Bogavante [fragmento] / Adrián Curiel Rivera

In memoriam † Ignacio Padilla

      

en homenaje a Ignacio Padilla

En Plaza Santa Ana tropiezo por casualidad con José Luis, un amigo mexicano que estudia —con la disciplina de un sargento— un master en economía en la universidad Carlos III. Cada vez que coincidimos en algún sitio nos enredamos en unas controversias furibundas, generalmente relativas al papel que han jugado los economistas y los pintores en la historia de las ideas políticas de Occidente (José Luis afirma que los pintores no han desempeñado ninguno, y yo opino que los economistas creen que han desempeñado todos); a la mucha o escasa calidad de la liga de futbol belga, a la nacionalidad que tendrá el próximo ganador del maratón de o, lo que le da un plus de surrealismo a nuestra gritería, a quién de los dos tendrá primero el atrevimiento de participar un día en el masoquismo de la carrera pedestre. Pese a todo esto, o precisamente por todo esto, José Luis y yo nos estimamos de verdad. Así que lo invito a tomar una copa con nosotros, a lo que accede gustoso. Para acercarnos hasta donde Nacho y Lili nos hacen señas con las manos, al fondo de La Alemana, es necesario sortear el tropel de clientes, las bandejas que se mecen en el aire cual congregación de guadañas malditas, la descortesía perruna de los camareros —víctimas de un fastidio que se les ha filtrado en los huesos, atravesando sus chaquetas blancas y las corbatas de pajarita—, el amontonamiento de mesas marmóreas y sillas, la estrechez de los pasillos, la sinrazón arquitectónica de unas columnas que salen al paso a la mitad del trayecto, la densidad de los cigarrillos cuyo humo se levanta en la atmósfera como si fuese un solo hombre gris. De cualquier modo, estamos muy contentos. (¿No se supone que yo debería estar deprimido, habida cuenta de que Laura se ha marchado hace apenas diez días?). Todo va muy bien. Hasta que Nacho, desoyendo los sabios consejos de su esposa, alumbra la idea de pedir un bocadillo de salchicha con mostaza. El frasco parece inofensivo. De plástico, amarillo, dotado con un tapón de seguridad, de esos que se desenroscan poco a poco para que los niños no puedan derramar la salsa. Nacho lo agita con manifiesto entusiasmo e intenta verter la sustancia en la carne gorda y jugosa del embutido, que espera con extraordinaria impavidez en el pan, abierto como una valva de levadura que contuviera en su interior una almeja roja. Le da unos golpecitos, sin fortuna. Sacude el frasco encima de su cabeza. Estrella la base contra las rodillas. Y aquí va de nuevo. Una bomba turbia nos estalla en plena cara, a los cuatro. De pronto nos vemos cubiertos, desde la coronilla hasta los pies, con un traje a la vez pegajoso y escurridizo, de una espesura untuosa y parda. Mis gafas, el suéter azul de José Luis, la nariz de Lili, los bucles renacentistas de Nacho. Y hay más. Las paredes de madera, la cazadora de mezclilla del vecino de asiento. En La Alemana se hace un silencio de patíbulo. La concurrencia entera gira sobre sus sillas o sobre sus talones para contemplarnos con todo detenimiento. Aplausos. Carcajadas. El resurgimiento de la felicidad senil en el rostro de nuestro camarero, que para darnos las gracias nos hace llegar por los aires un trapo sucio y tieso. El murmullo de las múltiples conversaciones vuelve a adquirir el sordo volumen de siempre. Y nosotros cuatro registramos en los archivos de nuestras vidas el acto fundacional del Club de la Mostaza, del cual somos involuntarios socios honorarios y cuyo presidente vitalicio, para qué decirlo, por votación unánime, es Nacho.

Compartí con Ignacio Padilla muchas cosas, como lo ocurrido en este episodio que muestra no sólo al Nacho escritor sino al Nacho personaje, y cuya evocación tanta risa le daba. Lo conocí cuando escribía sus precoces notas literarias en su columna «El baúl de los cadáveres » del suplemento sábado de unomásuno. A lo largo de nuestro viaje hablamos mucho sobre la literatura y la vida, compartimos vivencias, disentimos sobre autores y estéticas. Fuimos, en suma, en muchos tramos de la ruta, grandes compañeros.

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