Imagen de Eduardo (primera y última) / Ví­ctor Cabrera

Eduardo Chirinos † In memoriam

 

Mi oreja es vanguardista, mi ojo clásico.
E. C.

1.
Lo vi por primera vez asomándose, curioso y vacilante, a un atestado salón de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde aquella tarde de otoño de 2005 se presentaba una selección de veinte poetas peruanos entre los que se contaba su nombre (y de la que, cabe agregar, yo fui editor). Habíamos pasado los meses y las semanas previos intercambiando e-mails estrictamente profesionales: solicitudes de publicación y autorizaciones, correcciones y ajustes de última hora, y habíamos logrado establecer una relación lejana aunque cordial entre Missoula, donde vivía con su esposa Jannine, y la Ciudad de México. Pocos días antes, cuando supe que él era uno de los escritores que formaban parte de la delegación oficial que el Perú llevaría como país invitado a la fil, volví a escribirle para pedirle que, junto con algunos de sus colegas incluidos por Julio Trujillo en aquella muestra, nos acompañara con la lectura de sus poemas en la mesa de presentación. La respuesta fue inmediata y positiva —lo que nos alegró a Julio y a mí, pues se trataba del poeta que más nos entusiasmaba de ese volumen—, pero a los pocos días volvió a escribir para decirme que lo sentía pero que aterrizaría en Guadalajara apenas una hora antes de la presentación y que, tomando en cuenta la distancia entre el aeropuerto y la feria y el escaso margen de tiempo que le quedaría para cubrirla después de salir del avión y recoger su equipaje, prefería no comprometerse antes que dejarnos plantados.      «Estaré varios días en Guadalajara, ya habrá tiempo de sentarnos a tomar un café y conversar», me sugirió al final de aquel mensaje.
     Por eso me sorprendió ver a aquel rubio despistado cruzar el salón arrastrando tras de sí una maleta, acercarse a la mesa y con mucha discreción, pues la presentación del libro se estaba llevando ya a cabo en ese momento, decirme en voz baja: «Hola, soy Eduardo».
—Lo sé —le respondí, cediéndole mi lugar—: bienvenido.

2.
Hay poetas mutantes, capaces de cambiar la forma y el sentido de su escritura de un título a otro. Hay poéticas darwinianas que saben adaptarse a entornos menos físicos (la nevada blancura de Montana o el grisáceo cielo limeño) que mentales (las abigarradas circunvoluciones de un lenguaje aparentemente hermético, los plácidos valles de la memoria tocada por una nostalgia feliz o las oscuras hondonadas de un discurso invadido por la enfermedad). No se trata tanto de propuestas necesariamente postemporáneas o experimentales como de versos y versículos que se amoldan a la forma que les imponen el pensamiento y el discurso que los sustentan.
     La de Eduardo Chirinos es una de esas poesías de la metamorfosis y la adaptación: politonal y múltiple, sabe bucear entre registros que van de lo más tradicional —podría decirse hasta conservador— de la poesía en lengua española a poéticas de riesgo postvanguardistas, herederas directas de las de predecesores tan venerables como Vallejo y Moro o cercanamente emparentadas con la de —para ceñirme al concepto de paisanaje— un contemporáneo como Montalbetti. Para decirlo sin dilación, Eduardo Chirinos es —me gusta pensar que sigue leyéndome en la distancia, frente a un monitor infinito y celeste por el que cada tanto cruza una nube tras de la que se va, buscándole una forma— uno de esos no tan abundantes casos en los que el poeta de la inteligencia y el poeta de la experiencia cohabitan en un mismo individuo —el curioso y distraído Eduardo— sin hacerse mucho caso y sin contaminarse demasiado uno al otro. Él mismo así lo percibió:

Pascal Quignard decía que el escritor «es un hombre atravesado por un tono». ¿Y por qué no por varios? Después de treinta años de escribir poemas percibo, sin ninguna aprensión, que mis libros son como planetas solitarios que se rigen por las mismas leyes de movimiento. Tal vez por esa razón nunca me he sentido amenazado por los fantasmas de la esterilidad. Tampoco por los de la repetición.

Una veloz revisión a los últimos títulos publicados por Eduardo en vida (al menos los últimos tres de los que tengo noticia) me confirman dicha certeza: no pueden ser más distintos uno de otro. Hay en ellos, sí, un estilo reconocible, ciertas marcas de autor que lo evidencian más allá del nombre que los firma, pero, de fondo, se trata de libros escritos por tres personas diferentes, esto es, por tres máscaras diversas de un mismo sujeto.
     Medicinas para quebrantamientos del halcón es un volumen cruzado por la conciencia de la enfermedad y la finitud («Busco un / centro en medio de tanto desorden, pero / todo se desbarata»), lo mismo que por los malestares que sucitan el cuerpo enfermo y sus remedios: agujas, fiebres, terapias paliativas (esos quebrantamientos y aquellas medicinas a las que alude el título, que proviene, como explica Chirinos en la cuarta de forros, del antiguo Libro de la caza de aves, de Pero López de Ayala). Se trata de un libro menos oscuro y hermético de lo que aparenta, en el que Chirinos recurre —y las atempera— a estrategias discursivas evidentemente posmodernas llevadas antes a extremos como el de Humo de incendios lejanos (2009).
     En el otro extremo, Treinta y cinco lecciones de biología (y tres crónicas didácticas) es un bestiario contemporáneo en el que el poeta presta su voz (o su pluma) a las diversas criaturas que cifran el título. Se trata de un álbum de estampas casi infantil que detrás de un aparente tono didáctico, no exento de humor y de cierto lirismo taxonómico, esconde su arenga en favor de la naturaleza y los seres vivos que comparten la Tierra con la especie humana.
     En medio de ambos títulos, Anuario mínimo (1960-2010) acaso sea, por íntimo, el libro más personal y feliz de Eduardo: una serie de ciento una postales que abarcan los cincuenta años que Chirinos tenía al escribirlo y que dan cuenta de los sucesos históricos, familiares y personales ocurridos en ese lapso emblemático de la vida de un hombre: su concepción en la ciudad fluvial de Iquitos, la bacteria que le heredó la sordera parcial que lo aquejó toda su vida, el descubrimiento de la fraternidad, los Beatles, los Rolling Stones, la poesía y sus autores tutelares. El nacimiento del amor y allá, en el fondo de todo, la conciencia del inexorable paso del tiempo. Libro de madurez plena, Anuario mínimo puede leerse hoy como un corte de caja del poeta al cumplir el medio siglo lo mismo que como un entrañable y sobrio testamento. Una pequeña obra maestra.

3.
«Estoy agotado», me dijo después de la comida. El grueso de la delegación peruana había sido hospedado en hoteles del centro de la ciudad, a varios kilómetros del recinto de exposiciones donde cada año se monta esa fiesta enorme conocida como la fil. Pensar en ir ahí para hacer una siesta y regresar después a la feria a continuar con sus actividades programadas para ese tarde era absurdo. Yo, que estaba hospedado a una escasa cuadra de la fil, le ofrecí mi habitación para que pudiera descansar un rato.
     —Si no te incomoda, Eduardo, puedes dormir ahí una siesta.
     —¿De verdad harías eso por mí?
     A veces un gesto de solidaridad es suficiente para sellar definitivamente una amistad, y yo no podía olvidar que un par de días antes, después de varias horas de aviones y aeropuertos, aquel rubio peruano había tenido para mí la cortesía de asistir a una presentación en la que ya no lo esperábamos. A partir de aquel momento, fuimos amigos durante los diez breves años en que coincidimos, y aunque apenas nos vimos unas cuantas veces durante esa década, cada reencuentro estuvo signado por el recuerdo feliz de aquel otoño tapatío. En los años siguientes intercambiamos y comentamos con entusiasmo, rigor y honestidad nuestros libros inéditos, nos hicimos sugerencias y correcciones mutuas. Durante una estancia en la que él y Jannine pasaron algunos meses en la Ciudad de México, conocieron a mi esposa y a mi hija y más de una vez compartimos la mesa y el vino con amigos mutuos. Al término de esa misma estancia, tuve el honor de presentar Humo de incendios lejanos, acaso su libro más difícil e inasible, en la Casa del Poeta. Varios meses después, recibí en casa un extraño sobre de la editorial sudamericana Mesa Redonda. Adentro había cinco ejemplares de la edición peruana de ese mismo libro. En la contratapa, un par de párrafos firmados por Víctor Cabrera, extraídos del texto que leí aquella noche de 2009 en la avenida Álvaro Obregón, sirven de presentación a ese poema torrencial. Se trataba de una travesura digna de Eduardo: supongo que, de habérmelo consultado, yo habría juzgado aquellas líneas indignas del libro de mi amigo, a quien también considero un maestro. Él, en cambio, no lo creyó así.   

4.
Hace un par de años, una amiga común me dio la inesperada noticia: «Eduardo está muy enfermo. Escríbele». Eso hice. Y él me respondió con ese talante que lo distinguía, como restándole gravedad al asunto: «Es cierto […], aún hasta hoy estoy sometido a quimioterapia y demás medicamentos, pero a pesar de los estragos me siento en mi mejor momento creativo, y de muy buen ánimo. Además se ha ido para siempre la incómoda panza y no he perdido pelo (que no sea de calvicie natural), así que estoy más bien esbelto, como un jovencito de treinta».
     Nos encontramos por última vez hace poco más de un año en el restaurante de un hotel de la colonia Cuauhtémoc donde se hospedaba. Estuvimos toda la mañana de aquel sábado de febrero hablando de lecturas, proyectos, amigos mutuos con los que un par de meses antes habíamos coincidido una vez más en la fil de Guadalajara —adonde Eduardo había ido a presentar ese extraordinario Anuario mínimo. Era verdad: estaba en la cúspide de su creatividad (como lo demuestran los tres títulos mencionados párrafos arriba) y, pese al embate del cáncer, conservaba su característico buen humor. Pero físicamente, la enfermedad lo había consumido. Al mediodía, lo acompañé a la Feria del Libro del Palacio de Minería, donde se había quedado de ver con los editores de su bestiario poético. Cuando llegamos, ya lo esperaban para ir a comer. Nos despedimos de prisa, como se despiden dos amigos que tienen la certeza de que volverán a encontrarse pronto, en algún otro pasillo atestado de libros. Pero ya no volvimos a vernos.

5.
De él podría decir lo que él mismo escribió sobre Javier Sologuren: «De los poetas que me ha tocado en suerte conocer, […] será siempre el más humilde, el más generoso, incluso el más discretamente divertido».
Chao, Eduardo.

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