Masoquismo / Karen Elizabeth Camacho Buenrostro

Ganador del VI Concurso Literario Luvina Joven, 2016
Categoría Luvina Joven / Cuento breve

ACTA DEL JURADO: La narrativa del cuento avanza desde la subjetividad del narrador. Desde el mundo que crea este narrador femenino se desarrolla un personaje que hace al lector llegar a un final que nos descubre su mecanismo de cuento sin olvidar la ambigüedad y la poesía.

Masoquismo / Karen Elizabeth Camacho Buenrostro
Preparatoria 17

Y al final me encontraba ahí, frente a la parada del autobús, con un estómago que se devoraba a sí mismo en busca de alimento, inmersa en mi mente… y, probablemente, a punto de desmayarme.

“Perdida” era una buena forma de definirme. Mi pequeño cuerpo encajaba tan bien en esas siete

letras que me asombraba que aquella palabra no fuese mi nombre. Mis pensamientos, confusos, se aglomeraban en campos de concentración, intentando luchar. Cambiaban de dirección cada dos por tres, se juntaban y revolvían, intentando salvarse el pellejo y no explotar entre lagunas mentales, organizándose para destruir los bancos de información y al final terminaban por suicidarse a causa del remordimiento.

La sensibilidad vuelve a mí a través del frío de la mañana. Está tan helado que me traspasa el alma y me vuelve translúcida; blanca, blanca como la nieve en invierno.

Me pregunto quién soy yo.

Soy yo quien se estremece. Soy a quien el viento le revuelve los cabellos. Inhalo y exhalo, e inhalo y exhalo y esta soy yo intentando calmarme.

«Todo estará bien. Todo estará bien. Todo estará bien…».

Qué mentira más absurda.

Todo intento parece un fracaso. Quiero moverme pero estoy tan estática que cuesta creer que sigo respirando. Más personas salen del colectivo pero yo no puedo moverme, estoy parada a media salida y soy como mármol plantado en la acera, construido del más espeso concreto, inmóvil. Las pocas personas que salen me miran, me miran, me miran, y llevan prisa y ropa formal, y sus ojos me clavan al piso, me taladran y me quieren devorar, y sé lo que piensan, sé que me odian. Lo sé. Siempre lo he sabido.

Porque estoy loca, soy una enferma y me estoy desvaneciendo a cada segundo que pasa. Y tengo que entrar, porque el mundo ya no quiere que respire el mismo aire que los demás.

Espero a que todos desaparezcan ―a que huyan―, mientras aprieto la dirección del lugar contra la parte baja de mi estómago. Cierro los ojos y cuento, una y otra vez, e ignoro los pensamientos ―sus pensamientos― que pasan por mi cabeza. Hago como que no existo, y que ellos tampoco.

Después de un rato, las pisadas y chasquidos se desvanecen uno a uno y mueren. Quedo yo en el silencio, en el vórtice del éter.  Abro los ojos y me muevo. No lo hago porque haya dejado de pesar una tonelada, ni porque el hierro en mis zapatos decidiera esfumarse. Lo hago porque es lo que debo hacer.

Cruzo la calle y desaparezco en el edificio más elegante e hipócrita que haya visto nunca.                                     

*

La recepcionista me mira de una forma tan graciosa que casi no puedo ni procesar lo que dice mientras me pierdo en sus ojos: azules, profundos, adornados con motas cafés esparcidas cada tanto. Contengo la respiración, y la respiración intenta contenerme a mí.

Es muy tarde para reaccionar cuando me doy cuenta de que ha terminado de hablar y que no he entendido nada. Mi cara de confusión es tal que pierde la seriedad y se le escapa una sonrisa.

― Ahí adentro ―murmura, calmada, con un acento inglés muy raro, indicándome con sus largos dedos negros la puerta al fondo. Quizá dice algo más, no lo sé. No debe de ser importante. No mientras mi cabeza no deja de maquinar a mil por hora, intentando creer en lo que tengo delante.

No sé si debo ponerme a reír, a llorar o a gritar. O quizá todo al mismo tiempo.

Me ve con una mirada comprensiva que no me atrevo a rechazar. Siento que me analiza, pero no me importa. Por un momento, me parece que tiene el control sobre todos y que podría matarnos si quisiera. Pero sólo es un pensamiento, y me revuelvo incómoda.

Quiero reírme fuerte de mi propia histeria. No puedo leerle la mente. No siento nada. Nada en absoluto. Y aun así sé que me tiene lástima. Sé que está perdida y que probablemente se siente culpable. Sus ojos me penetran, me hechizan y me rompen un poquito más por dentro.

Quiero preguntar por qué, quiero que me explique qué sucede, y cuándo y dónde y cómo puede pasar esto. Pero lo único que logro pensar es que ella es especial ―un monstruo, como yo―. Me detengo a observar sus cabellos grasientos color chocolate y me resultan tan extraños que quiero tocarlos, lentamente, hasta haberlos arrancado uno por uno.

Entonces sus labios dejan de formar palabras y regreso bruscamente al mundo, estrellándome contra la pared. Me atraganto con mis pensamientos, pero asiento y me apresuro, y ahogo todo lo que ha sido ―y lo que nunca será― en el silencio.

El camino a la puerta es tan corto como un suspiro. Estoy tan nerviosa; pero no me puedo detener a pensar en nada, porque es tan tarde que siento que alguien me crucificará si lo interrumpo.

Giro el pomo de la puerta, a sabiendas de que no escucho voces dentro.

Aun así me toma un momento mientras espiro y detengo mis temblores, intento olvidarme de todo para poner mi mente en blanco. Ésta es la única forma de que el pánico no se apodere de mí y regrese llorando a casa. A lo que solía ser mi casa.

Mi mano se toma su tiempo, se detiene a analizar la sensación de mis dedos al tomar la perilla, abriendo con lentitud. De pronto la puerta es jalada desde adentro, en un movimiento que no espero,  y ahí están: cincuenta voces de adolescentes inquietos se estrellan contra mi cráneo tan rápido que me intoxico.

― Bueno, señorita, si no lo hacía yo, nunca iba a entrar. ―Una sonrisa repulsiva se mete a la fuerza en mis pupilas y el vórtice de pensamientos me enloquece.

Y ésa soy yo cayendo de rodillas, soy yo la que se desmaya, y soy yo la que agoniza.

***

Siempre he creído que los maestros son… raros ―falsos―.  No me malinterpreten, incluso yo admiro mucho a las personas que se esfuerzan, y sé que la tarea de los pocos maestros que tuve pudo ser horrible  â€•por algo renunciaron, ¿no?

Es cierto, también, que nunca tuve la oportunidad de hablar mucho con alguno ―o con alguien, a decir verdad―, pero… aun así era un mundo de diferencia de los maestros a los maestros de habilidades. ¿Cómo debería decirlo? Los maestros de habilidades son aterradores.

 

Me encuentro aquí de nuevo ―luego de desmayarme en la entrada hace unos días ―, inquieta, en mi pupitre. Intento pensar que no se trata de masoquismo, pero sé que si no es masoquismo entonces puede que haya perdido la cordura del todo. ―Todos se mantienen alejados de mí. O mejor dicho, mantienen su mente lejos de mí. No sé por qué me siento tan agradecida―. Creo fervientemente que puedo soportarlo y, al menos por ahora, es así.

No mucho  tiempo después unos pasos largos se escuchan por el corredor y todos se callan de golpe. Un estrepitoso sonido resuena contra la pared, aún no entiendo cuánto puede soportar esa puerta, o por qué no hay nadie interesado en eso más que yo.

El reloj de pared marca las diez menos cinco. El profesor llega. Está inquieto. Camina alrededor de la mesa mirando a sus estudiantes ―penetra nuestras almas―. No quiere estar ahí.

Y comienza la farsa.

Sonríe a una chica que lo saluda, estrecha la mano de un joven, pregunta algo a otro. Es una rutina aprendida. Sabe fingir muy bien. Tan bien que me enferma.

Y luego, en algún punto, siento que me observa. Sus ojos, grises, enigmáticos y fríos me devoran y quisiera no haber nacido con este don. Quisiera no saber lo que piensa. Quisiera ser otra persona, como las demás, ser común y beber café con galletitas en las mañanas antes de ir a la escuela, y tener un montón de amigos, en vez de ponerme a gritar como maniática cada vez que estoy cerca de una multitud.

Él lo sabe, y me sonríe con sorna y quiero hacer como que no entiendo por qué estoy aquí, ni por qué nadie se da cuenta de que es un engaño. Me guiña un ojo, y las chicas de atrás suspiran admirando su masa corporal.  Yo me he convertido en un bloque de hielo; quisiera darme un baño para quitarme la horrible sensación que vive día con día mi piel, pero sé que no la olvidaré.

Van a matarnos, lo sé.

Sólo somos experimentos, y nadie se dará cuenta si cincuenta chicos con habilidades raras desaparecen de a poco en unos días. O quizá sí lo harán. Lo sabrán con plenitud y estarán satisfechos y felices.

Él cree que no diré nada; no, él lo sabe.

Es tan doloroso saber que es verdad. Mi corazón late, late, late, y lo siento mucho por todos estos chicos. Y quisiera decirles que todos tienen esperanzas, un futuro, y que serán felices si sólo se aceptan y aprenden a vivir así.

Quisiera creer que no es tarde, que no estamos tan perdidos como parecemos, que quizá haya alguien a quien le importamos esperando por nosotros.

Pero nadie podría creerse semejante mentira. Ni siquiera yo.

Él sabe que es mejor terminar con esto de una vez, que sólo debe fingir un poco más. ¿Y nosotros?, nosotros también lo sabemos.

Sonrío falsamente mientras me caliento frotando mis manos contra mis brazos. Y pienso: «Probablemente sí sea masoquista».

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