Pichis [Capí­tulo 1] / Martí­n Lasalt

Dos pichis que se llamaban el Cholo y la Chola encontraron una cabeza en un contenedor de basura. Por el olor podían decir que no estaba recién cortada, además tenía los ojos hinchados y negros, y de la boca le salía la lengua negra a punto de reventar. Quedaron espantados y fascinados, y se la llevaron al rancho. La dejaron arriba del televisor y se durmieron enseguida, porque habían trillado sin parar y no daban más. A medianoche los despertó una voz. Primero pensaron que el televisor había quedado prendido, pero se acordaron de que el volumen estaba roto y saltaron del colchón. La cabeza susurraba: «Que los justos vayan a los lugares altos».

      Salieron disparados, corrieron por la superficie del arroyo y terminaron en avenida Italia. Recién a las veinte cuadras de carrera bajaron la velocidad. La Chola dijo que mejor paraban un poco. Boqueaban como pescados, sudaban a chorros, tenían la lengua y la garganta secas, les dolía todo el cuerpo, y capaz que no había tanta urgencia de encontrar los lugares altos. Capaz que la cabeza exageraba. Pararon. Capaz que ellos exageraban y no se venía el diluvio, el cometa, la peste, ni el tsunami. En medio de toses el Cholo sugirió seguir hacia el Centro porque se le ocurrió que para allá eran los lugares altos. La Chola estuvo de acuerdo y arrancaron. De camino le manguearon monedas a todo el mundo. Era sábado y había mucha gente en la calle porque la vida era una sola y había que vivirla, según les dijo un guacho apenas mayor de edad, con su amigo que era igual que él pero peinado para el otro lado, al volante del autito que sin dudas había sido del padre, por el color, por las llantas, por el sonido de la radio. Les molestó la miradita del pendejo, su sonrisa de PowerPoint mientras les daba cinco pesos. Se había creído todo, el muy imbécil. Como ellos. Ellos también se habían creído todo, y ver lo mismo en el idiota les dio un asco desesperado, parecía que nadie encontraba una salida.
      La vida es una sola, dijeron después a otros conductores, como para quedar bien mientras pedían plata, aunque no veían de qué manera la vida podía ser una sola, si ellos habían vivido un lote. La idea de que la vida era una sola guardaba una intención siniestra, te podía convertir en un ganador de sorteo de supermercado, pensaba la Chola, gente fácil que tiene dos minutos para llenar carritos y después aparece en la folletería con cara de «con esto me arreglan y soy feliz». A la Chola no le parecía poco llenar un carro de supermercado, todo lo contrario, pero no le hubiera gustado aparecer con cara de «con esto me arreglan y soy feliz» y decirle gracias a quien representara esa misma presencia que ella adivinaba, escondida, gozándose de su hambre en las noches. La vida no era una sola, gracias. Pensar que la vida era una sola, creía el Cholo, más concreto, podía convertir a la vida en una laguna que nunca te pasaba de las rodillas.
      En ese semáforo se quedaron un rato hasta juntar veinte pesos, que no les alcanzaban ni para un pancho, ahora, con la inflación, y siguieron. Cuando llegaron al Centro se largó un chaparrón muy fuerte: empezaba el diluvio que había insinuado la cabeza. Se guarecieron en la entrada de un cine. Rezaron de apuro y se persignaron, pero mal: arriba abajo al centro y adentro es para brindar, Cholo, rezongó la Chola, aunque ella tampoco se acordaba cómo. Entonces un linyera que dormía ahí mismo se levantó para evitar el agua y se quedó de pie a su lado, a esperar que pasara la lluvia, quieto como un árbol, consciente de su presencia pero tan tranquilo que les dio la sensación de que eso ya había pasado y ahora nada más lo recordaban.
      No se terminó el mundo esa noche. Amaneció, paró de llover, volaron los gorriones, rasantes, hinchapelotas. El Cholo fantaseó con darle un zarpazo a uno y comérselo como venía. La Chola fantaseaba con comida preparada. Se olvidaron del linyera y manguearon hasta juntar cincuenta pesos.
      Se acercaron al puesto de la plaza y con un grito el Cholo pidió dos panchos con mostaza y aplastó las monedas contra el mostrador de chapa. La puestera se asustó y se lo quedó mirando. El Cholo repitió el pedido. La muchacha seguía quieta. La Chola se fastidió, podían estar así todo el día, ninguno hacía nada por andar ese centímetro de comunicación que les faltaba. Le echó en cara al Cholo que no sabía hablar, pensó que sólo ella era capaz de entenderlo y se enojó, lo empujó, le dio dos cachetazos y el Cholo se angustió por ella, porque así, con gritos y sopapos, escondía la Chola el desconsuelo de seguir a la intemperie, que él no fuera la excepción que la abrigara de la estupidez. Soy un estúpido, soy una mierda, se decía el Cholo, que no creía en la autoayuda, y cuanto más se enrollaba en esos pensamientos, más cerca le parecía estar del calor que le había faltado siempre; era un perro por adentro, nadie lo sabía.
      La Chola le gritó a la muchacha en montevideano bien claro que querían dos panchos con mostaza, señorita, y repitió por las dudas y para armar gresca, si podía ser: dos panchos con mostaza, ¿eh?, dos panchitos, con mostaza, ¡y gracias! Esta vez la puestera reaccionó, sacó dos panchos de la heladera, levantó la tapa de la olla, los echó adentro y subió el volumen de la radio, como si con eso pudiera disimular el olor del Cholo y la Chola, que se le había metido en la nariz.
      El vapor de la olla se escapó sobre el mostrador y ellos se llenaron del aroma de los panchos. El Cholo agrupó como un niño bueno las monedas en montoncitos con los dedos negros de mugre, mientras la muchacha del carro demoraba el momento de cobrar y pensaba de qué manera se iba a sacar el asco después de tocar esa plata. El Cholo y la Chola se lanzaban miradas furtivas y alegres, olvidados de los gritos. Salieron los panchos. La muchacha puso mostaza de punta a punta, volvió por encima de la primera pasada y le alcanzó el pancho a la Chola. Lo mismo con el pancho del Cholo. El pan estaba tan suave, el olor de la mostaza tan rico y el sol de la mañana tan tibio, que daban ganas de llorar. Aquellos dos panchos fueron los mejores de la historia del mundo y hasta ahora nadie lo había documentado. Para no atragantarse fueron derecho a uno de los canteros de la plaza, donde sabían que había una canilla. Ahí terminaron de comer y tomaron agua, despacio, civilizados, sin comerse, como otras veces, las servilletas de papel empapadas de mostaza. Aprovecharon para lavarse las manos y los brazos, y de paso los pies, y como no había mucha gente a esa hora en el Centro se sacaron toda la ropa y se bañaron. Estaban contentos y no les importaba que los vieran desnudos, pero tenían tal flacura que no parecían desnudos, sino algo horrible. Bañados y frescos y con el sol por encima de las copas de los árboles, se volvieron a vestir y encararon hacia el Cerrito de la Victoria, que, según recordaron con el estómago lleno, era el lugar más alto de la capital, después del Cerro de Montevideo, pero ése no les interesaba, porque estaba cerca del agua, y quién podía saber si la cosa no venía con tsunami. Se detuvieron a tomar agua en el Mercado Agrícola, y se hartaron de ver gente que entraba y salía muy contenta del mercado, que tan lindo había quedado después de la reforma. Parecía que todos decían y pensaban lo mismo, del mercado y de la reforma, y de todo en general, frases repetidas y sexo en la cabeza, pocas cosas más en el corazón, y ahí se terminaba el misterio de la gente. Siguieron camino. Como habían pasado por los fondos de la Facultad de Medicina, hablaron de las historias de la morgue que todo el mundo conocía, bromas pesadas con partes de cadáveres, una chica a la que le habían enganchado una verga a la boletera y que recién se enteró cuando la sacó de la cartera para dársela al guarda, muertos donde no iban, orejas y lenguas en bolsillos, uno que había ido al baño del estadio con la verga de un muerto y se había puesto a gritar «¡Meá, hija de puta!», y que haciéndose el caliente la había tirado al suelo, y todo el mundo mirando sin entender. Cosas por el estilo. A pesar de la charla sobre cadáveres mutilados nunca se acordaron de la cabeza que se habían dejado en el rancho y que tanto había hecho por ellos. Después hablaron de los autos más caros del mundo. El Cholo sabía, por ejemplo, cuántos miles de dólares costaba el Lamborghini violeta que le habían reventado al cantante de Jamiroquai la víspera de la grabación de un video, y el cantante, aclaró el Cholo, no se llama Jamiroquai, la banda se llama Jamiroquai. ¿Y el cantante? No sé. Me gusta cómo baila, dijo la Chola, y el Cholo bailó y cantó: Niña tu sabeees, que robaste el amor del cantanteee. La Chola rio a gritos.
      Siguieron y treparon con mucho trabajo por las calles empinadísimas y ardientes del Cerrito y por fin llegaron a la iglesia, un monumento de ladrillo que domina la ciudad y que es más chica de cerca que de lejos y más grande por dentro que por fuera. Habían llegado a los lugares altos. Se acostaron al lado de la puerta de la iglesia y se quedaron dormidos. Despertaron en una oscuridad total. Escucharon muy claro que el mundo se partía y que al fondo del ruido, como en el piso de una olla del tamaño del cielo, se formaba una especie de aullido hondo y creciente. Les pareció que la Tierra era todavía el plato polvoriento de la antigüedad y que toda esa historia del planeta redondo, azul y delicado, formado por fuerzas naturales y vivo porque sí, era un invento malintencionado para alejar a la gente de la vieja realidad simple y llana en la que el arriba estaba arriba y el abajo estaba abajo, y más allá, en una de ésas, los dioses. Esperaban caer al vacío en cualquier momento, morir devorados por monstruos titánicos que sostenían el plato, que pastaban a la sombra del plato. Esperaban desaparecer aplastados por una mano gigante, un pie, un tentáculo. Pero no murieron. No les pasó nada, salió el sol y vieron que todo, salvo la iglesia del Cerrito, estaba bajo agua. Sintieron una gran congoja, pero seguían con hambre, así que decidieron entrar. En la heladera del cura encontraron todo lo que necesitaban para por lo menos dos meses, si seguían comiendo al mismo ritmo que hasta entonces, es decir, casi nada. Se terminaron todo en un rato, sentados a la mesa, cosa que nunca, porque no tenían mesa. Pensaban en lo sucedido y ya nada los extrañaba, porque la realidad es la realidad y contra eso no hay extrañamiento que pueda. Así pasaron dos semanas, muertos de hambre porque se habían comido todo el primer día, y cuando el agua se retiró descendieron del cerro, ladrando de hambre, y se encontraron con todo exactamente igual que antes, pero sin gente. El agua se había ido, pero la gente no aparecía. Todo estaba limpio y en orden, los árboles en su lugar, los cables, los postes, los carteles y hasta los autos estacionados, como si las víctimas del fin del mundo se hubieran tomado la molestia de acomodar cada cosa antes de morirse. El agua no había estropeado nada, no había manchas de humedad, líquenes, babosas, caracoles, pescados, ningún rastro del apocalipsis.
      Pellizcame, dijo el Cholo, y la Chola lo pellizcó con mucho trabajo, porque el Cholo no tenía casi carne entre los huesos y la piel, y no sirvió de nada, como era de esperarse. Entraron a un bar y comieron todo lo que encontraron. La televisión estaba prendida y vieron que en los informativos, en los avisos y las películas no había nadie. Empezaron a creer algo que les pareció muy posible: que estaban locos, o muertos, o vaya a saber qué cosa, como en los episodios de La Dimensión Desconocida, pero sin musiquita. La Chola eructó y cantó: «tiruriru, tiruriru, tiruriru». El Cholo no entendió, porque no había visto nunca La Dimensión Desconocida. Sin embargo la miró como si esperara que ahora ella desapareciera, casi como si hubiera visto la serie. Ella, que se daba cuenta de todo esto, le dijo que era un estúpido. Vos me decís estúpido pero si yo te digo estúpida se pudre, ¿eh? Hasta puta aguanto, y depende, pero si me decís estúpida te arranco los ojos en defensa propia. Clarísimo, dijo el Cholo, y murmuró «mongui». Ella le dio un sopapo en cámara lenta. Rieron. Hablaban para demorar un poco más la soledad, no la que tenían entre ellos y las cosas: otra más grande que se acercaba de lejos, como una tormenta de arena. Eso estaba mal. Estaba mal y no podía ser cierto. Sólo que sí era. Se llevaron la plata de la caja registradora. No eran ladrones, pero el crimen en este caso hubiera sido no aprovechar la oportunidad. A poco de andar, sin embargo, se dieron cuenta de que sin gente el dinero no servía de nada y lo tiraron, porque ellos eran así, y así les iba.
      Se llevaron un auto. La Chola había manejado una vez el Fiat 600 de un flaco que le prometió enseñarle a manejar de onda, aunque después de andar cien metros quiso renegociar la lección y le dijo que le iba a costar un rato de concha. Ella tenía pensado cogérselo de onda y no le gustó que el tipo se confundiera. Le chocó el auto antes de andar doscientos metros. Por un rato ella misma se creyó que había sido un accidente. Al tipo se le fueron las ganas enseguida.
      El Cholo quería llevarse un auto alemán, pero no había manejado nunca y no tenía derecho a elegir, así que ella se llevó uno chino, que brillaba más. A pesar de ser un coche de bajo costo aguantó el estilo de manejo de la Chola. Ella conocía los rudimentos de la conducción, pero parecía que los usara en contra, para matar al auto, entusiasmada por una venganza secreta. El Cholo le preguntó si ese auto le había atropellado a alguien de la familia o algo así. Terminaron en Piriápolis. Bajaron a la playa y caminaron por la orilla, como turistas de hacía un siglo. Turistas, dijo el Cholo. Repitió la palabra, como si no lo pudiera creer. Sí: ellos también podían ser turistas. Estaba claro que un turista no era tan distinto a la gente. La Chola creía haber leído en una revista que con tiempo, mediante el deterioro de ciertas conexiones neuronales, se podía llegar a ser un turista estándar. Ellos, que consumían pasta base siempre que podían, tenían la mitad del camino ganado. Se durmieron en la playa y al amanecer comieron todo lo que les dio la gana en un supermercado. El mundo seguía desierto y ellos decían que no les importaba. Se fueron en el auto hasta el cerro Pan de Azúcar, que según recordaban era uno de los lugares más altos de la república. Dejaron el coche en el estacionamiento, cruzaron la reserva de animales con el yacaré dormido, las tortugas, el zorro, el carpincho… subieron por el caminito y arriba disfrutaron la vista, pero se dieron cuenta de que ya no iba a terminarse el mundo otra vez y al rato bajaron. Entonces sintieron un filo helado en el estómago: había gente por todos lados. El estacionamiento estaba lleno de autos, pero el suyo, creía él que amarillo, creía ella que mostaza, no aparecía, y la gente comía pastafrola, papitas y empanadas, y los bajaba con mate y Sprite. Caminaron entre la gente y se sintieron más sucios y desnudos que los mamíferos tristes de la reserva. Llegaron a la ruta y miraron pasar buses y autos, y la gente que estaba en el estacionamiento, la gente que entraba y salía de la reserva de animales, y la gente que pasaba en la ruta, los miraba con el mismo asco de siempre, el asco feliz de siempre, el asco triste de siempre, y ellos otra vez con el hambre que los mordía y el sol que les campaneaba en la cabeza, como un hermano mayor lleno de odio.

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