Los que devoran / Aimee Bender

La esposa del ogro era una buena mujer. No era una ogra, pero, de acuerdo con estándares humanos, era fea, y se casó con el ogro porque él era fuerte y fértil. Concibieron a seis pequeños ogros. Todos ellos parecidos a su padre. Ella no esperaba menos, le bastó con mirar sus dientes enormes, su estatura y sus cualidades gigantescas para saber que sus genes serían los dominantes.

     Años atrás, ella eligió irse de su propio pueblo, recorrió las colinas verdes que se alzaron a su paso mientras buscaba una nueva vida, y cuando conoció al ogro en una taberna, recargado a lo largo de un muro perimetral —su voz rasposa debido al humo del cigarro—, pensó en que podría contemplar la posibilidad de una realidad distinta. Los habitantes de su pueblo natal sabían de los ogros, esos seres que vivían sobre la Colina de las Nubes. Con sus botas mágicas y aquella gallina.
     ¿Y, se preguntó, también con otro tipo de apetitos? Más tarde esa noche, en casa del ogro, él se sorprendió ante la actitud tan voluntariosa de ella para despojarse de su ropa, pues se rumoreaba que él cenaba seres humanos. Mientras ella se desataba la blusa, él tocó con las yemas de sus dedos los hombros desnudos y temblorosos y le explicó con su voz rasposa que sólo devoraba a las personas que no conocía. Ahora sé tu nombre, murmuró él. Conozco tus andares. Estás a salvo. Ella tenía los ojos cerrados y, cuando reveló sus senos, él suspiró. Parecen haber sido esculpidos por un artista distinto, le susurró, con una herramienta más sutil. A ella, al principio, le pareció abrumador su deseo, pero pronto aprendió a amarlo y a amar también la enorme dureza de su cuerpo y su gentil hosquedad. Junto a él, ella se sintió muy delicada. En la escuela había sido la más tosca, la de las facciones caídas, la que nadie podía imaginar en la cama. A ella no le importaba ser fea, pero sabía que muy pronto desearía ser vista como una mujer, una capaz de entregarse, aunque ningún alumno de la secundaria se atreviera a verla así. El ogro, sin embargo, no pudo encontrarla más entregada y, la primera vez que la penetró, gritó de alegría.
     Una noche, después de muchos años de feliz matrimonio, mientras los niños dormían arropados en la cama y roncaban ligeramente, con sus piyamas y coronas de oro martillado en sus cabezas porque su padre deseaba que se sintieran como ogros reales mientras soñaban, una chica humana y sus hermanos tocaron a la puerta, no sin cierto temor. Estaban perdidos. El ogro no estaba en casa, sino en la taberna, y la esposa fue quien atendió el llamado. Los vio allí: un grupo de seis niños humanos con el cabello fino, sombreros de fieltro rojo y ojos que no dejaban de parpadear, los cuales le trajeron a ella un dulce y viejo recuerdo de sus sobrinos y sobrinas. La esposa del ogro sólo detestaba una particularidad de su marido: su interés en comer a los hijos de humanos. ¡Pude haber sido yo!, alguna vez le dijo ella en la cama, mientras él rizaba y enroscaba su cabello entre sus dedos. No pudo tolerar la idea de rechazar a los niños y enviarlos a una noche llena de ogros, así que los metió a casa a empujones y en voz baja, pero firme, les dijo que podían esconderse en la misma cama gigante que ocupaban sus propios hijos, pero que no podían hacer el menor ruido, ¡ni siquiera un pío! Cuando el ogro regresó a casa, ya tarde, por supuesto que pudo olerlos; ¿cómo pudo imaginar que no los olería? Ella medio dormía, envuelta en las sábanas, y albergaba la esperanza de que la ebriedad lo obligaría a dejarse caer en el sofá. Lo que no supo fue que, unas horas antes, la astuta chica que lideraba el grupo de humanos había intercambiado sus seis sombreros de fieltro rojo por las seis coronas de oro de los niños ogro que dormían profundamente y, cuando el ogro manifestó su hambre, moviéndose con torpeza en la casa mientras buscaba la fuente del olor, con la vista empañada a causa de la embriaguez y el delirio, terminó devorando a todos sus hijos debido al intercambio de sombreros.
     Por la mañana, muy temprano, los niños humanos salieron corriendo. Reían, aunque estaban espantados.

*

Ahora adelantémonos cinco años, porque en cinco años no hubo más que lágrimas y dolor. Cinco años postrada en la cama, sin poder moverse, apenas levantándose para cumplir con las funciones más básicas de la vida y luego de vuelta a la cama. Cinco años de mordaz amargura contra los ogros, y también contra los seres humanos por aquella preocupación que la obligó a abrir la puerta. ¡Debí permitirle que se los comiera primero!, dijo, llorando sobre su almohada, aunque el solo indicio de que su marido devoraba niños le provocaba asco. ¡Pero sus propios hijos! Sobre todo, y aunque odiaba admitirlo, ella lamentó más la pérdida de dos, pues amó a Lorena y a Stillford mucho más, los que resultaron más tiernos, con sus dos caras de ogros tan complejas que emergieron de su útero con la apariencia retorcida de un nudo en un pedazo de madera. ¡Habían amado tanto a su madre humana! Se acurrucaban en su regazo y golpeaban sus cabezas contra los hombros. A diferencia de sus hermanos, ambos se mostraron gentiles durante el periodo de lactancia. A los ogros les crecían los dientes tan rápido, así que dejó de alimentar a la mayoría, pues de lo contrario podrían haberle arrancado un pezón. En más de una ocasión, ella corrió hacia el baño, con sangre escurriendo de sus pechos, debido a una mordida amparada por un descuido, mientras un pequeño ogro lamía felizmente las gotas rojas en el sofá. A ésos prefirió alimentarlos con leche de fórmula. Pero su corazón era tan blando que no tomaba tal decisión por ellos; con cada nuevo hijo arriesgaba sus senos. Lorena y Stillford fueron distintos, acomodaban sus dientes en cierto ángulo para amamantarse como bebés humanos, y quizás sus propios genes humanos les dictaban no desgarrar la delicadeza ofrecida. Ahora estaban muertos, digeridos en las entrañas de su padre, quien se enfadó tanto que logró romperse un hueso del cuello al apretar la mandíbula y tuvo que acudir a un hospital, donde destrozó cuatro camas e hirió a una enfermera. Estaba más enojado que nunca estos días, y la ternura de su matrimonio se había desvanecido. Su hijo favorito había sido Lutter, el niño-demonio y superogro, tan agitado que ella rara vez lo vio inmóvil y quien deshizo las paredes con sus uñas y en dos ocasiones intentó tragársela entera. Ella permitió que sólo su marido lo entrenara, y la razón por la que Lutter se dejó comer mientras dormía era la profunda confianza que le procuró el olor de la boca a la que entró, una boca que conocía bien, que le dictaba instrucciones sobre cómo despedazar tendones y cartílagos, así que fue incapaz de imaginar, debido al nivel de confianza, que su destino terminaría de esa manera.

Después de mucho tiempo, ella fue capaz de salir de la cama durante varias horas cada vez. Podía visitar la ciudad y conversar con otros durante varios minutos. Podía sentarse en el pórtico y contemplar el estremecimiento de la hojas de los abedules. Podía leer artículos breves en boletines. En este día, un día distinto, limpió la casa de piso a techo con trapos que se oscurecieron debido al polvo y suciedad. Barrió bolas de pelusa junto a la puerta principal y vertió detergente en todos los lavabos para deshacerse de las manchas amarillas. En el mercado compró verduras por docenas, pollos y embutidos. Rellenó los pollos e hizo un guiso y alimentó a su marido, quien llegó a casa harapiento luego de escalar laderas en busca de cuevas llenas de joyas y regalos como el arpa mágica que el ladrón de Jack le robó a su hermano muchos años antes.
     Nos saquean constantemente, dijo el ogro, y colocó su botín junto a la puerta. ¿Y así nos temen?
     La besó en la oreja y se sentó para enrollar un fajo de tabaco del tamaño de un puño en un papel marrón crujiente.
     Buen guiso, humana, dijo, después de la cena.
     Por favor, no me llames así, dijo ella por centésima vez.
     Tienes razón, dijo él, acariciando su barriga. Lo siento. Me encanta ese embutido, es delicioso. Encendió el puro e inhaló profundamente.
     Ella limpió con una esponja los restos de pollo adheridos a la mesa del comedor.
     Mientras él farfullaba, digiriendo, amodorrado, ella llenó las ollas con agua y jabón para dejarlas remojar. Detrás de la barra de la cocina se sirvió en un platón un poco del guiso. Rara vez comía en la misma mesa que su marido, pues ahora le temía durante las comidas, no soportaba verlo devorar animales con el vigor de sus dientes puntiagudos y trituradores.
     Esposo, dijo ella, haciendo a un lado el platón. Salió de detrás de la barra. He decidido que necesito irme de viaje, dijo.
     El ogro estaba terminando su cuarto tarro de vino. Le gustaba el vino más oscuro, el rojo casi negro.
     ¿Y a dónde irías?, dijo, limpiándose la boca. ¿A ver a tu familia?
     Ella sacudió la cabeza. Su familia vivía abajo, en el pueblo de la gente humana, y la última vez que había estado en casa, antes de que su esposo devorara a sus hijos, todo el mundo la aleccionó sobre ogros, complicidades y traiciones. No les prestó atención. Él es un buen hombre, dijo. No se atrevió a mostrar fotografías de sus hijos.
     Me gustaría ver algo agradable, dijo ella. ¿Quizá un lago?
     A unos cuantos valles de distancia existe un río que se supone es lindo, dijo él, exhalando anillos de humo hasta las vigas del techo.
     Me parece bien, dijo ella. Un río.
     Podría ir contigo, dijo él, dirigiendo uno de sus ojos gigantes de color marrón hacia ella. Su ojo era como una piscina dentro del cual un ojo de ella podía nadar.
     Una piscina sucia.
     No, le dijo. Necesito hacer esto sola.
     Él asintió. Comprendía. Cada uno de ellos le hacía frente a la vida en su propia manera. Él tenía otras mujeres, mujeres ogro, todo el mundo lo sabía. Tal vez ella no, pero quizá. Después de todo, a pesar de que estar con una mujer humana representaba autocontrol y prestigio, a veces un hombre sólo desea estar con una mujer parecida a él. No había prostitutas en la aldea de los ogros, pues imperaba una economía de trueque y las hembras escogían a sus varones con el mismo discernimiento, pero había un par a las que les gustaba este ogro en particular y cada tantos meses las visitaba para rendirle tributo a su origen. Lo hago por mi madre, le dijo a una de sus mujeres ogro en una ocasión, y ella se carcajeó, desnuda, manchada y tranquila, tendida sobre un colchón, con uno de sus brazos sobre la frente.
     El ogro ayudó a su esposa a empacar. Abotonó su bolso y le dijo que la echaría de menos, lo cual era verdad. De entre sus pertenencias, le entregó una capa mágica que la transformaría en el color de la luz que lo moteaba todo al traspasar el follaje y también un pastel que se convertiría en más pastel una vez que hubiera comido la mitad. Le besó la frente, con cierta brusquedad, y ella se derritió un poco entre sus brazos.
     ¿Sabes cuánto tiempo te irás?, preguntó.
     No lo sé, dijo ella.
     Está bien, dijo él. Aquí estaré.
     Pasaron la noche acurrucados, la frente de ella haciendo presión contra uno de sus enormes músculos. Por la mañana, salió de casa y se adentró en campos de un verde resplandeciente.

¿Qué tipo de matrimonio podría salir adelante? Ella no planeaba volver. El ogro no estaba seguro, pero creyó que era poco probable. No es que fuera insensible, a pesar de las sospechas. El día en que ella se fue, él no se presentó a trabajar y fue a la taberna, donde almorzó y bebió noventa y cinco cervezas. ¡Eres una máquina!, dijeron los otros ogros, con admiración, cuando él azotó un tarro más. Le quedó una barba de viejo hecha de espuma alrededor de su boca y el eco de su eructo estremeció las laderas.
     Incluso a millas de distancia, ella logró sentirlo, su mujer, mientras recorría una vereda sinuosa sobre las colinas onduladas cubiertas de salvia, campos de dientes de león y un prado de girasoles meciéndose con la luz del día. Caminó y caminó hasta el anochecer, tratando de ganar distancia bajo sus pisadas, y después acampó a la sombra de un olmo, sobre un mantel ajedrezado. Desempacó almendras y cerezas deshidratadas, también comió la mitad del pastel y enseguida lo vio reconstruirse de la nada, del aire, hasta quedar convertido en un pastel entero una vez más. Estaba agradecida por ello, pero, de cierto modo, también le molestaba. Acábate, pastel, dijo, arrancando una de sus mitades para verlo reconstruirse. ¡Acábate! Le arrancó más de la mitad, lo deshizo por completo, pero el pastel no dejaba de reconstruirse. Además, lo necesitaba. ¿O qué, acaso atraparía pájaros para rostizarlos sobre una fogata? Ella era una mujer que visitaba un supermercado y utilizaba un carrito de compras y favorecía el jabón de miel de lavanda. Bebió agua de su taza y volvió a llenarla en un manantial ubicado en el borde de la pradera y, antes de quedarse dormida, desperdigó las migas de pan alrededor del mantel.
     Por la mañana, despertó rodeada de cuervos que la contemplaban con cierto interés. ¡Es suficiente!, dijo, sacudiendo la tela para espantarlos.
     En realidad, podría pasar el resto de su vida sentada ahí y alimentando a esos cuervos y a sí misma con el pastel, pero deseaba llegar al río.
     Al oír un traqueteo, se puso la capa mágica para aparentar estar hecha de la luz moteada bajo el olmo en una zona en particular gloriosamente iluminada y que no correspondía a la localización del sol en el cielo, pero ¿quién podría reparar en ello sino un observador de las sombras particularmente astuto? Tan sólo se trataba de un jinete humano en tierra de ogros en busca de un tesoro, como alguna vez lo hicieron sus camaradas que viajaron hasta ese lugar y lograron sobrevivir. Ella lo vio, contempló su hermosura, su vanidad y porte, sus mejillas y cabello esculpido, sus manos fuertes, su imponente abrigo rojo, y entonces recordó una vez más por qué los ogros le atraían, por qué había amado tanto al pequeño Stillford, sus ojos de color marrón que la buscaban, aquella sonrisa de dientes chuecos y afilados. Los ogros sabían que eran tan feos como decentes. Nunca imaginaban que podrían ser como este hombre, pensó ella, mientras el jinete se alejaba galopando, moviendo de un lado a otro la cabeza, con cierto placer. Una figura se escondió y asomó sobre las colinas, ella lo vio venir antes que el jinete, vio al ogro que regenteaba el comercio de la esquina paseando alegremente con sus botas de siete leguas, doblando la esquina y, ¡sorpresa!, ¡qué regalo! Vio al jinete alzando su arma demasiado tarde y propinándole un disparo al ogro en el hombro que no era cosa seria para un ogro, nada que no pudiera remendarse en una noche, sólo habría que escarbar en la carne un poco con un tenedor para extraer la bala, y ella vio, aún protegida por su capa mágica, cómo el jinete fue arrancado de su caballo y devorado entero. Fue un espectáculo horrible, uno que había intentado no ver durante la mayor parte de su vida matrimonial, pero ese día le pareció casi reconfortante. Sólo verlo. No encontraba consuelo en el dolor y la muerte, pero era el simple hecho de ver lo que ella no se permitía imaginar y que por lo tanto la gobernaba. Lloró en silencio bajo el árbol mientras el ogro masticaba. Después él se alejó, frotando su vientre y un pequeño trozo de tela roja se asomó entre sus labios hasta que pudo alcanzarlo con su lengua, como el gesto que hace un ser humano para limpiarse un poco de mermelada.
     El caballo logró escapar, pero regresó después de que el ogro se marchó, trotó en la pradera hasta que finalmente se detuvo y, luego de tranquilizarse, se acercó a un rincón para pastar. Un par de horas después, el caballo seguía tranquilo, pastando. Después de todo, la tragazón del ogro había sido breve, y el jinete apenas había tenido tiempo de gritar, y los ogros sólo merodeaban en busca de comida, no para imponerse ante los demás o torturar. No eran más que seres infinitamente enormes y hambrientos. Ella montó el caballo y cabalgó perezosamente, revisó el contenido de las bolsas de cuero grueso que colgaban en los flancos y encontró algunos bocadillos —trozos de pavo seco que solía adorar, hechos en la aldea, algunos duraznos, los cuales eran un manjar rarísimo porque a los ogros no podían importarles menos los duraznos—, y aquel aroma consumió su boca, era como alimentarse de un perfume, o como besos de néctar. Encontró la carta que escribió la esposa del jinete con una pluma real azul, en la que le deseaba buenaventura a su marido. Era tan horrible, pensó ella, y lanzó el hueso del durazno hacia la colina verde hasta que quedó encajado en una roca, cerca de algunas abejas. Abejas alegres. Acarició el cuello del caballo. Ahora él y la mujer tenían algo en común. Aunque la pérdida no pasaba de una persona a otra como una estafeta, sí formaba una mancomunidad cada vez más numerosa de integrantes. Y pensó, mientras rascaba la crin áspera del caballo, que la pérdida no lo dejaba a uno inmóvil, simplemente cambiaba de forma y solicitaba con insistencia atenciones y cuidados, pues cada año revelaba un nuevo elemento que debía ser considerado y lamentado, cada vez más reducido, claro, pero nunca ausente. Stillford, pensó ella, mientras el sol se elevaba en el cielo. Mi dulce Stillford, con sus obras de arte sucias. Mi graciosa Lorena, que bailó tan apasionadamente con la música de un laúd. Esos monstruos bellísimos habían salido de su cuerpo.
     Parece tan ridícula la cantidad de lágrimas que algunas veces un cuerpo es capaz de producir.

Ya entrada la tarde, después de dormitar sobre el caballo, que pastaba en la sima de un valle, el sonido de unas trompetas despertó a la mujer. Ella se estremeció, recordó un ruido de su infancia, cuando el sonido de una trompeta era la forma de comunicar una noticia, y, por supuesto, una tropa de hombres y mujeres cabalgando se asomó en la pradera, algunos caminaban, dos tocaban trompetas, uno ondeaba una bandera de color rojo intenso. Según logró recordar, una bandera de ese color significaba guerra.
     ¡Oh, mujer!, la llamó el hombre fornido que lideraba la tropa. Ella no tuvo tiempo de ponerse su capa mágica, e incluso si lo hubiera tenido, se habrían apoderado del caballo y a ella le agradaba tener ese caballo.    
     Una muchedumbre se acercó trotando. Ella no había visto tantos rostros humanos en mucho tiempo. ¡Qué refinados lucían! ¡Qué pequeños y delicados! ¡Aquellas fosas nasales como dos puntos pequeños! ¡Sus manos lampiñas!
     ¿Estás perdida?, preguntó con cierta amabilidad el líder. Llevaba puesto un casco con unas marcas en forma de espiral forjadas en plata que denotaban soberanía.
     No, dijo ella, gracias. Voy hacia el río.
     ¡Ésta es tierra de ogros!, dijo el hombre, irguiendo su postura. ¡No estás a salvo!
     Se volvió hacia los otros e hizo ademanes para que se acercaran.
     No, no, dijo ella, tratando de sacudírselo. Estoy bien. Soy experta en esconderme. He vivido en este territorio desde hace años.
     ¡Oh!, dijo él y enterró sus manos en la crin de su caballo. ¿Años? ¿Y sobreviviste? ¡Entonces debes ayudarnos! Hace rato enviamos a un explorador a buscar minas y no sabemos nada de él. ¿Lo has visto?
     Bastaba una mirada cuidadosa al caballo y todo sería descubierto, pero el hombre estaba concentrado en su rostro, como si para eso hubiera sido entrenado.
     No, dijo ella.
     ¿No has visto ningún peligro?, dijo el hombre.
     Solamente cuervos, dijo ella.
     Los ogros comen gente, dijo el hombre, inclinándose.
     Para su disgusto, sus ojos se llenaron de lágrimas.
     ¡Ah! ¿Entonces has visto algo?
     Ella negó con la cabeza y metió las manos bajo la montura para sentir el cálido pelaje del caballo, su lomo enorme y ardiente. No. Es sólo que alguna vez escuché una historia sobre alguien que fue devorado y me pareció triste, dijo. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
     Él asintió. Todos ellos tenían historias parecidas.
     Nuestro centinela es un buen hombre, dijo él, y nos aseguró que nos contactaría de inmediato por medio de señales que realizaría con la luz del sol y un espejo y no hemos visto nada. ¡Ah! ¿Es ése su caballo?
     Inclinó la cabeza y vio las bolsas. Ella tenía en su regazo un poco de pavo seco que había estado comiendo.
     ¡No lo sé!, dijo ella. Agrandó los ojos. ¿Lo es? Yo sólo caminaba y encontré a este caballo y necesitaba descansar. Hace varias horas. No tenía dueño.
     El hombre arrugó la frente. ¿El caballo andaba solo? ¿Hace varias horas?
     Solo, dijo ella.
     Consultó a un hombre de baja estatura junto a él, montado en un caballo más alto, lo cual los colocaba a la misma altura.
     Tendrás que venir con nosotros, dijo el líder.
     Oh, no, dijo ella, deslizando el pavo seco en una de las bolsas. Caminaré. Te devolveré su caballo. No me di cuenta de que hace poco le pertenecía a alguien. Pensé que llevaba un buen tiempo como animal silvestre.
     No, dijo el hombre, con firmeza. Necesitamos que vengas con nosotros.
     Hizo un guiño al hombre chaparro para que desmontara.
     La mujer saltó del caballo y retrocedió en la pradera. El sol de la tarde se asomó entre las agujas de los altos abetos junto a ella y mediante un movimiento rápido sacó la capa mágica de una bolsa, se la puso y se convirtió en la luz y sombra.
     ¿A dónde fue?, dijo el hombre chaparro.
     ¡Bruja!, dijo el primero.
     Las trompetas se elevaron y chillaron.
     La mujer huyó en silencio hacia un rincón de la pradera. Si uno de ellos hubiera sido un aficionado de la luz habría distinguido un parche salpicado con soles que se movían en dirección opuesta a la brisa.
     Sin embargo nadie lo era. Le prestaban más atención a lo que había sucedido. Le tenían cariño al valiente y apuesto explorador. La tropa recuperó inmediatamente las bolsas y las cartas del hombre y montaron a un niño que había cabalgado previamente con su madre sobre otro caballo. Intercambiaron juramentos y la mujer los observó en silencio desde un rincón en la pradera mientras se alejaban en bandada sobre las colinas.

Se quedó en la pradera con el manto puesto durante horas y la puesta del sol iluminó la hierba con luces de color naranja. Recordó a su esposo, quien probablemente vería a una de sus otras mujeres. A pesar de que eso le reventaba las entrañas, o sentía como un puño en el estómago, también experimentó algo de alivio, porque la gente simplemente debe hacer lo que tiene que hacer. Encontró consuelo en la forma en que el pasto se movía de un lado a otro, y murmuró durante la cena, apenas un débil susurro, para que el pastel cambiara de sabor, y como se trataba de uno mágico, el pastel cambió su sabor de vainilla al de una tarta de chocolate y ella lo comió con cierto placer, además de algunas almendras que tenía en un bolsillo y lo que le quedaba del pavo seco. Bebió agua del manantial. Una media luna ascendió y los grillos frotaron sus alas. En la lejanía, de vez en cuando, pudo oír los chillidos inconfundibles de cornetas y trompetas.

La siguiente mañana, ella siguió caminando. Ahora podía oler el río, su pesada humedad, la hierba blanda bajo los pies. Ya casi no se oían las trompetas y supuso que habían regresado a casa por más armas y que volverían para intentar derrotar a los ogros con fusiles y bayonetas. Quizá lo lograrían, pensó, vagamente, aunque los ogros contaban con grandeza y magia y los seres humanos poseían un orgullo cegador tan distinto al de ellos. Los ogros trastabillaban y se equivocaban, pero sus debilidades no permanecían ocultas y esto, a largo plazo, los beneficiaba.
     Almorzó (más cerezas secas) y luego sacó el pastel de su bolso. Algo tenía ese pastel que seguía molestándola. Tengo que luchar por mi vida con más empeño, le dijo al pastel. Ahora era un pastel con chispas de chocolate, y se sentía mal por él, por ese pastel tan dispuesto a transformarse para complacerla, sin nadie más que pudiera hablar con él y disfrutarlo. Comió una porción pequeña y después lo envolvió en una servilleta ajedrezada y lo colocó en la horqueta formada por dos ramas de un roble robusto.
     Y bueno, pastel, le dijo, acariciando la servilleta. Ahora tendrás tus propias aventuras. Pase lo que pase, puedes reconstruirte de nuevo.
     Mientras lo decía, mientras se agachaba para colocar una bolsa en su hombro, ella comprendió por qué no toleraba estar alrededor de un pastel que sobrevivía una y otra vez. Se puso de pie, realizó un gesto reverencial ante la rama y se alejó.

Encontrar comida se volvió aún más difícil. Buscó bayas, después de aprender de su marido años atrás cuáles eran comestibles, porque la mayoría de las veces no lo eran. Comió un puñado de bayas agrias en la tarde y desenterró algunos cacahuetes añejos y un betabel. La tierra encontró acomodo entre las arrugas de sus manos. Halló un palo macizo, talló una de sus puntas con un cuchillo que traía en el bolso y, cuando finalmente llegó al río —de un azul muy oscuro, caudaloso, alfombrado de piedras—, después de conseguir más agua (el agua en tierra de ogros siempre era potable, lo cual estaba vinculado con los mantos acuíferos que las nubes reabastecían), reparó en un veloz pez naranja en el torrente, se agachó y, después de docenas de intentos, consiguió atravesarlo con su lanza. El pez se zarandeó en la punta, ella se arrodilló para rezar en señal de agradecimiento. Sólo había visto un par de veces cómo hacer una fogata, pero fue capaz de reunir ramas y agujas de pino y con los cerillos que cargaba en su bolso logró crear el fuego suficiente para chamuscar al pez después de limpiarlo, aunque no reparó en muchos de los huesos que tuvo que arrancarse de entre los dientes. Dejó las tripas del pescado pudrirse sobre la hierba para que otro animal las aprovechara. Todo sería consumido de una u otra forma.
     Esa noche, ella durmió con la capa mágica puesta, un conjunto de manchas brillantes en la oscuridad. Poco después de dormir la despertó un crujido y descubrió a un osezno junto a ella, lamiendo las tripas del pescado y contemplando las manchas brillantes con curiosidad. Se quitó la capa y huyó de inmediato. La mañana siguiente la dobló y la dejó en las ramas de otro árbol. No quería obtener ayuda mágica. No deseaba más limosnas.

Se volvió una mujer más fuerte y salvaje en la pradera. Lanceó peces, utilizó hasta el último de los cerillos, pero antes de hacerlo se aseguró de aprender cómo crear una fogata por su propia cuenta, lo cual algunas veces le tomó más de una hora. Sus piernas se volvieron más esbeltas y morenas. Veía pasar las nubes en cuclillas, también la corriente del río y, así, comprendía el sentido de su desplazamiento interno. Nos adaptamos, repitió en varias ocasiones. Esto es lo que significa capacidad de adaptación. Los hombres de la villa reaparecieron con sus lanzas y armas de fuego y, al distinguir el color rojo de los estandartes de guerra, trepó a un árbol alto y observó desde aquella distancia a un ejército humano con armaduras resplandecientes y armamento dirigiéndose hacia la tierra de los ogros. Se metieron en las chozas de paja y en la desgarbada taberna y el campo de batalla se llenó de redes y proyectiles hechos de cuero de cabra. Ella observó, nuevamente, la forma en que los ogros devoraron por completo a los hombres. Podían comer y comer. Vio a varios ogros caer debido al armamento sofisticado, y la sola imagen de un ogro tirado enfureció a los demás y vigorizó al resto de los hombres, así que la última parte de la lucha fue particularmente sangrienta. Los muertos fueron arrojados hacia un precipicio en el Valle de las Nubes y, mucho más abajo, la gente gritó y escapó de la lluvia de cadáveres.
     Un buen día, ella distinguió a su marido desde lo alto del árbol que mejor le permitía explorar la distancia, junto a la parte más ancha del río, donde transcurría su vida diaria, la cual incluía horas contemplando a los insectos que trasladaban hierba, o la simple sensación del cambio en la dirección del viento sobre su piel. Su esposo había envejecido. Podía adivinarlo en su cojera. Lo echaba de menos. Pudo detectar mediante aquella cojera que él también la echaba de menos. Lo había atendido bien. Él había sido su único amor. Ella lo observó mientras él golpeó a los hombres con sus enormes brazos, devoró a dos de ellos, tropezó y no pudo continuar. Los humanos abrieron fuego en su contra, pero él detuvo las balas con un manotazo, como si se tratara de un deporte. Los hombres fueron superados radicalmente en número y su marido ogro era uno de los más grandes. Continuó cojeando, se retorció, dio una vuelta, su cuerpo se movió de una manera que ella nunca antes había visto, como un sacudimiento incómodo, un movimiento insistente desde los pies hasta la boca, hasta que vomitó a un hombre: piernas, brazos y cabeza salieron disparados. El cuerpo no presentaba señas de haber sido masticado: tan sólo eran las partes más básicas que definían a la anatomía humana. El cuerpo permaneció tendido sobre la hierba, encapsulado en una capa de saliva y ácido. Todos se detuvieron durante un instante al ver aquello. El hombre no había sido masticado pero sí descuartizado y, obvio, estaba muerto. Los ogros se mantuvieron inmóviles, sudorosos y contemplativos. Ningún ogro, en su vida entera, había visto a otro vomitar algo porque eran capaces de digerirlo todo, así que se estremecieron al ver lo ocurrido.
     La mujer se acercó más sin hacer el menor ruido. Corrió entre la hierba crecida y trepó a otro árbol. Los seres humanos murmuraron entre sí, porque a pesar de haber visto cuerpos enteros devorados, nunca los habían visto después de ser regurgitados. Los pedazos del hombre ya comenzaban a pudrirse en la hierba, quizá serían consumidos por el mismo osezno. Cuando estuvo suficientemente cerca, sobre una rama, pudo reconocer al hombre muerto. Era un tío suyo, un tío lejano, el hermano mayor de su madre. Reconoció su mano torcida, la nariz, el hombro dislocado y la inconfundible mandíbula. Se aferró a la rama y pensó que tal vez su marido vomitó al hombre porque su sabor le recordó al de sus propios hijos. Tal vez su memoria se había activado debido a una familiaridad inexplicable. Él jamás le dijo que estaba triste. Nunca manifestó desconsuelo. De hecho, nunca hablaron sobre lo ocurrido. ¿Cómo hablar de ello? ¿Cómo culparlo, o acaso podía él culparla? ¿No era la culpa de ambos y, también, de ninguno? ¿Quiénes habían sido aquellos niños humanos que lograron escapar y en dónde estaban ahora?    
     Los ogros restantes comenzaron a marcharse y los sobrevivientes humanos rodearon al tío descuartizado. Fue un momento de tregua. Ya era suficiente muerte y los ogros no serían vencidos y los humanos restantes no deseaban ser devorados, así que metieron el cuerpo del tío en unos morrales y emprendieron el lento regreso a casa. Su ogro se arrodilló entre la hierba crecida e inclinó la cabeza. Permaneció ahí durante horas, marchito, jorobado y, desde la rama de aquel árbol, ella le envió amor. Confeccionó su amor en la brisa, lo creó desde el aire que llevaba dentro, lo exhaló y se lo envió, a pesar de que sería demasiado impreciso cuando lo alcanzara. Incluso así, el osezno logró sentirlo al aproximarse a los restos de los órganos que pudiera encontrar, alzó la nariz para oler aquel nuevo toque de frescura en el aire de la tarde.

*

En un principio, el pastel permaneció en el árbol, encajado en una horqueta del viejo roble, donde lo había dejado. Pero a los pocos días varias aves lo encontraron, podían oler la dulzura del pan a varios metros de distancia y lo picotearon con tanta fuerza que el pastel se salió de la servilleta en que estaba envuelto. Al caer al suelo, los pájaros lo picotearon hasta que desapareció. Volvió a reconstruirse. Lo picotearon. Volvió a reconstruirse. El pastel deseaba satisfacer a los pájaros, así que se convirtió en uno de semillas y las aves lo devoraron con más vigor. El pastel se reconstruyó. Los pájaros estaban tan llenos que se fueron tambaleando, pero volvieron entusiasmados por la mañana y también la mañana siguiente. Los que vivían cerca del roble engordaron y se volvieron apáticos. Apenas podían volar. Lo único que hacían durante todo el día era picotear el pastel.
     El pastel envejeció. Había sido hecho tantos años antes y había sido tantos pasteles durante este tiempo.
     Nunca moriré, pensó el pastel, aunque en términos todavía más simples, porque los pasteles no eran capaces de pensar en un lenguaje sofisticado.

Al regresar, la mujer lo vio en el suelo. Reconoció la servilleta, un azul ajedrezado sobre la tierra. Se dirigía a casa. No estaba segura de si realmente podía regresar, o de cómo hacerlo, pero quería intentarlo. Echaba de menos a su esposo y verlo vomitar a su tío la llenó de un amor tierno y desconsolado. Ahí estaba el pastel, ahora hecho de semillas, y ella sintió pena por él.
     Cavó un hoyo en la tierra con su palo puntiagudo. Ahí lo tienes, querido pastel, dijo al sepultarlo con delicadeza y le dio unas palmadas a la tierra. Por lo menos puedes descansar. Por lo menos ya no serás picoteado y degradado.
     A los pájaros les tomó un día hallarlo. ¿Un pastel como ése? ¿Olvidarse de ese tipo de manjares? No podían imaginarlo. Escarbaron la tierra y lo arrastraron fuera del hoyo con sus picos. Lo extrañaron durante el día en que les hizo falta. Lo picotearon con un brío inusual. Algunos gusanos se adhirieron a su parte inferior para también devorarlo, y el pastel convirtió su parte inferior en una especie de pastel de tierra y su parte superior en uno de semillas y se reconstruiría de acuerdo con la cantidad y el ritmo de sus devoradores.
     Lo anterior continuó durante algún tiempo. Algunos de los pájaros murieron jóvenes debido al exceso de comida y la falta de vuelo. Otros pájaros llegaron y se fueron. Lo mismo ocurrió con los gusanos.

La mujer regresó a casa, su esposo entreabrió la puerta, hasta abrirla por completo al ver que se trataba de ella y tomaron asiento en la mesa de la cocina. No se sintieron mal. Ella se levantó y sacó sus pertenencias de su bolso sucio y las colocó en el fregadero para lavarlas. ¿Y qué decir de aquel momento algunos días más tarde, cuando sus brazos rozaron el uno al otro en la habitación de huéspedes? Comieron sus tazones de guisado juntos. Caminaron educadamente hacia la sala de estar, se sentaron en un sofá y sostuvieron una conversación llena de tropiezos. Por la noche, ella se trepó a su pecho para dormir y él la mantuvo en su lugar, como un cinturón lo haría. Más tarde, visitaron varias veces una cascada y un glaciar y se hicieron amigos de un ogro que regenteaba una escuela. Después de muchos años, la mujer murió de causas naturales, y algunos años después, el ogro murió. Con el tiempo, sus amantes también murieron. En la parte más baja, en el pueblo de la gente, los guerreros y guerreras murieron a lo largo de las décadas. La chica humana que logró escapar a su muerte temprana también murió, en el extremo opuesto del terruño, junto al océano, en su choza de tazones azules y mecedoras. La bruja que horneó al pastel original y lo hechizó para obsequiárselo a su amado ogro amigo también murió.
     El pastel siguió y siguió.
     El tiempo siguió su curso y el clima cambió. Los árboles y la hierba desaparecieron, la tierra se secó. Los pájaros dejaron de volar. Los reptiles devoraron el pastel hasta que finalmente quedaron extintos. Los gusanos se convirtieron en polvo. A medio kilómetro de distancia, la capa mágica se quedó en el árbol, oculta a la vista de cualquiera durante muchos, muchos años. El viento consiguió moverla y, ahora enganchada entre las ramas rotas del tronco de un árbol muerto, era una mancha brillante de luz moteada que parecía haber atravesado el follaje. Continuó mostrando motas de luz mucho después de que el sol dejó de brillar a través de las hojas, porque ya no había más hojas.
     Aunque ninguno podía moverse, el pastel sintió la presencia de la capa mágica, y pensó que podría tratarse de un nuevo comensal en busca de pastel, y el pastel, siempre dispuesto a complacer —aquel pastel que encontró la manera de sobrevivir su inmortalidad reconstruyéndose una y otra vez— trató de averiguar en su naturaleza pastelera lo que a este objeto con motas de luz le gustaría comer. Así que se convirtió en oscuridad. Un pastel de oscuridad. No tenía por qué ser alimento humano. No tenía por qué ser digerido por medio de un tracto usual. Permaneció allí, en la tierra, a la espera, un pastel de oscuridad brillante. Con el paso del tiempo, el viento, los sismos y el azar, por fin la capa mágica se desprendió del árbol y se desplazó por encima de la tierra hasta encontrarse con el pastel, y devoró su oscuridad hasta que su luz moteada se apagó. La capa mágica desapareció en la noche y jamás volvió a ser vista, pues ahora sólo era un pedazo de oscuridad y ya no podía distinguirse tan fácilmente, si acaso existían unos ojos que pudieran verla. Flotó y se unió a la nada. De todas formas la oscuridad ya se apoderaba de todo, extendiéndose sobre la tierra y el cielo. El pastel, aún hecho de oscuridad, permaneció en una ladera.
     ¿Qué es lo que queda?, dijo el pastel, sus pensamientos eran tan básicos. Sintió la oscuridad a su alrededor. ¿Qué sobrevive capaz de devorarme, de llevarme en su interior?
     La oscuridad no quiso, al menos no particularmente, devorar más oscuridad. A la oscuridad no le importaba un pastel de zanahoria o de manzana. A la oscuridad no le interesaba un pastel de agua o de dinero. Sólo cuando el pastel se hizo de luz la oscuridad se aproximó. La oscuridad dio vueltas a su alrededor, devoró la luz. Pero el pastel continuó reconstruyéndose. Era su maldición. Y la oscuridad, después de tragarse a la luz y más luz otra vez y más luz de nuevo, se desvaneció.

Traducción del inglés de Luis Panini

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