Los cautivos / Nicolás Correa

Había cosas que sucedieron irremediablemente rápido para él: zarpar, permanecer vivo en una tripulación de ladrones, pisar tierra y marchar hacia la selva sin saber a dónde iban. Qué era lo que pisaban, y más aún, de qué se trataban esos ruidos entre las enredaderas y la oscuridad que provocaba la cerrazón vegetal. Fue en la primera jornada, Machado Ortiz, el viejo, les dijo que avanzaran por el oeste, él siempre ocupaba el lugar del adelantado, cerca de él, pero fue entonces que lo perdieron de vista, como si la tierra lo tragara. La reacción de ellos fue tardía, se dispusieron a avanzar donde habían visto por última vez al viejo, quitando la maleza de sus caras, el barro se les pegaba a las botas y sus ropas se volvían pesadas, la humedad los ahogaba y escucharon que Machado Ortiz gritaba pidiendo ayuda, hasta que llegaron a la orilla de un río estrecho, pero no menos caudaloso, que corría hacia el interior de la selva, y él no pensó en más nada porque se quedó mirando el final del río donde el horizonte se abría y la selva ya no tenía imperio para asfixiar al resto de la naturaleza, el agua abundante lo arrastró corriente arriba y los gritos de su compañero desaparecieron porque el río era todo inmensidad. Sus compañeros le lanzaron una soga al viejo, que juraba no haber oído la corriente. Esa jornada fue con suerte, muchas otras no hubo forma de recuperarse. Porque ese nuevo mundo era realmente nuevo: sus espacios, sus ríos, sus animales y su gente, lo último que conoció. Cinco meses estuvieron sin dar con indios, hasta que una mañana que seguían el cauce del río grande, en una de las playas donde solían parar a descansar, unas diez canoas los sorprendieron, y sus compañeros enseguida tomaron espada y arcabuz y se entregaron a la lucha. Pronto se encontraron con vida tan sólo él y Pero Vidal.

      Los indios estuvieron parados frente a ellos mucho tiempo, el silencio era tan grande que ninguno de los presentes se atrevía a quebrarlo; él contemplaba los cuerpos desnudos, las miradas extrañadas, y le pareció que ya sus tres embarcaciones quedaban lejos. Seguramente los habían seguido durante varios días sin levantar sospechas. El instante de silencio y quietud se reproducía de manera infinita, sintió una presión en los oídos, un zumbido, ninguno tenía palabras para decir.
      Pero Vidal pidió que los dejaran libres, cuando los obligaron a subir a las canoas, pero fue inútil, los indios lo ignoraron y hablaron entre sí; él mantuvo su atención en lo que se decían: no oía más que un ¡Defghi, defghi, defghi! Vencido por la monotonía que representaban esos diálogos, poco a poco fue cayendo en la armonía cansina del río que navegaban de manera circular, tratando de retener alguna señal de la costa en donde se había producido el choque. Siguiendo una corriente descendente las canoas tomaron velocidad, los remos se hundían uno detrás de otro en el agua mientras la selva se volvía un colorido manto de flores que cubría las costas, como si se tratara de una fiesta silenciosa a la que asistían de manera natural, el brillo de los árboles que caían en las riberas con sus frondosas copas, unas flores blancas que llovían por todos lados sobre el río, los camalotes que eran apartados por los remos, los cuerpos de los otros que remaban, y aun así los miraban de reojo, brillando bajo un sol tenue, saturaron su vista.
      Unos gritos lo sacudieron: Pero Vidal estaba en el agua e intentaba alejarse a nado de la embarcación. Agitaba los brazos sin lograr avanzar, y cuando volteó la mirada vio que un indio joven lo estaba mirando fijo, como si esperara que él repitiera el mismo gesto que su compañero, y en aquellos ojos redondos, apenas rasgados, negros y silenciosos, encontró un brillo intenso y extrañamente similar al sol que caía sobre el río. Cuando subieron a Pero Vidal a la embarcación, todas las canoas volvieron a avanzar, su compañero lo miró y negó con la cabeza, mientras lloraba y se ponía a rezar tomando el crucifijo que le colgaba en el pecho. Devolvió su mirada al horizonte selvático y no pudo comparar con nada lo que veía, ahora entendía los comentarios y las habladurías de los soldados o navegantes que volvían de las Indias: cómo refulgía un brillo extraño en sus ojos al hablar del oro, de la plata y del plumaje que se sucedía por doquier, sin ser necesario demasiado esfuerzo para quedarse con un poco.
      Sintió que iba a explotar. Eran las imágenes que lo ocupaban todo, mientras la canoa iba avanzando por el río de manera zigzagueante y entraban por distintos brazos. El agua, siempre el agua, como una canción monocorde lo iba durmiendo, y recordó los trabajos, los días y las noches en los barcos, el desconcierto de los otros. Arrimó una mano por la canoa y tocó el agua. Estaba fría. Se la pasó por la frente y respiró profundo, escuchó el sonido de los remos entrando y saliendo, uno a uno, sin prisa.

Las primeras jornadas estuvieron separados y vigilados por grupos diferentes de guardias. Tuvo que soportar los gritos de Pero Vidal diciéndoles una y otra vez que iban a llegar sus compañeros y arrasarían con todo lo que se interpusiera en su camino, y que él mismo se tomaría el trabajo de violar a cada una de las mujeres que encontrara. Los indios mantenían una tranquilidad extraña. Los gritos de Pero, para ellos, serían como para él era el ¡Defghi, defghi, defghi! En un principio se esforzó por tratar de entender a qué se referían con esas palabras: vigilaba sus acciones, seguía los movimientos de sus manos, los gestos de las caras, los objetos que tomaban cada vez que hablaban, el mismo sonido lo fue venciendo. Los escuchaba y sentía que se dormía. Al cabo de algunos días se dio cuenta de que le daba placer escucharlos sin necesidad de siquiera intentar vislumbrar las conversaciones. Los veía ir y venir por un sendero que se perdía pero él suponía que desembocaba en una ciudadela mucho más grande. A lo lejos, en algunos momentos del día, veía que pequeños grupos se asomaban por el camino y miraban hacia donde estaban ellos, y cuando Pero Vidal se daba cuenta de que los observaban se ponía a gritar que los iba a matar a cada uno y que les sacarían todo el oro que escondían. En los momentos en que se ponía a gritar, le acercaban una carne blanca y tierna y una bebida suave, con la que Pero se emborrachaba hasta dormirse, y cuando caía rendido, los guardias se acercaban, le quitaban el crucifijo y le hablaban con el defghi, defghi, defghi, lo sacudían y se lo ponían en las orejas y después le susurraban cosas inentendibles, tal vez porque veían siempre a Pero mantener largos diálogos con él.
      Caía la noche sobre el manto verde de la selva y él podía contemplar un cielo infinito que nunca volvería a comparar con nada de lo que había visto, esa abundancia de cielo con un resplandor tan extraño lo iba envolviendo, y al escuchar el griterío que se daba en algún lugar no muy lejano, imaginaba a los indios en sus fiestas, alejados de las costas, del peligro, de la muerte que los acechaba inminente, porque él había visto lo que hacían sus compañeros con ellos, a veces los tiraban en unas fosas donde había cinco o seis perros famélicos y eran devorados en cuestión de minutos entre alaridos y rugidos. Entonces miraba el río fragmentadamente a través de la selva, el reflejo de las estrellas en el agua, y pensaba en los días de mar, en los incansables trabajos, en el dolor que había soportado. Por alguna razón, estar detenido observando el río lo llevaba a pensar que de alguna manera se estaba volviendo un hombre indefinido. Vio el oleaje iluminado por las estrellas, ese sopor que caía con la noche extensa e implacable.
      Pero Vidal desvariaba y ya no comía, sólo bebía de manera incansable.
      Al sexto o séptimo día llegó un grupo de diez indios que los examinó. Pero no dejó de escupir al anciano que le miraba las manos. Cada vez que su compañero lo escupía, había otro que lo limpiaba. Los llevaron por el sendero, en ese momento no pudo dejar de sentirse sorprendido y también sintió que, al alejarse del río, se producía en él una sensación de vacío. Se internaron por el camino selvático hasta desembocar en una zona descampada con unas construcciones bajas de piedra. Era una especie de plaza principal que en el centro tenía una especie de parrillas gigantes. Más atrás, una multitud de hombres desnudos al rayo del sol, atados de manos. A los costados de las parrillas se hallaban unas estacas, que parecían cruces, y hacia la derecha, una construcción de piedra que se levantaba a cierta altura. Los indios iban y venían alborotados, cargando estacas y leña. Algunos sólo merodeaban alrededor de las parrillas, como si estuvieran perdidos. Cada vez llegaban más indios y se ubicaban en la periferia de la plaza. A Pero Vidal lo llevaron hacia el grupo de cautivos y cuando lo ubicaron con otros indios se puso a gritar que el Dios divino iba a interceder por él e iba a castigar al hereje, imprecaba y escupía, mientras sostenía el crucifijo y giraba en círculos. A él lo pusieron a un costado junto a unos viejos indios que tenían unos sombreros adornados con oro, plata y distintos plumajes, aretes de un color rojo que brillaban de una manera muy extraña. Estaban sentados en total tranquilidad observando. Cuando lo ubicaron junto a ellos escuchó, después de que lo miraran de arriba abajo, el sonido monótono del defghi, defghi, defghi. El murmullo de la conversación le pareció lo mismo que el sonido del río empujando el agua hacia las costas, lo mismo que el ir y venir del mar golpeando la embarcación. Pero Vidal quiso salir de donde lo habían ubicado y los indios que lo vigilaban lo empujaron con el resto. Ahora el sol parecía caer de manera ardiente sobre los cuerpos tostados, contempló las pieles resplandecientes de los hombres, y se sintió atraído por ese cuero tan diferente, hasta que un grupo de hombres y mujeres, todos vestidos también con ropas de oro, plata y plumajes, llegó desde algún lugar marchando como una tropa. El grupo se instaló en el medio de la plaza, frente a las parrillas, y comenzaron a hacerse a un costado para que un indio muy viejo avanzara entre ellos, era de baja estatura y llevaba una túnica larga hasta los tobillos, de color marrón y verde. El murmullo de los ancianos que estaban a su lado cesó y dirigieron su mirada al viejo, que defghi, defghi, defghi. Él se quedó observando a las mujeres del grupo que había entrado. No supo cómo describirlas porque sus pechos, el color de sus pieles, el pelo, las caderas, se volvían de un atractivo que no entendía y no podía soportar, le parecieron seres de una zona indefinida que ahora él mismo habitaba, seres hermosos que no podía simplificar con palabras. A diferencia de lo que había escuchado, no se trataba de seres extraños, maravillosos, monstruosos, ni siquiera de amazonas, como las habían llamado algunos.
      El viejo indio terminó de hablar y se ubicó junto a otros indios que parecían principales, formando un círculo. Otro grupo más grande de indios comenzó a encender el fuego con un material que él no pudo identificar. Los cautivos dieron un paso atrás, excepto Pero Vidal, que quiso tirarse a las llamas, pero se lo impidieron sus guardias. El fuego ardiendo debajo de las parrillas inmensas lo obligó a olvidar a las mujeres, rápidamente vio cómo se reprodujo hasta abrazar los asadores y hundirlos en una cortina anaranjada y rojiza que le hizo pensar en el color del mar cayendo en el horizonte. Alrededor de la plaza había muchísimos indios, que ahora se organizaban en grupos reducidos y formaban unidades circulares. Todos emitían defghi, defghi, defghi, también los ancianos que estaban con él. Se vio obligado a internarse en el sonido del fuego crepitando y explotando en pequeñas chispas. El grupo que había entrado con el anciano permanecía frente a las parrillas y pudo ver que los cuerpos ahora estaban bañados en transpiración y el humo creciente se los tragaba por un instante, hasta disiparse y devolverlos a su vista. El calor que emanaban las parrillas lo fue sumergiendo en el sueño aterrador, sintió el mismo miedo que había surgido en él arriba de la embarcación, las primeras noches, soportando todo lo que aún lo separaba de las Indias. Creyó que todo era excesivo: el defghi, defghi, defghi, los colores, los cuerpos, el murmullo que crecía, el fuego, la selva, los asadores, los cautivos, la abundancia de cielo, y por un momento quiso volver al oleaje cansino del río, a su forma circular y armónica para que lo arrastrara a la costa y le dilatara los ojos. El fuego crecía tanto que también parecía pintar las estrellas de un color rojizo.

Unos gritos lo despertaron. Necesitó varios minutos para acomodar la imagen. Cuando pudo identificar que lo que se asaba en las parrillas eran cuerpos humanos, sintió ganas de vomitar. El humo blanco se elevaba al cielo y formaba extrañas nubes, en las parrillas caían pedazos de torsos, piernas o brazos que varios indios arrojaban. La plaza estaba invadida por una multitud que se amontonaba buscando mejorar su posición. Las peleas surgían en todos lados, y él sintió que ya no era capaz de identificar las diferencias entre esos hombres. Vio la pelea de dos indios que terminó con uno de ellos metido entre el carbón, quemándose vivo. Buscó a Pero Vidal, pero fue imposible dar con él en esa situación. Otra vez le volvieron las arcadas y trató de tomar aire. Cada uno de los detalles, cada uno de los movimientos, cada una de las cosas, un exceso inevitable. Las mujeres, los niños, los viejos también intentaban alcanzar las parrillas, algunos eran aplastados y todos los que accedían parecían caer en un éxtasis por la carne humana. Se desvaneció por el asco.

Un indio enorme caminaba sobre otros indios que parecían dormidos o muertos, y al llegar a las parrillas se estiró intentando tomar un pedazo de carne renegrida que caía del asador, él vio cómo se quedaba inmóvil un momento, mantuvo en suspenso las manos, sus piernas soportaban el peso de su cuerpo, con ojos perdidos hacia la nada, entonces giró hacia él y se miraron durante unos segundos. Nada de eso tenía sentido para los indios, estaba seguro de que sólo significaba algo para él. El indio alcanzó a tomar la carne y se perdió en la selva.

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