Ají­ de lengua / Christian Vera

Casi sin falta, los domingos al mediodía visitaba a doña Nati, quien preparaba picantes de lengua muy bien cocidos y sazonados con ají colorado de Padilla. Eran una delicia, cocían durante horas. El picante tenía un aroma a la sequedad del campo, con matices de dulce de higo, sin llegar a tener un sabor azucarado. No picaba como cualquier otro, sino que daba un sacudón a las papilas gustativas, al cerebro y al sistema nervioso. Comer ese picante me hacía un hombre feliz.

Con el tiempo, el puesto se fue volviendo el atractivo del mercado Merland. ¡Cuántos clientes tenía! ¡Cómo comían! Concentrados, haciendo sonidos con la lengua y la saliva. Se secaban con el brazo el abundante sudor provocado por el picante ardiendo en esos estómagos, siempre acompañados de un poco de cerveza o de un jugo dulce de mok’ola. Mientras molía en un batán de piedra las vainas de donde brotaba ese manjar llegado de sus tierras, la doña se reía al verlos tan callados, limpiando el ahogado con pedazos de marraqueta y chamillo.

Un día, sin anticipar a sus caseros, doña Nati decidió irse a Sucre. No se despidió de ninguno. La vecina del local donde se servían los platitos contaba que había vuelto nomás a su pueblo a arreglar unos asuntos de tierras y herencias. Desde que se fue de La Paz no volví a comer un plato con ese sabor tan potente.

Meses después de su partida, fui a Sucre por asuntos de trabajo, y a la hora del almuerzo, ingenuo, busqué a doña Nati por todos los mercados. En el central no la conocían, las comideras tampoco. La busqué hasta en el sector de condimentos y choripanes del mercado campesino. Una de las fruteras que vendía en la calle sabía de ella.
      —Se ha ido a Padilla y ojalá haya llegado, me dijo.

Según ella, se había ido porque estaba vieja y cansada, sus hijos habían muerto y las nueras se querían aprovechar de las tierras.

A modo de conocer Padilla subí a la camioneta de la empresa donde trabajaba y partí, siempre pensando que el viaje cobraría sentido en el momento en que tuviera el platito de picante frente a mí. Imaginaba un pedazo de lengua encima del otro nadando en ese ají colorado, con chuños y el arroz junto a su quirquiña, cilantro y una papa harinosa.

Nubes negras habían ensombrecido el camino principal. No estaba tan concentrado en la ruta, tal vez por el calor. A ambos lados del asfalto brotaban senderos fantasmales, esos trazos lineales que se hacen en la tierra formando vías alternativas para que un distraído conductor ceda a transitar esas rutas y termine en el más allá. Tomé la ruta izquierda a modo de seguir a un camión cargado con cajas de madera que viajaba muy lento. Logré alcanzarlo fácilmente y al pasar le pregunté si esta ruta me llevaba a Padilla. «Bienvenido», dijo el hombre, casi sin mirarme, «por aquí es». Le agradecí y lo pasé espiando a los otros ocupantes de la cabina.

Un viento tibio levantaba un espesor polvoriento. En el fondo ya se podían distinguir los tejados y tejas de las casas envejecidas. Era Padilla, o eso creí al principio. Cuando llegué, el pueblo estaba haciendo una siesta tan estricta que no había casi nadie en sus calles. Se sentía un silencio sepulcral, acompañado de la brisa y el movimiento de los viejos molles, algo secos. Algunas cabezas se asomaban por las ventanas de las casas, fisgoneando.

Las dos únicas señoras sentadas en la puerta de su casa parecían talladas en roca. Cuando me acerqué a preguntarles si conocían a doña Nati no me respondieron. Muy bajito murmuraban cosas entre ellas, una se reía con maldad viéndome con sus ojos carcomidos por las cataratas. Dentro de la casa se escuchaban maullidos aterradores, como si hubiera cientos de gatos encerrados en jaulas listos para ser degollados.

Las pocas personas que caminaban por la plaza no querían contestar mis preguntas. Ni bien detenía el auto, escapaban o se escondían y cerraban las puertas viejas de madera. Me daba la sensación de que este pueblo no existía en el mapa. No había ni un perro. De pronto, se escuchaba claramente a los pobladores, golpeando el suelo con la punta de un palo, todo retumbaba, tac, tac, tac, tac. De un segundo a otro dejaron de golpear. Volvió el silencio.

En una callecita me encontré con unos turistas gringos que buscaban dónde comer y escucharon que yo averiguaba por el lugar en el que una famosa comidera vendía picante de lengua. Se subieron a la camioneta y recorrimos el pueblo durante casi una hora. El gringo no paraba de hablar de la belleza del lugar, de lo extraño que era todo, mientras yo pensaba en comerme un ají de lengua bien picantito.

La gringa no era gringa, sino una rosarina de nombre Isabel, y el gringo tampoco era gringo, se llamaba Sergio y era sevillano. A modo de pasear y para conocer mejor el lugar, subimos al punto más alto del pueblo. Desde allá arriba observamos a lo lejos buitres del Viejo Mundo, esos de pico amarillo, los más grandes. El gringo dijo:
      —Seguro que allá abajo hay un hombre muerto, o tal vez varios.

Bajamos desde ese cerro y no encontramos nada para comer así como tampoco gente. Desaparecieron. Algunos seguían viendo a escondidas desde las ventanas. De forma sorpresiva, Sergio me propuso tomar San Pedro, le quedaban unas sobras.

Sergio decía que era el lugar ideal para tomarlo, que el paisaje nos ayudaría a comprender las preguntas que no tienen respuesta. Hay que alejarse de acá, repetía y repetía. Decidimos alejarnos lo más posible del pueblo hasta un lugar muy seco, donde plantaban justamente las vainas de ají. Isabel estaba al lado mío con un short muy corto mostrando sus largas piernas. Me la imaginaba encima mío, gimiendo y sin ropa.

Nos quedamos en el carro. Sergio sacó una botella pet deteriorada. Dentro había un líquido verde, como sábila. El primero en tomar fue él y casi se tomó todo. Luego, Isabel; finalmente yo. Soporté el sabor asqueroso en la garganta, minutos después sentí una punzada en las tripas que me obligó a salir de la camioneta a cagar el desayuno completo.
      Los dos gringos abrieron la puerta y se echaron en la tierra. El hombre gritaba y yo no sentía nada especial. No hacía frío. La pareja no paraba de fumar. Sergio hablaba de cosas como que el vínculo con la naturaleza, la paz, la atmósfera cósmica, el sendero de luz, la magia del valle, los centros energéticos. Contaba de las apachetas y wak’as que había conocido con Isabel, quien se veía aún más linda sentada en la tierra, algo aturdida.

Subí al carro y encendí el motor, no pensaba quedarme en ese lugar. Tenía que manejar hasta Sucre, mis manos olían a mierda. Les ofrecí llevarlos de retorno. Sergio quería quedarse en ese lugar. Isabel no, pero tampoco subió. Partí y a los pocos metros detuve la camioneta, bajé, me puse a vomitar. Expulsé gran parte del poco cactus que consumí. No sentía ningún efecto alucinógeno.

Me había alejado de la pareja, los dejé en su mundo. Sucre estaba más o menos a unas seis horas. Aunque atravesando esos caminos laberínticos de tierra tranquilamente se hacía un viaje largo hasta llegar a la carretera. El único cd que llevé al viaje era un disco de cumbia y huayños chicha y sentía que viajaba a ese ritmo. Manejaba a gran velocidad y pensaba en las cosas que tenía que hacer en Sucre: aprobar los planos, entregarlos al abogado y al arquitecto, después volver a La Paz para ir a Derechos Reales y continuar con los trámites.

Empezaba a oscurecer, pero aún era temprano para que hubiera estrellas. Al recorrer ese tramo me di cuenta de las casas que se encontraban bordeando la ruta, más arriba, las chozas colgadas de los cerros y construidas con adobe. Casas hundidas, rodeadas de cientos de cactus y árboles de retama. Abrí la ventana para que entrara un poco de aire, al frente mío los cerros se movían como si fueran nubes.

Cuando más intentaba concentrarme en conducir, escuché una voz que venía del borde del sendero. Alguien me gritó:
      —¡Caballero!
      No era un susurro que provenía de mi imaginación, era una voz humana, concreta. Daba la sensación de que esa voz estaba dentro de mi cerebro.
      —¡Caballero!
      Volví a escuchar el llamado, muy cerca al oído y sentí un aliento a un enorme pijcho de hojas de coca.
      Detuve la camioneta y sorpresivamente vi allí a un campesino. ¿Era el conductor o uno de los acompañantes de ese camión con cajas? No lo sé. Traía un sombrero. Llevaba puesto un pantalón de tela y una camisa blanca percudida por el sudor y la tierra. Sus manos eran muy oscuras, agrietadas y grandes, con la apariencia de las manos de un gigante.
      —Buenas noches —le dije.
      —Buena noche, caballero —me dijo.
      No pude mirarle la cara ya que la ocultaba el sombrero de cuero.
      —Unos jóvenes, unos gringos lo están buscando —me dijo.
      Enseguida pensé que se trataba de Sergio e Isabel. Le pregunté dónde estaban, yo me había alejado de ellos hacía mucho. Quería saber sobre ellos. ¿Cómo era posible que estuvieran acá tan lejos de donde los dejé?
      —Por allí —me dijo el hombre de forma ambigua e incierta.
      —Cómo llego hasta ahí —pregunté.
      —Lo mejor es a pie. Difícil es en carro, difícil, no vas a poder. La mujer grita que va a tener a su wawa y que necesita que la lleves de emergencia a Sucre. Por allá están, en medio de los sembradíos de ají, de maní, de papa, de maíz —dijo.
      Persiguiendo algún instinto arrinconé inmediatamente la camioneta, apagué el motor y me bajé.

—Lo mejor es que atravieses este chume y camines por los sembradíos, ahicito es. Ahicito te están esperando.
      Me daba la sensación de que el champerío no era tan abundante, pensaba que podía traspasarlo sin problema.

Ni bien puse un pie, sentí que me había hundido algunos centímetros, como si hubiera saltado a un pantano. Si era Isabel la embarazada cuando la vi no se le notaba para nada.

—Recto andá.
      Cuando estuve adentro vi buitres del Nuevo Mundo encima mío, dando vueltas en círculos concéntricos. El chume abundante formaba un microclima. Vegetación, pasto alto, charcos, mosquitos, todo cubierto con una especie de neblina. Le grité al campesino, le pregunté por qué había tanta vegetación y el hombre no me respondió. Me daba la vuelta y todavía se podía observar la camioneta, la senda, el camino y las pequeñas casas.
      Me arrepentí de haberle hecho caso. Por un momento casi desistí de buscar a los gringos, cuando volví a sentir la voz. 
      —Es por allá, joven, por allá hay que seguir.
      No lo veía, sólo escuchaba su voz, rasposa. Las botas que traía puestas estaban llenas de barro. La luz de la luna me permitía visualizar algo, fragmentos. No sé si fue el San Pedro pero oía murmullos de niños que no llegaban a convertirse en palabras. Sentía como si se movieran de un lado a otro a gran velocidad. A medida que ingresaba más en ese espesor, impactaba el olor a podredumbre.

Decidí caminar hacia la senda. Al hacerlo, escuché la voz de Isabel.
      —Ayudame, ayudame.
      —¿Dónde estás? ¿Cómo has llegado hasta acá?
      —No sé. Nos trajeron casi arrastrando. Tengo heridas en todo el cuerpo, creo que me he roto el tobillo.
      —Gritá, no te veo.
      —Acá —gritaba.
      Mientras más intentaba acercarme a ella sentía que su voz se alejaba. Le pedía que se orientara y pudiera descubrir la salida. Pero no podía. Gritaba que Sergio la buscaba para comérsela, que había unos niños, que un campesino rastreaba presas con unos perros hambrientos.

No me interesaba la gringa, me asustaba su relato, quería regresar a Padilla o lo que fuera ese pueblo y salir de inmediato a Sucre, así que empecé a caminar hacia donde había estacionado el vehículo que ahora más que nunca se encontraba muy alejado. Incluso a esa distancia creía haber visto a unos niños con unas cabezas grandes robando piezas del motor. El chume era tan alto que no podía reconocer dónde me encontraba, a qué altura. Saltaba lo más que podía para saber hacia dónde dirigirme. Y en ese afán tropecé con una especie de piedra. Al caer sentí pánico. Cerca de mi cara había una alfombra de huesos humanos, como si fueran abono para alimentar a la tierra. La Pachamama carnívora y depredadora, pensé. Huesos de todos los tamaños, parecidos a los de los cerdos.
      Iba por derecha y parecía que siempre volvía al mismo lugar. Iba por izquierda y sentí un aroma delicioso: picante de lengua, como el de doña Nati. No lo podía creer. Me detuve y observé que alguien corría hacia mí.

—Soy Sergio, no te asustes, quiero ayudarte. Estás perdido y yo sé por dónde puedes salir. Nosotros también estábamos perdidos. Ven.
      Vi la hora, las siete menos diez. Corrí hacia el lado contrario, pensando en la posibilidad de escapar de ese pastizal y de ese sevillano.

Ahí adentro no éramos los únicos. Había una turista que pedía ayuda a gritos. Podía escuchar cómo la arrastraban por el barro, cómo su cuerpo rompía los arbustos e impactaba contra los huesos de otras víctimas. La mujer gritaba como un cerdo antes de ser faenado.
      En ese ambiente me inquietaba un olor a preparación de comida.

Salté para observar dónde se encontraba la camioneta y la veía tan alejada que sentí terror. Observé a Sergio avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro ahora oscuro y de labios delgados. Me agarró del brazo. Sabía que me encontraba en un peligro mortal y como arma de defensa saqué del bolsillo las llaves del auto, que me fueron fácilmente quitadas de la mano.

—¿Quieres comer?, me preguntó. Debes de estar hambriento como todos nosotros.

Me fijé y vi a doña Nati de espaldas, cocinando en medio de las champas. Quedé asombrado, era ella. Su pollera inconfundible, incluso la blusa, el mandil, la forma de preparar el ají. Las ollas desprendían un aroma delicioso, un aroma hipnótico que volvía más confuso el pastizal. El olor a leña. Muy cerca suyo se encontraba la turista, muerta, boca abajo, con sangre en la comisura de sus labios. Viéndola bien, me di cuenta que le habían extirpado la lengua desde la raíz. En una pequeña mesa se encontraba el pedazo de carne y los bordes. Le rompieron el maxilar y en el forcejeo con la mujer también le habían arrancado un ojo.

—Es mi segundo plato de lengua —dijo Sergio, con los ojos brillando por el reflejo de la hoguera del fogón.
      —Sírvase, joven —me dijo doña Nati.
      La comida era muy tentadora. Estaba calientita. No acepté el plato y lo aventé. Me paré haciendo el intento de escapar, cuando apareció el campesino. Él y Sergio me detuvieron agresivos y me obligaron a probar el primer bocado.
      Saborear ese manjar fue como abrir las puertas del infierno. El ají atravesó mi garganta, después de eso comí desesperado. La mezcla de la lengua con la tunta, el ají y la sarsa con cilantro y quirquiña me hizo descubrir lo que es la felicidad, la plenitud. En cada mordisco el sonido del batán lo sentía dentro mío, viajé al origen del todo, supe en qué consiste la verdad. Imaginé a un posible dios comiendo picante, sudando en las múltiples dimensiones del universo. Alcancé la cima de mi vida. No quería que ese platito delicioso se acabara nunca.
      —Acá hay ajicito, joven —dijo cariñosa la vieja comidera. También comía el campesino alzando la comida con sus dedos gruesos y largos. En un rincón unos niños devoraban la comida como cachorros de hienas cuidando sus presas.

—Si quieren más, puedo preparar, pero más lenguas frescas tienen que traer —dijo doña Nati.
      Sergio me vio a los ojos y me propuso traer a Isabel. Su idea en ningún momento me pareció una locura. La fuimos a buscar. Los niños conocían de memoria ese territorio tan extraño. Oímos que a lo lejos pedía ayuda, quería salir hacia el camino. La localizamos rápidamente.

El campesino había logrado atraer a otro gringo que se había extraviado en su carro. Al dar vueltas para encontrar el camino se le acabó la gasolina y deseaba saber si el dueño de la camioneta podía acercarlo a Padilla.

No quería irme nunca más de ese lugar, agarré el cuchillo, los niños sujetaron el cuello de Isabel y yo, sin ninguna clemencia, le arranqué la lengua. Más tarde hicimos lo mismo con el gringo perdido.

Despierto tirado en el sembradío creyendo que todo era culpa del San Pedro. Estoy acostado de espaldas, observo el cielo despejado. Me pongo más tranquilo, pienso que lo vivido no es más que una ilusión, un juego, un delirio pasajero. Ahora puedo por fin retornar a Sucre, luego a La Paz, y así a mi vida de siempre. Bostezo, siento un dolor tan profundo y un sabor asqueroso en la boca, tengo sangre, me han arrancado la lengua. Cerca mío están las partes del cuerpo cercenado de Sergio. A mi alrededor algunas personas del pueblo de mudos esperan ansiosas que salga el platito de ají. Los buitres giran en círculo, saben que pronto seré un cadáver. Desde acá veo las manos de doña Nati, me encanta mirar cómo muele las vainas de ají en el batán.

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