Una preparación de la novela / Jaime Mesa

1.

Terminemos pronto: la novela no ha muerto porque cada novelista funda su propia teoría de la novela. De esta forma, como cabeza de la Hidra, cada vez que una novela deja de leerse (por moda, temporalidad, incompatibilidad temática, lo que sea), o cada vez que un novelista «falla» en la apuesta estética o llega a un punto sin retorno, surgen dos novelistas en sentido contrario, paralelo o igual. La tradición literaria es un punto sin retorno donde la combinación entre temas, formas, experimentos y convenciones se mezclan de tal manera que aunque un rastreo crítico es posible, la pluralidad acompaña esta etapa que vivimos como escritores y lectores. Si Milan Kundera afirmaba que las eras de la novela no eran la suma de cada novela que se había escrito desde el Quijote, sino cada novela que adoptara un tema existencial y lo iniciara, lo continuara o lo terminara, la posible revisión de la tradición novelística en Occidente se condensa y vemos que sorprendentemente quedan muchos espacios en blanco para contar, para seguir novelando.
     ¿La forma de la novela se acabó? La novela no tiene una forma absoluta: alguien le cuenta una historia larga a otro; alguien pretende contarle una historia larga a otro; alguien decide no contarle una historia larga a otro. Hay un personaje (o dos o cien), hay un deseo y hay un narrador. Eso es todo.
     ¿La realidad ha acaparado de tal manera (salvaje y hambrienta) las historias que el lector sólo cree o se interesa si lo que ocurre realmente pasó? Hablo de estos nuevos libros en los que un protagonista de una historia real (un terrorista arrepentido, un mal padre, un asesino, un defraudador, lo que sea) se propone revelar el conocimiento sobre el mundo que le dejó vivir. Si bien estos libros pueden ser novedad y, quizá, tienen la enorme novela Mi lucha, de Karl Ove Knausgård, como uno de sus clímax, logran una «ficcionalización artificial», y pasada la novedad se integrarán como una posibilidad dentro del gigantesco mundo de la novela.
     En este sentido, además, todo contamina a la novela. Incluso sus derrotas. Es decir: desde novelistas que escriben por dinero o fama, hasta editores que proponen temas de moda, hasta críticos literarios que ponderan esto sobre aquello, hasta autores que son una isla (sólo en apariencia) y se encierran a escribir para publicar o no después. Todo contamina a la novela, sus ventas millonarias, y las ediciones completas que van a la trilladora, los grandes adelantos y el pago en especie. Los novelistas de Nueva York y los de Moscú, los del norte de México y los del altiplano. El cine, las series de televisión, y las discusiones sobre el libro electrónico como asesino del libro en papel. Todo influye, todo marca. Y el rasgo principal del novelista es su grado (o no) de contaminación del mundo. Los odios, las envidias, las venganzas tanto como los perdones, los ejercicios honestos y la lealtad. En gran parte, la novela es la «no acción». Me explico. Alguien te odia durante años, despotrica aquí y allá, entra en tu vida, y justo cuando estás por construir una valiente defensa y responder decides callar. Y entiendes: ese odio es un motivo, esa persona es un personaje, esos largos años son un conflicto ascendente. Y, entonces, no actúas, guardas silencio y escribes una novela.
Todo ese mar de situaciones y acciones que ocurren incluso, en contra de la novela, es la novela.
     La novela es el género más orgánico, y en este sentido se parece a los idiomas que crecen y se revitalizan porque todo lo comen, porque son modificables, porque parte de su ritmo sanguíneo está en la incorporación de elementos ajenos o, en principio, extraños.

2.
Mi idea de la novela proviene de ser lector. No, antes que eso, proviene de escuchar novela. Cuando era niño, mi padre cada noche me leía un capítulo de Los tres mosqueteros, de Robinson Crusoe, de La Isla del Tesoro, de El Conde de Montecristo. Las primeras nociones de novela son, entonces, esto: un narrador poderoso (la voz de mi padre), un halo de luz iluminando un mundo desconocido (la linealidad de la lectura, una palabra tras otra), la sorpresa (las nuevas palabras) y la emoción (el drama de los personajes, el deseo de los personajes, lo que hacen y están dispuestos a hacer los personajes). Bajo esos cuatro pilares está construida mi literatura. Y este aprendizaje, más que los elementos técnicos, es mi identidad, la familia. Por eso, de alguna forma, un novelista como yo no puede dejar de escribir. Hacerlo es morir, es renunciar. ¿Qué hace, entonces, un novelista como yo enfrentado a una idea abstracta como «la muerte de la novela»? Nada. Tomarlo, si acaso, como un pretexto o un motivo para escribir otra cosa. Seguir escribiendo. Aunque la novela es un género para viejos (entendiendo viejos como personas maduras, con derrotas y victorias, con heridas, graves, de guerra, psicológicas o físicas), se origina en los primeros años. De esta forma algunos fundamos nuestra tradición literaria, que es irrenunciable. Primer momento: uno es novelista por las novelas que escuchó y que luego leyó. Otra noción: uno mismo es su lector. No existe el Otro.

3.
La novela, como cualquier escritura, se funda en la imposibilidad. La imagen, los sonidos, las abstracciones, las emociones y todos los elementos que surcan tu cabeza como moscas son en tanto no se despeguen de ese receptáculo perfecto que es la mente. Cuando adoptan la plasticidad de la palabra, ese sendero de hormigas que avanza sin detenerse del alimento al nido se desvanece. Aquí, en este segundo periodo, en el que tratas de unir la imposibilidad con el Otro (el lector) es cuando la tradición literaria se adopta por sorpresa: los libros que encuentras en esta etapa, ya sea vertientes de los primeros, o recomendaciones de un coordinador de taller o de los compañeros, resultan bombas atómicas: un mundo sorprendente que te jala hacia su centro y no te suelta. Es una etapa peligrosa: la comodidad de esta tradición adoptada que muy probablemente no pertenece a tu país, sino a tu nueva patria: tu literatura, es cómoda y puede eternizarse. En mi caso, cuando desperté, el Boom estaba ahí: Cortázar, Vargas Llosa, Donoso y García Márquez. Pero justo cuando estaba por quedarme a vivir en Macondo, entendí que esas novelas tenían dos padres: la identidad, lo latinoamericano (en el fondo) y la novela norteamericana: Faulkner, Dos Passos, etcétera (en la forma), y pasé, en meses, del deslumbramiento primario de los Boom al deslumbramiento total de los norteamericanos. Le debo, entonces, a esa etapa la conformación de mi mundo literario.
     De la imposibilidad formal, nada en el papel suena tan bien como en tu cabeza, pasé a otra imposibilidad, ésta sí desastrosa y definitiva: la temática. Al repasar mi mundo interior, entendí que México estaba a la cabeza. Lo que quería contar era mi historia familiar, las apariciones o desapariciones registradas en los recuerdos de mi infancia, las primeras sorpresas respecto al mundo, la sonoridad de mi memoria. Pero, quizá, era tal mi cercanía, hacen falta años para aprender a alejar lo cercano e íntimo, que, salvo un puñado de cuentos bastardos y una novela fracasada que ocurría en Puerto Escondido, el tema mexicano se me negó. De ahí la intención de abandonar mi país y situar mi primera novela, Rabia, en Estados Unidos. Con esto, sin saberlo, me inscribía, sin saberlo, en la tradición cosmopolita mexicana iniciada en los Contemporáneos (y más atrás) y continuada por el grupo del Crack. Eran literaturas que, en ese momento, no conocía.
     Además, también sin saberlo, me hice un escritor realista, preocupado en extremo por la conciencia de los personajes (adoptando la tradición de Dostoyevski) y saltando por encima de cualquier intento experimental. Mi novela, entonces, se volvió tradicional y sólo me arriesgué al explorar la «zona muerta», ese harakiri que ocurre casi siempre a la mitad de una novela en la que detienes la progresión dramática, como si le pusieras pausa a una película, para respirar, y confrontar al lector: «esto que lees no existe, es real, lo escribí yo». Con esto, la omnipresencia total del narrador del siglo xix se rompe. En Rabia afiné dos de mis intereses más específicos: atención al personaje y sus deseos y un narrador poderoso que pueda contar todo lo que se proponga.
En mi segunda novela, Los predilectos, la intención cosmopolita estaba en pleno: una narradora nacida en Los Cabos, de madre mexicana y padre estadounidense, que traba amistad con dos ucranianos y un japonés y que, al final, se casa con un africano. La novela, con saltos, va de México a Nueva York y Londres. Formalmente potencié la digresión: ese animal de la memoria, esa promesa incumplida que, si no se trabaja con precisión milimétrica, resulta en un desorden tedioso. Ahí, otra vez sin saberlo, me cobijé en la tradición literaria del Tristram Shandy,de Laurence Sterne: ese héroe del deseo incumplido, del engaño, de la farsa discursiva.
     Estas primeras novelas, resultados de la intuición más que de la planeación, me regresaron, no sé si por necesidad o por ambición o ignorancia, a México y a mi vida. En primer lugar, No me has vencido, una novela inédita centrada en la lucha generacional entre una fotógrafa joven y un novelista maduro. Por supuesto, uno de los temas es el desamor. En segundo lugar, hallé una suerte de «memorias de un burócrata» en Las bestias negras, relato de una semana en la vida de un cacique cultural de medio pelo, del que un narrador burlón, moralista, prejuicioso, en tercera persona cuenta sus perversiones y sus modos de mantener el aparente control que siembra el poder en espíritus débiles. Esta novela podría ocurrir en cualquier provincia de México y la extrañeza y gran descubrimiento fue la cercanía con muchos lectores que se sintieron muy cercanos a la trama. Aunque hay saltos temporales, es una novela tradicional realista.

Así que ahora, a mis treinta y nueve años, con tres novelas publicadas y una diversidad de lecturas que van de los clásicos a los grandes maestros del siglo xix, pasando por literaturas excéntricas, comerciales y hasta regionales (soy un interesado de la literatura poblana), qué clase de novela es la que leo y la que me interesa escribir.
     En primer lugar, como lector busco la novedad existencial. Es decir: posibilidades: posturas excéntricas ante la vida, decisiones anómalas, y deseos que lleven al personaje hasta donde no sabía que podía llegar. Ya no tolero las veinte páginas en primera velocidad, bajo un regodeo de la contemplación del mundo. Mucho menos indecisiones o posturas herméticas que me hacen pensar que el autor se ha tomado sus ideas demasiado en serio. Siempre apelaré a la duda dramática, a la ironía sobre sí mismo o sobre lo que se plantea. Si las primeras diez páginas se presumen de una belleza abismal pero me obligan a cargar una cruz, no sigo la lectura. Honestidad y conciencia de lo diáfano. Me gusta que el novelista sepa que no tiene ningún nexo con su lector, que yo (o el Otro) no tengo ningún interés en su mundo interior ni en conocerlo y que, entonces, se afane en interesarme, en intrigarme, de una forma que ni The Sopranos o mi videojuego favorito, Halo, puede hacer. Le exijo que, al menos al principio, sea el mejor novelista posible para ese momento. Después ya podré permitirle altibajos o apropiaciones del yo en donde, de manera paciente, atenderé su lentitud o tedio, sus obsesiones no confesadas.
     Como novelista, la cosa se complica. Carezco de ideas excéntricas pero no de obsesiones. Esta búsqueda en la oscuridad, pero una oscuridad no por ausencia de luz, sino por aturdimiento por tanta imagen y ruido que existe, me ha traído pocas certezas y demasiadas dudas. Tengo una idea clara: la obra maestra. Y qué entiendo por obra maestra: una mirada diáfana que logre contarlo todo de esa forma que, por virtudes o defectos, nunca antes había sido dicha así. Por eso, Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne; Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada, y varias cosas de Nabokov y Don DeLillo, aparecen ante mí en sueños cuando imagino la novela que pretendo escribir. La codicia me ha llevado a pretender el intento de la exageración de mis obsesiones (las obras maestras siempre son una exageración, siempre) en escenas muy plásticas que he leído en todas esas obras. Mi edad me permite ese sueño y seguirá ahí tantos años como mi salud me lo permita o hasta que la victoria final cierre ese capítulo.

4.
Creo que el método de escritura condiciona el tipo de novela que escribes. Una novela lenta escrita a lo largo de diez años. Una novela rápida escrita en seis meses o tres. Escribir todos los días o cada mes. Todas serán distintas. Y acá, esta postura ante la escritura, funciona como modificadora y revitalizadora del animal novelístico.
     Desde hace mucho me quedó claro que yo no puedo escribir todos los días. Me gusta demasiado la vida para soportar jornada a jornada de la soledad de mil voces de la escritura. La frustración que encuentro cada vez que pretendo ejercer algún tipo de disciplina me ha hecho desear más de una vez abandonar la literatura. Todo parte de una idea: la novela es el verdadero espejo del alma humana. Y el alma humana, la nuestra, la del Otro, la mayoría de las veces está podrida o en el proceso de estarlo. Así que esa visión que, como dije, se pretende diáfana y honesta, muestra un estado de la propia alma que no siempre estamos dispuestos a ver. Lo diré como es: cada que me dispongo a escribir, he imaginado, siento que estoy frente a un pelotón de fusilamiento. Entonces mi vida es un intento por evitar la escritura. Pero, acá está la trampa, a los diez minutos, si realmente tengo algo que decir, inicia el milagro, siento que alguien me cuenta todo al oído y no he encontrado placer mayor que el de escribir. Esa contradicción, también, es reina de mi escritura. Habitualmente todo inicia con una imagen, una intuición, un deseo. De ahí, no trabajo más que recordando cada tercer día ese cuadro, o fotografía, o cortometraje. No escribo una sola palabra hasta que no tengo el cuerpo completo de la novela, aunque repose, desmembrado, sobre una plancha de la morgue. Así, luego de un año o dos, un día, como si fuera un chispazo, una epifanía, un logro, llega. Ahí está. Alternando los susurros con los gritos. Y sé que es momento de empezar.
     Las semanas siguientes son un martirio esperanzador. Sé que ya existe pero que no tengo inicio. Y, para mí, el inicio de una novela tiene tanta importancia como su corazón. Según recuerdo, he provocado hasta veinte intentos en falso antes de dar con el adecuado. ¿Cómo sé que es el adecuado? De nuevo, por la intuición, escucho el fraseo y sé que el fondo y la forma, por fin, se han casado. Es, creo, uno de los momentos más gozosos, la victoria que me dará fuerza los siguientes meses de escritura.
     ¿Qué ocurre después? Obsesivamente pienso en la historia, en sus posibilidades. Cada día, cuando despierto, me cuento la novela desde el principio y me detengo, a veces ya en la noche, hasta donde voy. Dos horas, dos meses, dos años, lo que las acciones y los conflictos, atenazados por el deseo, hayan regalado. En este momento, mi confianza en el narrador es total. Sé lo más importante: quién es, desde dónde cuenta y, cuidado, esto es algo que a todo mundo se le olvida, por qué cuenta lo que cuenta. En las noches hago el resumen mental y mido posibilidades. Al otro día, la maquinaria comienza.
En algún punto que no me preocupa tanto llega la escritura real, no ya ese carnaval de ideas, sensaciones y nubes en forma de monstruos que hay en mi cabeza. Así que me siento a escribir. Soy capaz de avanzar hasta treinta cuartillas en una sola noche o una mañana. Y así toda la semana, a veces cinco días seguidos, a veces seis, otras sólo cuatro. Y justo cuando la bala ha salido del rifle y avanza a la velocidad del sonido se detiene. Lo pierdo, se va. En este punto no tengo ni idea de lo que he escrito, no encuentro respuestas y, casi siempre, no me importa. Cuando era más joven, luchaba. Me plantaba frente a la hoja en blanco o, lo peor, la continuación de la hoja llena, y me esforzaba. Un día entendí, creo que justo cuando supe que la vida estaba, siempre, por encima de la literatura, que debía retirarme y que, con la certeza de que la novela estaba ahí, en algún lugar de mi cabeza, irme a meter a la vida de nuevo. De esta manera, descubrí que mi proceso implica: una semana de trabajo por dos de descanso. Un día el click llega y continúo escribiendo. Así durante un año o dos.

5.
El narrador es el personaje principal. Es el único al que conocemos a cabalidad, realmente. De todos los personajes, de todo lo que se cuenta, podríamos dudar. Todo lo dicho ahí podría ser un engaño o parcial. Así, lo único verdadero se encuentra en el narrador. Al revisar sus guiños, olvidos, intereses, menciones, no menciones, reconocemos a nuestro único interlocutor y debemos tomar decisiones respecto a lo que nos dice.
     Mis principales reflexiones como novelista, quizá entendiendo ya que mis temas son cuatro o, a lo mucho, cinco, tienen que ver con el narrador. Así, uno que ofrezca rumores, la imposibilidad de la realidad, las verdades a medias y las distintas versiones, contradictorias, de la vida, es el que me interesa. Alguien que produce un solo sonido, o muchos, pero que son, equivocados o no, verdaderos o falsos, la única posibilidad de conocimiento respecto a tal o cual mundo. Si tenemos un telescopio con uno de los lentes rotos o defectuosos, «eso» que vemos será lo real hasta que nos demos cuenta del fallo del telescopio. «Eso», es lo real. Y revelar «eso» es, creo, mi tarea actual como novelista.

6.
El novelista es las novelas que lee o que no ha leído y quiere leer. Un novelista es las cosas que ha vivido pero, sobre todo, las cosas que no ha vivido o las cosas que desea vivir. De esta forma llegamos a la idea: el novelista es la novela. Cada novelista funda su propia idea de la novela, su propia teoría. La evolución e involución de la novela es la novela. Así, este género nuevo, una invención con poco más de cuatrocientos años, se reproduce justo al término de cada novela leída, en el momento de un chispazo original que tendrá dos finales: la desaparición en la mente de un lector, cuando éste muera, o el nacimiento en la mente de un novelista cuando escriba otro primer párrafo.

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