busca la foto, la foto la encuentra a ella.
      Andrea retrata todo lo que la impacta, lo que la cautiva. Lo haría si pudiera con el olor del río. Ese aroma a lluvia y barro, a palos sucios. Con el viento también. Sensación que fluye en los recodos del cuerpo y de los árboles. Una víbora de aire que ahora siente pasar por los pies. Mira y allí descubre un escarabajo, una vaquita de San Antonio que escala el camalotal orillado. El bicho recorre el cuerpo débil de la planta, sube y baja para volver a subir. Foto.
      Cada vez que mira el río la invade una nostalgia profunda. No sabe a qué le recuerda, pero algo llega, arraigado y barroso desde el fondo. A lo lejos, por la costa y superpuesto al verde de los arbustos, bajo un cielo pelado de nubes, descubre dos manchas. A medida que se acercan los distingue: un muchacho y una adolescente. Vienen con prisa y él parece enojado.
      Se percibe, a pesar de la distancia, que él le aprieta los dedos, porque ella tiene el gesto de la furia, del llanto contenido. Si ella es la hermana menor, entonces se la encajaron.
      Al principio no se da cuenta, pero cuando los tiene cerca, Andrea descubre que la joven es ciega.
      En un momento la ciega muerde con bronca la mano del otro. El muchacho da un grito animal y se le mete el diablo en la mirada. Empuja brutalmente a la chica y la sienta sobre la arena, la insulta y se va. Ella queda sola.
       ¿Sería capaz de fotografiar tal momento? Sí. Disimula, y mientras mira a través de la lente la imagen de la ciega, le viene el golpe de un recuerdo. Las fotos, como los recuerdos, son imágenes que impactan.

Aquella ciega del colegio que, según decían, era más mala que una araña. Cuando las maestras o el director de la escuela andaban cerca, la ciega simulaba ser inocente y tranquila. Hasta el gesto de la boca le cambiaba de forma, parecía la estatua de una santa. Pero era maldita.
      Cada vez que iniciaban las clases, les mordía los lápices con una saña inexplicable, y cuando no, se los robaba. No tenían manera de denunciarla, porque ninguno de los superiores iría a creerles. ¡La veían tan indefensa!
      Una vez, a la maestra le habían metido un animal muerto en el bolso. Fue un caos. El director se pasó más de dos horas, literalmente, en silencio, mirando a cada uno de los alumnos a la cara. La ciega estaba sentada adelante, inmutable. Y era como si el tipo no se animara a mirarla. Nadie dijo nada. Y tampoco se declaró el o los culpables. En consecuencia acusaron al grupo de varones más inquieto. Fueron amonestados. Se quejaron todos, pero ninguno dijo lo que pensaba: la ciega había tenido que ver con eso. Alguien la había visto cuando estranguló al animal.

Sobre el río, las olas traen un vaivén oscuro que termina en la orilla. Desaparecen o se van por debajo del agua para volver luego. La ciega sigue sentada sobre la arena, paró de llorar. Está a la espera de que vuelva el otro, pero no hay señales del muchacho por ninguna parte. Andrea mira.

La ciega del colegio mordía, rasguñaba y robaba a los que tenía más próximos. Jamás la atraparon. Tenía el don de saber quién estaba cerca y quién la miraba de lejos. A veces, los demás chicos dudaban de si realmente no veía. Siempre se manejaba de una manera muy segura y una vez, en un recreo, a Nazurdi —uno de los rebeldes— le pellizcó la pierna hasta hacerlo sangrar. ¿Cómo sabía que era él?
      El día que encontraron al Petiso Manatini muerto al pie de la escalera, Andrea, que era adolescente, estaba haciendo unas pruebas en el laboratorio de la escuela. Intentaba darle más luz a unas fotos con las que pretendía concursar para una revista. Había rogado que la ciega anduviera lejos, porque casi siempre entraba al cuarto oscuro y dejaba la puerta entreabierta para que se velaran las fotos.
      Lo que primero había oído Andrea fue un alarido. No pudo identificar la voz. Y mientras iba hacia el lugar de donde había provenido el grito, notó cómo se iba armando una muchedumbre. El colegio entero rodeaba el cuerpo. Algunos miraban con asombro, otros lloraban, y muy pocos reían de los nervios. El director se llevó las manos a la cabeza y decía Dios mío, Dios mío.

Al río no le agradan las tormentas. Las corrientes se ponen contradictorias y el nivel del agua crece muy de golpe. Pero por ahora el viento es manso y parece que no va a llover hasta bien entrada la noche. La caída del sol trae a los pescadores que vienen de la isla. Se ve que tuvieron éxito con la pesca, porque uno de ellos levanta un par de bagres húmedos y chorreantes y los exhibe como un trofeo. Pescados que deben de andar en los cinco o seis kilos. Concentrados en su propio mundo pasan indiferentes a la costa. A la ciega ni la ven, o hacen como que no. La ciega, sentada sobre la arena, tiene los ojos cansados, pero los oídos despiertos. Los tres tipos en el bote se encienden por el último suspiro del sol. Foto.

Antes de que pasara lo del accidente en el colegio, Andrea había retratado la sala de arte. Las escaleras, que siempre fueron un elemento inocente, con la muerte del Petiso se volvieron letales. Estaba decorada a sus costados con distintos cuadros de diferentes pintores. Ésa era la «sala de arte» de la escuela: una escalera decorada por los de quinto año y un descanso de dos metros por dos con algunas obras plásticas.
      También le sacó fotos a un pincel fuera de foco. A las manos de un chico sosteniendo un libro. A un par de tizas quebradas en el piso. A una muchedumbre en el patio de la escuela vista desde el techo. A los cuadros. La novedad de aquellos días era que habían traído desde México un cuadro original de Frida Kahlo. Un autorretrato. Nadie sabía quién era, pero la profe de arte estaba conmocionada por haberla conseguido. Aunque sea por un tiempo, decía, y no paraba de hablar del cuadro.
      ¿Qué hacía un original de la Kahlo en ese lugar?
      En la pintura, la artista se había retratado seria, una mano se daba con la otra y en el fondo aparecían unas plantas verdes y amarillas dispuestas hacia arriba como flechas. Los colores eran muy mexicanos. A escondidas, ella le sacó dos fotos porque no estaba permitido. En ese momento la sorprendieron el Petiso Manatini con el grupo de varones. Eran insoportables y los tres formaban ese grupito infaltable en las escuelas, los que molestan todo el tiempo a otros. Como a la ciega, que la volvían loca: le pegaban chicles en el pelo o le ataban los cordones entre ambos zapatos. Y hubo una vez que la dejaron encerrada varias horas en el cuarto de mantenimiento. Ella los odiaba. Ella odiaba a todos, pero a éstos, vivía amenazándolos con el «Ya van a caer».
      Al Petiso lo mató la ciega, dijo Tita Rivarola al final del pasillo mientras fumaban. Lo tiró por las escaleras, agregó mientras largaba el humo. ¿Vos la viste?, preguntó el Polilla. No, yo estaba en la clase de música, contestó la fumadora. ¿Entonces qué hablás si no sabés?
      Andrea no había fumado nunca ni fumaría, pero se sentía cómoda con esos compañeros. Ahora estaba callada con la cámara de fotos en la mano. Tita le preguntó: ¿Y?, ¿hay fotito del muerto? Fue un chiste de mal gusto, pero se rieron igual.

Sobre el río, al final, llega la noche. Ahora los camalotes son unos bultos oscuros que parecen animales. Algunos orilleros, a pesar de que sienten la proximidad de la lluvia, encienden una fogata. Se oye una música, por suerte, a lo lejos. A la fotógrafa todavía le dura ese sosiego que le trae el agua y la ciega del río espera al supuesto hermano que todavía no aparece.

Se hicieron cientos de suposiciones sobre la muerte del Petiso. Pero a los padres del pibe no les alcanzaba ninguna. Muy poca gente comentaba que se había caído, que un tropezón se torna mortal si es mal dado. Pero, por la investigación de los forenses, al chico lo habían empujado, y por la manera y por la fuerza con la que se golpeó, tuvo que haber sido un adulto o alguien con demasiado odio. También dijeron los de criminalística que descubrirían, entre los ochocientos adolescentes y los maestros, al culpable. Pero nunca se supo.
      En el fondo, por más que no se hablara, todos sospechaban de la ciega. El caso inquietó por varios meses tanto a la gente de la escuela como a la de la ciudad. Pero los responsables de la investigación no llegaban a nada concreto. No hubo testigos ni pruebas. Y al tiempo pasó lo de la gran inundación: se había desbordado el río por unas lluvias imparables y toda la atención de los medios y de la gente se centró en ese tema.

Caen las primeras gotas del cielo. A pesar de las nubes espesas y negras, la luna apenas ilumina la noche. Los pescadores hicieron una fogata y asan los bagres. Ahora la ciega gira la cabeza para un lado y el otro, busca con sus oídos el regreso fantasma de un hermano que no vuelve. El olor a leña quemada se apodera del lugar. Oscurece sobre el río.

En los cuartos oscuros, la atmósfera es roja, silenciosa, solitaria. El negativo se sumerge en el revelador, luego en el tanque del fijador. La leve aparición de la imagen es un acto de creación maravillosa. Andrea necesitaba hacer la primera prueba. Probar, sin saber cuál, algún trozo del rollo y revelarlo. Mientras esperaba el tratamiento de los químicos, puso a secar las fotos del rollo anterior. Las iba colgando en la soga, sutil y delicadamente como si vistiera a una novia. Por suerte, era fin de año y en el cuarto oscuro estaba sola.
      Ya iba apareciendo la imagen de prueba. Generalmente podía tocarle como otras veces cualquier retrato que no se entendiera: partes de cuerpos u objetos indescifrables. Una vez tardó semanas en reconocer las alas de una mariposa fotografiadas tan de cerca.
      De a poco, la imagen tomaba forma, se hacía nítida. Eran dos ojos insensibles y penetrantes. Tuvo un extraño sentimiento. Eran los ojos de Frida y había en ellos una mirada que la mortificaba. Esos ojos rígidos ¿de qué la acusaban? Como la imagen, Andrea no podía moverse.

La ciega del río tiembla, tiene frío. La fotógrafa se acerca con la cámara y le habla. La levanta de una mano y la acompaña hasta la despensa. Allí, bajo el techo, junto a los pescadores que comen los bagres asados, esperan mientras cae la lluvia.

Andrea no quiso hacerlo. No fue su intención. Lo que pasó fue que cuando estaba por retratar la pintura de la Kahlo, llegó el Petiso Manatini con los otros y la amenazaron con contarle al director. Pero al rato, los chicos se volvieron demoníacos y, a cambio de sus silencios, le exigían a ella que escribiera en el cuadro con una fibra indeleble. Le pareció una locura y gritó. Dos de ellos salieron corriendo, pero el Petiso no se dio por aludido. Así que iba a hacerlo él mismo. Aproximó la punta de la fibra hacia la pintura y en un impulso Andrea intentó sacársela. Forcejearon como dos varones. Tenían unas ganas tremendas de pegarse, pero ambos sabían que quien pegaba sería el expulsado del colegio. Tironearon tanto que el Petiso en un momento se soltó y al darse la vuelta no pudo sujetarse de nada. Saltó hacia la escalera y rodó tan fuerte y rápido que todo pasó en un segundo.
      Ya estaba allá abajo, recostado y sin moverse, tan quieto, tan lejos. Andrea no podía creerlo. Estaba endurecida y el autorretrato de Frida Kahlo miraba con esos ojos como único testigo.

Ya no se ve la luna, pero la lluvia mengua y el cielo parece dar un respiro. ¿Querés que te acompañe a tu casa?,pregunta Andrea a la ciega, mientras protege la cámara para que no se empañe la lente. A la ciega del río le cuesta hablar, intenta decir algo pero no le sale. La fotógrafa le pregunta si era el hermano el que se había ido, o quién. La ciega no responde y se seca las lágrimas con el dorso de las manos. Lleva los ojos vacíos hacia el río. Los pescadores comen aislados en el mundo de los bagres. Al rato, la ciega por fin dice: Mi hermano me dejó porque soy mala.

Al mes de la muerte del Petiso, se llevaron la pintura de Frida a México. La profesora de arte no volvió a hablar sobre el tema. Después de un año, ya no había ni sala, ni materia de arte en el colegio. Con el nuevo plan de estudio reinaban la contabilidad y los números. De la ciega del colegio no se supo más nada. Una vez, en una de esas reuniones de excompañeros, alguien la mencionó al pasar. Había dicho que la ciega vivía en otra provincia, que se había juntado con un tipo que le daba al vino. La habían visto más flaca de lo acostumbrado, causaba pena. En esas reuniones tampoco nadie nombraba lo del Petiso Manatini, todavía navegaba como una especie de miedo sobre el tema.

Con la calma de la tormenta, llega el hermano. Ya no trae el enojo de antes, como si el haberla dejado sola en la lluvia fuera el castigo necesario. El muchacho le da la mano, le dice algunas palabras y ella asiente con la cabeza. Ahora parece más chica la ciega, tiene el gesto de quien se arrepiente. Antes de irse, busca el hombro de Andrea, y le apoya la mano. También le palpa el pelo y parte de la cara. Palpa con caricias. No se dicen nada. Y aunque solamente el hermano de la ciega pueda ver que Andrea llora, piensa que no es para tanto. El río, antes sucio y revuelto, ahora parece limpio y tranquilo.
      De lejos, la ciega y el hermano se fusionan con el fondo negro del paisaje. De nuevo se vuelven dos manchas hasta unirse a las otras. Algo de la imagen del Petiso, acostado allá al final, vuelve al recuerdo de la fotógrafa. Esa mancha bordó rodeando el cuerpo.
      El río se escurre en la noche y se pierde lejos, en la arboleda. Foto.

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