Femicidio / Gonzalo Unamuno

Que enfermáramos juntos, eso, impresión o realidad, fue todo lo que logró responderle cuando segundos antes de matarla a golpes le preguntó doblada por el dolor si recordaba qué era lo que lo había enamorado de ella.

      Ahora, echado junto a su cadáver desfigurado y tibio sobre el somier de dos plazas que destila olor a meo y bajo la refulgente luz de una lamparita de bajo consumo, recuerda con monotonía esa única oración que pudo proferir hace unas horas, disimulando la risa, con la voz entrecortada por el frío que copa la atmósfera del dormitorio en un piso 18 luminoso hasta lo ridículo; Que enfermáramos juntos y nada más, porque no tuvo el valor necesario para lo que hubiese debido decirle y que tanto había ensayado en su cabeza; que los dos años que pasaron juntos fueron los peores de todos sus años, los únicos de los cuarenta y tres que ahora carga que no valieron el montaje de la farsa que fueron, y sin embargo los que, por dar un ejemplo absurdo aunque efectivo, salvaría de un eventual incendio.
      Lo haría porque el recorrido de esos años simboliza la culminación de una faena que desde niño lleva orquestándose en algún rincón de su inconsciente. Antes o casi que la mayoría de las asimilaciones sustanciales en la vida de un chico, se supo capaz no sólo de matar sino de solapar eso que ya intuía como la consecuencia o la culpa, y con el paso del tiempo aquello que en principio era una vaga noción, una sospecha, devino en certeza y hoy en ejecución.
      Mira la hora en el teléfono. Son las 13:45, una hora bisagra del día. Especula sobre cuánto tiempo le llevará a la policía —exacerbada por la histeria colectiva cuando la víctima es una mujer— arrastrarlo a la ruina, a cuánto está de sentir el frío metal de las esposas ceñidas a sus muñecas que testimonien el fin de su inteligencia o a cuánto de salirse con la suya. Y si bien no quisiera facilitarle al olvido su consistencia y a la opinión su ligereza, lo enorgullecen sus palabras que, siempre estériles por precavidas, en el instante en que la mató le regalaron una extraña redención cuando le borraron a ella su última sonrisa en este mundo.
      Levanta la persiana del dormitorio. El sol irrumpe con esa violencia enceguecedora que nunca dejó de incomodarlo, pero el black out, todavía en su envoltorio original, no se colocó nunca. Buenos Aires desde esas alturas le parece una ciudad domesticada y mansa que en ninguna otra estación alcanza la belleza que en otoño. Ve el río de La Plata mixturarse con el naranja en el último trazo del horizonte como posiblemente todo desde ahora, por última vez. Ve personas, egos menores que el suyo, ir y venir en direcciones contrapuestas, y autos y colectivos zigzagueantes, hábitos y elementos que resumen la fragilidad de la vida en la porción de la ciudad que mejor conoce.
      Se inclina sobre el escritorio y oprime la pantalla de la computadora. El pulso se acelera apenas cuando advierte los restos de sangre seca y azulada en sus nudillos. Como si buscara devolverla a la vida, abre la carpeta con las canciones que ella dejó grabadas. Los parlantes que él mismo le regaló para su cumpleaños le traen los primeros acordes del archivo con el listado que recopila sus cóvers más logrados. El vello de los brazos se le eriza y, mientras tararea la canción sin cinismo divaga sobre si tiene algún sentido que se sepa por qué se convirtió en un asesino buscando hallar un estúpido perdón que nadie está en condiciones de darle o de negarle.
      Ahora observa el cadáver, la hermosura distinta a la de la vida que va adquiriendo. La luz da de lleno sobre el rostro rígido. Vladimir, el gatito, a su costado, empieza las maniobras del despertar, y si bien el rigor mortis y el gradual protagonismo del violeta de los hematomas lo mantienen alejado de cualquier posibilidad del erotismo que hace tiempo perdió, algo del contexto le provoca un hormigueo en la próstata. No termina de creer, pese a todos los cadáveres que ya vio, cómo es que hasta hace no mucho ese famélico cuerpo cabalgó sudoroso sobre el suyo, ni cómo esa boca de sonrisa acostumbrada tantas veces jugó con su semen hasta enloquecerlo.
      Entonces baja la persiana y enciende el aire acondicionado para que el sol no acelere la descomposición del cuerpo. Sabe que sentir el aroma a su podredumbre sería, incluso en las actuales circunstancias, una deslealtad que no merece. Ella siempre supo ocultarle sus olores con maestría; el aliento del ayuno, el de las axilas después de trotar por las mañanas, el de los pies, especialmente con esos zapatos de goma que tan cómodos le eran, los del ano y la vagina, con la visita obligada al bidet antes del sexo.
      Un afán o una histeria de pronto lo gobiernan. Vacía, invadido por la súbita necesidad de orden, el cenicero en el tacho de basura, guarda dos resaltadores cuyo uso desconoce dentro de un cajón, acomoda sus zapatillas debajo de la cama, se topa con el libro que ella estaba leyendo. El cumplimiento del protocolo de Kioto, Teoría de la política internacional. Menuda mierda, piensa que diría si alguien lo escuchase.
      En la habitación contigua, donde está parte de la biblioteca, lo deja en un estante. Sobre la repisa, junto a los siete fajos de mil dólares y las hojas impresas con los pasajes, hay una foto dentro de un marco dorado donde se la ve abrazada a sus padres en la que muy probablemente haya sido su fiesta de quince. Acuesta el retrato de esa familia que desmembró y se desploma sobre la silla a meditar su situación. Imagina el momento en que sea arrojado a una cárcel común con una condena que podría caratularse como femicidio agravado por el vínculo —y sin vínculo ¿qué motivos hay para matar?—, lo que quiere decir, en esencia, que sus días van a concluir orbitando entre un rejunte de reos que habitan la periferia de un sistema periférico. Ése va a ser su final, lo sabe; un final sin épica ni estridencia, o sólo con estridencia, emparentado a la fisonomía de la de esos faqueros con facha de boxeadores, víctimas del sistema penitenciario argentino que van a hacer de su culo un depósito de vergas.
      Contra la impotencia, vuelve al dormitorio y se sienta al borde de la cama. Le pasa una mano por el pelo, fino y frágil como todo en ella, y la cubre con las sábanas hasta el mentón. Quisiera estar muerto también, pero esto desde hace mucho. Desconoce qué opciones existen por fuera de la fama transitoria que le va a llegar cuando lo detengan a diez mil kilómetros de la escena del crimen, cómo lidiar con la idea de perder la libertad por haber matado a una mujer que conoció como a otras que quiso menos en terrenos donde el amor o sus múltiples equivalentes suelen hacerse lugar a codazos, en oficinas de teléfonos incesantes, computadoras sin descanso, pasillos difusos y atestados por donde gente que se inflige a sí misma la farsa de que no es esclava transita como puede.
      Se ubica ahí entonces, a principios de 2016: ese año cambió su vida laboral debido a los enroques de autoridades en el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, donde ambos trabajaban. Entre el ballet de nuevas autoridades estaba él que, sin pertenecer a ese universo cima de la fetidez y la decadencia que se conoce como diplomático, llevaba algunos años de buen desempeño en un área específica que le valió la confianza de la mano derecha del Canciller, recién asumido con el nuevo gobierno. El error —lo supo tarde— fue aceptar, creyendo advertir en el nombramiento la última chance seria de montarse al tren de los aciertos financieros o de la corrupción. Tanto su nombramiento como el de los demás directivos que asumieron sin ser del palo llevaron a esa yunta cancerígena que son los empleados públicos a sobreactuar una excitación de por sí ridícula. Mudanzas, chismes, múltiples sospechas, acomodos, eternas pilas de papeles que dicen nada o lo mismo, la novedad y el ansia escalando las paredes, la traición todavía inadvertida entre los augurios de improbable éxito, los compañeros nuevos y los otros y toda la pestilencia de la especie cuando lucha por ponerse a salvo, encontraron el escenario donde hacer sus piruetas.
      Él estaba a cinco días de cumplir cuarenta años y sentía, con convicción o desmesura, que la vida accedía a complacerlo. Hasta ese momento nada en su pasado gozaba del fanatismo del orgullo pero nada lo avergonzaba.
      Cuando asumió al frente de la Dirección de Asuntos Culturales (área dependiente de la Subsecretaría de Relaciones Exteriores) la cocaína representaba, más que en un mal recuerdo, un olvido consumado; su madre, con quien nunca se entendió y a quien quiso poco, llevaba muerta algunos años. El estruendoso asesino que es el cáncer de páncreas la terminó de matar mientras dormía, un duro invierno que forjó su carácter en el resentimiento. Pero el episodio de su muerte y la consecuente venta de la casona en Villa Gesell (única propiedad que poseía) estuvieron revestidos de un curioso júbilo, al punto que llegó a desconfiar de sí mismo cuando cometió la imprudencia de desligar a la muerte del rencor que merecía por sentirse libre como nunca, y ligero.
      Con la mitad del dinero de la venta (la otra mitad correspondió a su hermana, con quien no habla desde entonces) y los dólares que le dieron por la venta del departamento que ya tenía, compró uno más cómodo a estrenar de cuatro ambientes en Parque Centenario, donde todavía vive y donde, fruto acaso de una soledad a la que sin duda se había acostumbrado, concluyó con éxito el duelo de una relación breve y tortuosa que lo había silenciado como a un autista. Entre los treinta y cinco y los treinta y ocho años estudió una carrera universitaria a distancia para probarse en el engaño y su título de Licenciado en Comunicación, como todo lo falto de significado y de importancia, aupaba polvo en la pared del escritorio. Nadie dependía o necesitaba de él. Sin el aplomo del afecto, sin el tedio de la responsabilidad que suelen acarrear los asuntos consanguíneos y con tan pocos amigos como proyectos o intenciones de, sólo esa aguerrida hija de puta que es la insatisfacción lo perseguía.
      A raíz de todos esos enunciados, de ese esquema vital bueno en lo aparente, es que hizo un balance engañoso que le llevó a creer que estaba en vísperas de un tiempo de paz y de sosiego, un tiempo no ya de ambición ni de encanto sino, más bien, de tregua o de emparde, pero la tarde que reconoció la cicatriz bajo su ojo derecho y el singular mechón de pelo blanco sobre la frente, el instinto le indicó que su vida daría un giro irreversible.
      Ella ya estaba muy enferma aquel lunes 2 de marzo que atravesó la puerta de su despacho, detuvo sus cuarenta kilos delante de sus ojos y le dijo, con una magia próxima a lo indescriptible, justo antes de desplomarse en el piso: Amparo, encantada.

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