Safari* / Maximiliano Barrientos

 

Tal vez las urbanizaciones son
      los verdaderos países por descubrir…
      M. John Harrison

La periferia, para un niño que creció en un barrio del segundo anillo en los años ochenta, era la Villa Primero de Mayo. Me crié con esa idea en la cabeza. Escuchaba historias que provenían de ahí, todas relacionadas con la violencia, como si ésta no sucediera en la plaza central o en los recovecos de la avenida Cañoto, en el mercado Los Pozos y Mutualista, en la universidad pública o en los colegios más oligarcas, en la céntrica calle Sucre, donde un viernes de 2008 tres maleantes me encañonaron y me rociaron el rostro con gas pimienta para irse con mi billetera y mi celular.
      La violencia cubría entonces y sigue cubriendo ahora todos los estratos de Santa Cruz, pero por alguna razón aquella zona adquiría un aura mítica en mi imaginario, como si se tratara de un lugar salvaje que tenía que ver más con el cine que con la aburrida vida de clase media que llevaba mi familia.
      Era la otredad y por lo tanto el misterio.
      Pasaron los años y se mantuvo en una abstracción, hasta que las cosas cambiaron. Durante un mes asistí todos los días a la biblioteca municipal de ese sector para moderar sesiones de escritura creativa, y me fascinó lo que encontré. La Villa funciona como una síntesis de la ciudad. Talleres mecánicos y casas de santerías y bares por todas partes, muchedumbre y perros callejeros, negocios ambulantes montados frente a supermercados. Una fusión maravillosa de razas y de clases, como si se tratara de un delirante experimento sociológico.
      En una esquina arenosa de la avenida 16 de julio, a cuadras de la biblioteca, había una escultura —por llamarla de alguna manera— formada por carburadores y escapes de autos, como si se tratara de un ídolo salido de Mad Max.
      Vi a un hombre vestido con bolsas de plástico, recogía basura con un palo en cuyo extremo había pegado un cuchillo. Dos días después lo encontré en el mismo lugar, vestido de la misma forma, dedicado a la misma actividad. Tenía el pelo largo y quemado, como si fuera un rastafari loco o un profeta. La barba, larguísima, albergaba restos de lo que ni siquiera podría nombrar: escombros, comida, mugre de toda clase. La gente, a varios metros de distancia, ni siquiera lo miraba, como si estuviera acostumbrada al silencio que emanaba de él. Fantaseé con la idea de que vivía fuera del lenguaje y sólo por eso apareció más puro ante mis ojos.
      Había casi tantos moteles como bares. Uno, muy cerca de donde daba clases, se llamaba Euro Verde. ¿A quién se le ocurrió bautizar a un albergue de citas clandestinas con ese nombre? Adjuntar la idea del dinero a un lugar que propiciaba contactos humanos resultaba una metáfora brutal del capitalismo, como si no fuera posible concebir el sexo sin la seducción de los billetes, como si erigir ese tótem mutante del euro y del dólar provocara un efecto afrodisiaco.
      Se trataba de una vieja casona con patio y árboles, decorada con focos que emitían una luz verduzca. Tenía pasadizos por donde las parejas podían entrar en sus autos sin correr el riesgo de ser descubiertas. El sitio era de una sordidez escalofriante y hermosa. Al googlearlo descubrí que el año pasado murió un hombre en una de sus habitaciones por una sobredosis de Viagra. La nota de prensa indicaba que tenía sesenta y tres años y que ingresó a una de las piezas acompañado por una mujer de veinte. Ella entró al baño y al salir se topó con el cuerpo sin vida, también encontró cinco pastillitas azules regadas en la cama.
      Cuando volvía a casa en el micro de la línea 82 pensaba en que si se descomponía no sabría cómo ubicarme, para qué dirección tomar, cuál calle me conduciría al cuarto anillo, cuál me alejaría. Me gustaba esa sensación de estar perdido, pero al mismo tiempo de estar seguro mientras no saliera del vehículo.
      La seguridad, en esos casos, quizás en todos los casos, dependía de un acto de fe. El micro era una burbuja que me aislaba del entorno pero que al mismo tiempo me permitía mirar de un modo más lento que si estuviera caminando, porque en ese caso mi atención estaría contaminada por la paranoia de ser asaltado, y por lo tanto la mirada estaría sesgada por el miedo.
      Es una forma urbana de safari, me decía mientras observaba por la ventanilla, una forma barata de hacer turismo en mi propia ciudad, de recorrer el lugar al que pertenecía gente que tenía, al menos en apariencia, una vida distinta a la mía.
       ¿Acaso en eso no radicaba el turismo? ¿Acaso en su origen no había un cochino impulso voyerista? ¿Por qué otro motivo un gringo pagaría por visitar África si no tuviera la certeza de que al final de esas semanas regresaría al confort de su vida con la ilusión de haber tenido una experiencia?
      Ahí está, como ejemplo, esa obra maestra de la explotación mutua que es Paradise: Love, de Ulrich Seidl, en la que unas austriacas veteranas viajan a Kenya para usar y dejarse usar como no lo harían jamás en sus frías y ordenadas ciudades del primer mundo.
      Me cuesta explicar el trayecto que empleaba el micro para devolverme a zonas que podía reconocer. Daba vueltas y vueltas, se introducía por barrios de la Villa Primero de Mayo que eran cercenados por las vías de tren, donde la basura se acumulaba formando pequeñas lomas, donde la maleza crecía en grandes lotes baldíos y rebasaba muros cubiertos de grafiti.
      Tras largos minutos de viaje aparecía en el matadero de la ciudad. Dos cuadras antes de llegar al sitio donde se mataban y descueraban a las reses que saciaban los apetitos carnívoros de los cruceños, atravesaba por una calle repleta de puteros. Una versión bizarra de lo que en el imaginario de cualquier sudaca debía ser la zona roja de Ámsterdam, ya que los locales coexistían con pollerías y tiendas de celulares, pulperías y peluquerías unisex sin que a nadie le resultara escandaloso.
      Había un colegio en las proximidades. Cuando volvía a casa al mediodía toda la zona estaba repleta de niños. Cuando regresaba por las noches cambiaba de máscara, se maquillaba, las fachadas se revestían de foquitos colorados. Lo desconcertante era la coexistencia de ambos mundos, la bipolaridad bien asumida: los extremos mantenían una rara armonía que sólo podía sorprender a un outsider.
      A partir de las ocho de la noche aparecían las putas, fumaban en la entrada de locales que carecían de ventanas y que por techos tenían placas de calamina. Caminando frente a ellas sin echarles siquiera una mirada de reproche, grupos de señoras regresaban a sus hogares o iban en búsqueda de pollos fritos.
      Veía, siempre desde el micro, a parejitas de adolecentes apoyados en autos o sentados en las aceras, y a borrachos tirados en el piso tras haber sido expulsados de algunos de esos antros de los que emergían, como un aluvión monótono, ya inofensivo, las mismas canciones de reguetón que sonaban en cualquier otra parte de la ciudad.
      Y el matadero, y el olor indistinguible a bosta, a sangre, y todas las imágenes que se armaban en mi mente al saber que cerca de donde la gente pagaba por coger se abrían inmensos cuerpos de reses, se los desangraba, se los colgaba en ganchos, se los modificaba y volvía cosas para poder ser distribuidos en friales y en restaurantes.
      Era lo abyecto, por supuesto, pero también la fascinación por constatar cómo se ordena una ciudad, el impulso que la obliga a poblar el espacio, a reproducirse donde antes no había nada más que pampa. Un impulso que respondía, como en cualquier otro cuerpo, al sexo y al hambre, y a lo que se tiene que hacer para lucrar con esos dos tipos de necesidades.
      El filósofo George Santayana, en El último puritano, escribió: «las ciudades son un segundo cuerpo para la mente humana, un segundo organismo, más racional, permanente y decorativo que el organismo animal de carne y hueso: un trabajo natural y sin embargo moral, donde el alma coloca sus trofeos de acción y sus instrumentos de placer».
      Sentado en uno de los asientos del micro, cuando ya me encontraba en el Parque Industrial, imaginaba a los trabajadores del matadero agotados después de horas de descuerar vacas.
       Ingresaban en estos locales —las botas de goma blanca salpicadas con sangre—, cruzaban palabras con mujeres que inventaban cualquier mentira para no tener que verse en la obligación de contar las historias de sus vidas.
      Bebían e insultaban, daban rienda suelta a una rudeza que fluía de sus cuerpos de forma natural, sin malicia, como si fuera la prolongación de una masculinidad que nunca habían cuestionado, ni siquiera en las ocasiones que resultó ofensiva o violenta.
      Reían y puteaban, peleaban a puñetes cuando la borrachera los excedía y los volvía particularmente sensibles a ciertas provocaciones o a ciertos recuerdos de los que intentaban huir golpeando a otros, buscando que otros también los golpearan.
      Bailaban frente a rudimentarias rocolas que proyectaban videos de grupos centroamericanos o tristísimas canciones de los ochenta que por estos rumbos fueron conocidas como «música para planchar».
      Dormían recostados en mesas de plástico, rodeados por botellas de Paceña o de ron cola.
      Negociaban con mujeres igualmente cansadas pero más cínicas, más lúcidas.
      La pieza diminuta, vacía, previa a ser usada, previa a que el acto se consumara.
      El olor a pis y a detergente detenido en el aire, sin llegar a mezclarse del todo, preservando sus respectivas esencias.
      Todo eso imaginaba mientras el micro daba vuelta frente a la upsa y entraba al cuarto anillo y me devolvía a un lugar al que reconocía como propio, a una ciudad de la que podía sentirme parte.
      Recuerdo, como si se tratara de una postal grabada en mi cabeza, ahora, mientras cierro este ensayo, a semanas de haber acabado los talleres y de haber dejado de asistir a la Villa Primero de Mayo, el letrerito de ese motel donde un hombre de sesenta y tres años murió por una supuesta sobredosis de Viagra. Todos esos sitios —bares, puteros, restaurantes de comida rápida— eran, como había apuntado Santayana, órganos de un mismo cuerpo cuya respiración se oía en las noches.

      *   Texto leído en el encuentro Sentidos Abiertos, realizado por el centro Simón I. Patiño. Una traducción al inglés se publicó en la revista británica Ventana Latina.

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