La manzana / Gonzalo Calcedo

Oí el timbre de la bicicleta de Vico y me puse tenso. La prisa ya me carcomía. Era domingo y apuré la leche manchada de cacao sin terminar las insípidas galletas. Mi madre estaba a sus cosas, pero pendiente de mí. Le divertía la trascendencia de nuestras correrías, aunque le daba asco el frasco con los renacuajos.

—¿No crees que ya tienes bastantes?
—Creo que no —dije, alzándolo hacia la luz con rigor científico. Había una docena, algunos muertos en el fondo.
Sonó otra vez el grillo del timbre y ella exclamó:
—Mira que tiene prisa ese chico. Igual que su padre.
Se refería a que el padre de Vico era gestor y siempre zascandileaba por ahí, conduciendo un Volkswagen cargado de papeles.
—Átate los cordones —me gritó cuando yo ya salía de la cocina.
Apenas eran las diez y el sol de junio calentaba el descascarillado cemento del patio. Los arbolillos y la ropa tendida estaban en calma, respetando la religiosa tranquilidad. Los pájaros habían huido a los campos cercanos, no pasaban coches. El gato se acercó remolón a frotarse contra mis tobillos mientras me ataba las deportivas. Olisqueó el tarro que acababa de posar junto al sumidero, una rejilla de hierro forjada con cierto arte. Entre lazada y lazada le pasé la mano por el lomo.
—Si dices una palabra te capo.
Solía contarle mis cuitas, aunque me respondía con la natural indiferencia de los mininos. Fui al garaje y deposité el frasco en la cesta de la bicicleta. Llevándola al costado rodeé la casa por el sendero de grava y salí a la acera. Vico me aguardaba tumbado en el talud de la cuneta, a la sombra de los eucaliptos que la cuadrilla de carreteras había marcado para talar. Su bicicleta yacía recostada más allá; el sol hacía destellar los cromados y cabriolaba en los radios. Era italiana, mejor que la mía.
—Mira que has tardado —me dijo.
Tenía una indolente brizna de hierba en los labios: el medio año que me sacaba se materializaba en sus gestos. Se puso en pie, se sacudió el pantalón y sin interrumpir el movimiento sacó del bolsillo trasero un recorte de periódico.
—Echa un vistazo. Yo tenía razón.
Desplegué el recorte; los pliegues ya rompían el papel.
—Es de la semana pasada —me dijo.
Leí turbado el titular y miré las tres caras en blanco y negro con forzado desinterés. Vico me lo arrebató irritado.
—Es éste —señaló con el dedo—. A los otros dos ya los han cogido. Lo he oído por la radio.
—No se le parece.
—Por la barba. Pero es él. Un atracador de pacotilla.
Lo afirmó altanero, dispuesto a darle caza él mismo. Luego dirigió una burlona mirada al frasco.
—¿Queda alguno vivo?
—Creo que sí.
—Te van a catear Ciencias.
En vez de replicar le pregunté por la bolsa con la comida. Hoy le tocaba a él conseguirla. Por respuesta escupió la hierbecilla.
—Voy a contárselo todo a mi padre. Iremos juntos a la comisaría a dar el parte y saldremos en la tele.
Se mostraba orgulloso, bosquejando la escena en el aire recalentado que la noche había sido incapaz de enfriar. Se imaginaba ya en la grada del estadio abandonado en el que nos colábamos, interrogado por media docena de chicas dichosas de tenerle al lado. Casi siempre yo permanecía al margen, invisible para ellas. Algunas me gustaban, pero me resultaba difícil hasta mirarlas. Vico se guardó el recorte en el bolsillo de la camisa recién planchada. Llevaba las mangas subidas, aunque en misa, me aclaró, tendría que bajárselas y atarse los puños; también darse el botón de arriba. Me puso una adulta mano en el hombro.
—Lo mejor será que tú también se lo cuentes a tu padre.
Moví la cabeza de lado a lado.
—Tú verás lo que haces. Yo me voy.
Levantó su bicicleta y la sostuvo del manillar buscando mi envidia. Para desquitarme me comí los halagos y el ruego de que me dejase dar una vuelta. Él se subió altivo a su joya, ajustó las pinzas que estrechaban sus pantalones para que la cadena no se los manchase y se alejó pedaleando. Iba a ser un día de mucho calor. No sabía qué hacer; me daba vergüenza y temor no llevarle nada de comer al hombre del río, así que, tras ver a mi madre en una de las ventanas de arriba, probablemente ordenando armarios, volví sobre mis pasos a hurtadillas. Mi padre seguía acostado. Ella le hablaba y él respondía rezongón. No me habían sentido entrar. Sin pensarlo mucho cogí una bolsa de plástico del supermercado, corté una rebanada de pan y abrí el frigorífico. Siempre sobraba comida en casa. Se hacía la compra a diario y mi madre, que había soñado un restaurante en sus años mozos, apuraba con pasión la liturgia de cada plato. Cuando no había invitados a comer, lo cocinado desbordaba la mesa grande e invadía los cuartos. Al buen tuntún rebañé una manzana, una naranja y un yogurt. Dudé con el embutido: jamón de Praga, salami ahumado, Bierschinken, Leberwurst, pastrami de Chicago… Cada envoltorio de papel de estraza estaba garabateado con la letra redonda y sincera de mi madre. Yo era incapaz de pronunciar algunos nombres. Finalmente me llevé el embutido de ternera que quedaba. Hubiera podido llenar más bolsas sin que aquel cuerno de la abundancia se resintiese, pero los nervios me atenazaban. Antes de salir me detuve a escuchar. Discutían. Mi padre preguntó por mí y ella le dijo que habíamos ido por más renacuajos. Le explicó lo del trabajo de Ciencias y él le dijo socarrón que se metiese en la cama; ella le mandó a paseo de buen humor.
Salí al patio acalorado, me escabullí a través del jardín vecino y recuperé la bicicleta. La empujé un trecho, me subí a la carrera y pedaleé. La velocidad refrescaba el aire y me inflaba la camisa. El frasco tintineaba. Llegué al cruce de la carretera vieja y me desvié con la esperanza de que un arrepentido Vico me aguardase allí. No estaba en el recodo donde solíamos parar a merendar hasta hartarnos los pastelillos de hojaldre del obrador. Me detuve por si acaso para darle tiempo. A derecha e izquierda, las huertas reposaban hasta el lunes. Arrepentido por la espera, cargué todo mi peso en el pedal derecho y me alejé en dirección al sendero del río.
El firme era tan irregular que rápidamente tuve que echar pie a tierra. Avanzaba con la bicicleta a mi vera, temeroso de un pinchazo. En cuanto empezasen las tormentas aquel camino se tornaría intransitable. Ya la maleza de los costados crecía parda y abigarrada, disimulándolo a trechos. Yo evitaba las ortigas porque llevaba un obligado pantalón corto, más relacionado con el calendario que con mis gustos. Estaba convencido de que ese pantalón era el culpable de mis torpezas con las chicas.
Al oír el río, el recelo por lo que había leído en el recorte del periódico me oprimió el pecho. Probablemente el hombre ya supiese que llegaba alguien. Hice sonar el timbre tres veces —la contraseña pactada— y avancé. Al final tuve que dejar la bicicleta a un lado para poder continuar. Los sedientos matorrales tendidos hacia la ribera me hostigaban. El rumorcillo del agua cambiaba a ratos. La atmósfera era un telón de polen y polvo. Tosí, balbuceé algo, silbé. Ya tenía el río a la vista y lancé una piedra, después otra. El meandro se encabritaba para reflejar al poco el cielo silente, las nubes estáticas. Aguardé respuesta como un conjurado. Entonces empecé a pensar que tal vez el hombre se hubiese ido. Si como decía Vico era un fugado, lo prudente habría sido marcharse. Tenía la pierna mal, claro, pero la desesperación obraba milagros. Estaba distraído observando los devaneos de una libélula cuando escuché su voz seca, la voz de alguien que lleva horas sin hablar:
—Aquí, chaval. A la sombra. Hace un calor de mil demonios.
Me erguí con la piel de gallina, soltando el repulido canto que acababa de elegir. La voz sonaba extrañamente cercana. Volvió a hablarme y me dejé guiar. Primero vi los estropeados zapatos de rejilla, a continuación el pantalón roto con el cinturón suelto y la camisa desabrochada; la chaqueta de lana enrollada hacía de almohada. Aquellas prendas, me di cuenta entonces, no eran de su talla. Llegaba poca luz a la oquedad de líquenes y verdín, labrada por una antigua riada, donde se había guarecido. Sonrió al ver la bolsa.
—¿Has traído lo que te pedí?
—Lo que he podido.
—Eso está bien.
—He traído una manzana —no era, naturalmente, el estofado que mi madre tan bien preparaba; tampoco el pescado decorado con limones sobre un lecho de patatas.
—¿Una manzana? Estupendo. Hace siglos que no como una.
—Y pan y embutido —añadí avergonzado, porque me parecía algo humilde, un almuerzo de pobres.
—Eso ya es un banquete. Siéntate aquí conmigo —dio una palmada a la hierba apelmazada sobre la que había dormido.
Miré su pierna. Para moverla y cambiar de postura tenía que ayudarse con las manos, aunque decía que no podía estar rota; de estar rota no pararía de gritar. Espantó las moscas que se cebaban con las heridas.
—Mala señal —dijo desesperanzado.
—¿Qué?
—Nada, chaval. Tonterías mías.
Sacó lustre a la manzana con la manga y, antes de morderla, la alzó a la luz recreándose en sus brillos; de pequeño había visto una así en un bodegón. En su mano la manzana se convirtió en un globo terráqueo. En el mundo entero. Le daba pena morderla, dijo. Pero no tenía más remedio. A mí me maravillaba la repentina trascendencia de la manzana. Él sonrió con la boca abierta. Tras masticar el primer bocado, dejó que los jugos le cayesen por la comisura de los labios con placer de sibarita. Estaba disfrutando porque era grande y conservaba el frescor de la nevera. Nunca había comido una manzana tan rica. Yo le observaba complacido.
—¿Y tu amigo? —preguntó.
—No ha venido —dije, sintiéndome ya un traidor.
—Eso ya lo veo. ¿No le han dejado?
Me encogí de hombros. No preguntó más, sabedor de que algo sucedía y que ese algo no era bueno para él. Me fijé en la horquilla de madera forrada con trapos con la que pretendía levantarse y caminar. Me tendió la botella de plástico recortada para que le cogiese agua.
—Procura que esté limpia. El otro día me sentó mal a la tripa.
Asentí y fui hasta la orilla. Pisando piedras me adentré en la zona más profunda, entre misteriosos pozos. Allí podía hundir la botella para que se llenase sin barrillo. En casa ni siquiera bebíamos del grifo. La saqué casi llena y al escrutarla se me pasaron por la cabeza los renacuajos. Regresé servicial junto al hombre.
—Gracias, chaval. No sé qué haría sin ti.
Comió algo de embutido, reservándose otra parte en el papel. Mordisqueó el pan y, como si se hubiese saciado tras un banquete, se tumbó boca arriba con las manos bajo la nuca. Se escucharon campanas a lo lejos.
—Llaman a misa…
—Sí —dije.
—Puedes irte si quieres. Ya has hecho bastante por hoy. Y con toda esa comida que me has traído no creo que sea necesario que vengas mañana. El yogurt me lo guardo para postre —añadió con su sonrisa de mártir.
Me sudaban las manos. Deseaba contarle la verdad, pero seguía pensando que no era él, aunque dudaba y a momentos su rostro y el de la fotografía encajaban. Había atracado una sucursal con otros socios. Una chapuza con un herido leve de bala y un botín irrisorio. Robaba para comer, pensé. Las moscas incordiaban y las espanté. Ahora él se mostraba ausente, como si fuera un hombre normal tomándose un respiro a la orilla de un río.
—Se está bien aquí… —dijo.
Las palabras me quemaban los labios. Quería advertirle, decirle que el estúpido de mi amigo había corrido a chivarse, pero tenía pavor a desenmascararme y que él fuese un hombre terrible. Me alcanzaría aun con la pierna rota. Me hundiría la cabeza en el río hasta que dejase de patalear. Sería un crío ahogado, como aquel chaval de la capital que, tres veranos atrás, había aparecido flotando boca abajo en la piscina de los Albin. Oímos ladridos a lo lejos y se alzó incorporándose en los codos.
—Cazadores —dije.
—Sí, serán cazadores —volvió a tumbarse mustio, sin fuerzas.
Pensando en mi madre le confesé dolido que había robado la comida y se rió.
—Eso no es robar.
—¿No?
—Claro que no. ¿Me acercas la muleta? —evitó decir más—. A lo mejor me apetece dar un paseo cuando refresque. Es bonito este sitio.
Asentí entregándosela. Era tosca, endeble. La sujetó como si fuese un arma y con ella pudiera abrirse paso. Con un lacónico gesto me indicó que me fuera. Quise decirle que lo sentía, que estaba de su parte a pesar de todo. Se llevó un dedo a los labios y retrocedí torpemente al tiempo que él, de costado, utilizaba la muleta para separar los sarmientos más densos y buscar un refugio. Se arrastró dentro de aquel nicho y con la misma muleta alcanzó la bolsa de plástico que yo le había llevado. Aquellas sucias manos recompusieron el cierre vegetal; el zapato derecho fue lo último en desaparecer tras un gemido.
Los perros ya ladraban cerca, azuzados por sus amos. Regresé al lugar donde había dejado la bicicleta. El calor y el miedo me pegaban la camisa a la espalda. Iba a alejarme pedaleando cuando dos policías me cortaron el paso.
—¿Qué haces por aquí, chaval?
—¿Qué escondes? —dijo el otro, mirando el cesto. Algo sospechaban.
Saqué el frasco a la luz y dije:
—Renacuajos. Para un trabajo de Ciencias.
Se rieron.
—Derechito a casa —me ordenó el que mandaba; la emisora que llevaba al cinto chisporroteó.
No le encontrarán, me dije. Se ha escondido bien y no podrán encontrarlo. Y como si él huyese conmigo, me lancé a pedalear en el cambio de rasante, con el frasco dando tumbos en la canastilla. Para no pensar en la herida de su pierna pensaba en la manzana que tanto le había gustado, mientras mis piernas respondían como resortes y el aire me enfriaba el sudor y me secaba las lágrimas.

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