Lo que cuenta Casimiro / Héctor De Alba

HACE NO MÁS de veinte minutos, mientras tomaba un café, escuché morir a otro. Es extraño, pero después de tanto tiempo uno como que lo soporta mejor, o bien, la cosa puede ser que los que quedamos simplemente esperamos nos llegue la hora. O al vecino.


De por sí en el pueblo no había mucha gente, la mayoría se ha ido a otros lados, dizque por un mejor futuro, ganar dinero, o lo que sea, ora se mueren a diestra y siniestra. Y es que aquí la gente ya se ha olvidado de los protocolos sociales: el saludo al que pasa a un lado de ti, la tertulia con las amistades, jugar a la baraja o simplemente echarte unos traguitos. Las calles cada día están más abandonadas, así las casas, ¿las tiendas? El par que hay están destrozadas, sin nadie que las cuide ni las atienda, hemos llegado a vaciar los estantes y sus bodeguitas. Algunas latas habrá todavía en el piso debajo de los anaqueles de aluminio, pero de eso ya ni nos preocupamos. A mí ya no me importa. El hambre atosiga, sí, pero hay cosas peores que morir de hambruna nada más, y pues de algo sirven los pocos animales que rondan todavía los linderos del pueblo…

HACE UN PAR DE AÑOS, cuando comenzaron a desperdigarse los que necesitaban llenarse los bolsillos de moneditas, todo comenzó a irse al catre. Nos iban abandonando, tanto los vecinos como los amigos, incluso los familiares, y la esperanza y la cordura. Ya no había con quién platicar. Si te enfermabas tenías que vértelas tú solito, ya que el médico del pueblo, al ver que ya no había a quién cobrar por recetar fármacos, terminó llevándose su consulta a otro lado, dejándonos a la maldita deriva. Ese bastardo, que no supo cumplir su juramento hipocrático, ni medicinas nos dejó como para paliar algunos males como el catarro, la fiebre o cosas peores. Ni hablar, ahora puro té, cafecito y mejunjes rudimentarios de algún herbolario. ¡Pero ya ni eso tenemos aquí! De hecho, el anciano Gumersindo fue de los primeros que se nos fueron para arriba. Pero ya ni sirve quejarse de eso, las enfermedades también nos abandonaron, al menos las normales.

     Aquello pasa por las noches, simplemente te da, gritas como loco y te petateas. Así, nada más. Ni tiempo hay para remedios. Yo lo vi por primera vez, junto a mi buen amigo Feliciano Ramírez. Cuando fuimos a tirar la cortina de la tienda para hacernos de provisiones, después de cinco meses sin noticias de los dueños de aquella casa, ya ni caso había en respetar la finca. El tiempo también ha estado muy mal, ya no hay cosechas, sólo limones y naranjas agrias se dan aquí. Y eso no alimenta.      Aparte, no debieron irse y dejarnos así nomás.
     Era de noche, mis pantalones me quedaban tan grandes, que parecía una mala broma o una horrible caricatura de un huesudo desamparado, y el hambre era tal que lo decidimos. Era de noche, pues, y Feliciano me esperaba afuera de mi casa, con un machete en la cintura, de igual forma su talle era el de un puberto, y ya tenemos nuestras buenas décadas, y fuimos sin miedo a nada. Sólo a que nos agarrara aquello. La tienda está a unas cuatro cuadras de mi casa, que es de ustedes cuando yo me haya ido, bajo su responsabilidad está la de ir a reclamarla, y aparte de nosotros no había nada. Los caminos son de tierra, algunos los comenzaron a rellenar con piedras, dizque para que transiten mejor los carruajes y los coches, y hay una farola por cada calle. Pero ya ni sirven. Si no hay quien pague o a quien iluminar, ¿de qué sirve el alumbrado público? Ni había razón, pues, para quejarse de aquella falta. Las casas están vacías, en el ambiente reina el silencio, ya ni los perros aúllan. De hecho, recuerdo que en ese trayecto vide un par de ellos, tirados como vil carroña, en el piso de tierra. Con los estómagos reventados y las vísceras desperdigadas encima, fue todo un asco. Feliciano me dijo: Casimiro, esto no es de Dios… Vaya que no lo es. Él llevaba un machete, creo que ya lo había mencionado, yo llevaba marro y cincel, por aquello de romper cadenas y candados. Nos veíamos completamente chuscos. Nos subíamos los pantalones a cada paso, a pesar de amarrarnos una soga de cáñamo alrededor de la cintura. Reventamos, entonces, dos candados, de pronto el silencio no era tanto, pero era cosa de un ratito. Además, los pocos otros verían nuestra hazaña como lo mejor que pudiera haber ocurrido. Yo de un lado, Feliciano del otro, levantamos la cortina de metal. Chirrió. Un tufo hediondo nos golpeó los rostros. Me hice para atrás, de un salto, y Feliciano se cayó de espaldas. Aquello era risible. Unos rateros que se espantan por una fetidez… pero no era para menos. Hicimos corazón con nuestras tripas, o como diablos se diga, y, tapándonos las narices, entramos. Durante unos buenos segundos no pudimos ver nada, pues la luz era mínima. Pero de repente nos topamos con estantes llenos de panes de bolsa, garrafones de agua en el piso, botes de dulces varios, frituras, jabón, cloro… de todo. Y muchos alimentos enlatados. Chiles serranos, frijoles… de todo. La tienda era un cuartucho pequeño, un cubo diminuto lleno de todo lo que antes era la delicia de todos los habitantes, hoy meros recuerdos. Los estantes formaban una herradura, se extendían a los lados y al fondo, en el centro había unas cajas de refresco que sostenían un costal de bolillos. Verdes, engusanados. Aquello apestaba horrible, pero no tanto como lo que aún flotaba en el ambiente. Feliciano, que llevaba el machete a la altura de su cara, iba encorvado, dio la vuelta al mostrador de aluminio para ver qué podía agarrar de allá atrás. Yo le hice una señal con el dedo índice para que guardara silencio. Había algo que creí escuchar. Cálmate, Casimiro, aquí no hay nadie, me dijo. Pero de nuevo aquel ruido. Son tus tripas, ten… Me aventó una paleta dura de cajeta.
     Le dije que buscara algunas bolsas, pues tenía pensado vaciar el costal de los bolillos y llenarlo después con todo lo que nos fuéramos a llevar. Pues así era más fácil de cargar. En el extremo derecho, al fondo de la tienda, estaba la puerta que daba a la casa, a la sala, precisamente. Algo, tal vez la peste o la calma con que debíamos trajinar, me hizo ir hacia allá, no pensé en llevar el marro, pues, ¿quién iba a detenernos si nadie vivía allí? Y entré a la casa. Feliciano se daba gusto con un bote lleno de chocolatitos. El mal estado no importa, la cosa es masticar algo.
     Estaba, pues, en lo que era la sala. La fetidez allí era todavía peor. Como un vapor caliente, se metía en mis narices y me provocaba vomitar. Pero me aguanté. Caminé lo que serían tres metros por el piso polvoriento, y pude ver que las sillas estaban tiradas. El único sofá de la señora Hortensia Villagrán, la dueña de aquella finca, cuyo marido había fallecido de una congestión alcohólica y con la primera ola de migración agarró sus cosas para irse a ganar el puro dinero, estaba como movido. Yo nunca antes había entrado a aquella casa, pero me dio esa sensación. Estaba diagonalmente separado de la pared. Me arrimé. Atrás de mí, las quijadas de Feliciano trabajaban animosamente. Me acerqué, con la mirada en aquel lado del sofá. ¡Otra vez di un maldito brinco! Joselito, el nieto de doña Hortensia, estaba tirado, con el cuello roto y los miembros flexionados de forma imposible. Roto, yacía el pobre joven. A éste lo agarró, pensé en ese ratito. Pero me hice como quien no viera la cosa y me adentré en la casa. Todo lo demás estaba intacto. Entré a la habitación, Feliciano ya me hablaba: ¡Ándale, Casimiro, que ya me quiero ir de aquí! La habitación era del matrimonio Villagrán, tapiado de imágenes religiosas, me santigüé, y vide la ventana que daba a la calle de un costado. Se me olvidó decir que la tienda estaba en la puritita esquina, pero es que las prisas me ganan… y vide, pues, la ventana, estaba abierta. Seguramente el chamaco entró con las mismas intenciones que nosotros, pero lo agarró antes de que lo lograra, pensé. O no. Tal vez anduvo de glotón un tiempo, sin decir a los demás que se podía entrar y agarrar algo para calmar las tripas. Y regresé.
     Llenamos el costal con cuanta cosa se nos ocurría. Excepto detergentes y jabones, a eso luego le echaríamos mano. Y nos fuimos con buñuelos en los bolsillos, mordiendo chocolates y carcajeándonos de lo lindo. Aquello parecía mejorar a cada paso.

     La luna no se veía, había un puñado de nubes colocadas maléficamente sólo en aquella parte del cielo. Todo lo demás estaba despejado y hasta las estrellas se veían, refulgiendo con gracia y pintando el techo de seda azul oscuro. Pero nos duró poco. Íbamos por la calle principal, doblamos a la izquierda en la esquina, allí estaban los perros. Las casas solas. Llegamos a la otra esquina y en lo que dábamos vuelta a la derecha, bromeábamos sobre nuestro destino y el del pueblo, nos topamos con Ramiro Escobedo, el vejestorio dueño de una parcela, seca ahora, un simple maizal fantasmal, dando brincos y aleteando como loco. Estaba de espaldas. Cómo no ubicar, a lueguito, a ese viejo perezoso, con un sombrero de palma, roto en la mollera, si mide casi dos metros de altura. No hay nadie más, que yo conozca en este pueblo abandonado, que le llegue a los hombros siquiera. Y brincaba el vejete. Feliciano me dio un golpecito en el brazo: Como que nos vamos de ya, Casimiro. Esto no me gusta. Yo le dije que no fuera miedoso. Pa’ mí que vino a afilar su cazanga, le dije y me eché a reír. Pero como que aquello no le agradó al viejo, que levantaba los brazos al cielo como si de una danza africana se tratara, o de un baile indio, qué sé yo. En cuanto solté la primera carcajada, el viejo volteó su enorme cuerpo y nos fulminó con su mirada. Sus ojos eran de un blanco lechoso horrible. De las cuencas oculares de don Ramiro manaba algo como pus. Y lo escuché por primera vez. Un grito descomunal, un chillido como de gato, algo agudo, que te pone la piel chinita, muy chinita. Feliciano me jaló por la camisa, tenía el rostro desencajado.
     Cuando comenzamos a ser menos y menos en el pueblo, por las mañanas solían aparecer cadáveres, tal como Joselito, muertos de una extraña manera. Yo pensaba que se volvían locos, y en la chifladura daban de volteretas y se fracturaban el cuello, rompiéndoselo y muriendo por sí solos, pero estaba muy equivocado. Después de brincar como conejos, pero sin razón de hacer tal cosa, pegaban un grito y caían fulminados. Con una expresión de desconcierto en el rostro y pus en los ojos.

EL VIEJO SE ARREMOLINÓ hacia nosotros. Feliciano echó mano a su machete y corrimos despavoridos. Yo me había olvidado el marro y el cincel en la entrada de la tienda, así que simplemente levantaba un pie y aventaba el de atrás. De verdad me aterraba aquella figura, enorme y torturada por una comezón interna. Siempre me gustó pensar que a esos pobres les daba tanta comezón en los huesos que nada más dando volteretas se aliviaban, pero no hay que burlarse de los muertos. Y no era comezón, sino otra cosa, algo que, por más vueltas que le doy, no puedo terminar de explicarme.
     Entonces, estaba con que el viejo iba detrás de nosotros. Con sus brazos dibujando formas extrañas sobre esa cabeza que el viejo Ramiro meneaba para todos lados. ¡Y nos gritaba! Más bien chillaba, como si nos pidiese ayuda o algo. Pero ni de locos íbamos a pararnos. Dimos vuelta a la izquierda, estábamos a unas cuantas puertas de la casa y Feliciano, preocupado, me dijo: Déjame que me quede esta noche en tu casa, Casimiro, no quiero irme yo solo con ese cabrón en la calle. Capaz que me mata. Yo asentí, y le dije que corriera más rápido. Nuestros pasos resonaban a kilómetros, me gusta pensarlo así, y levantábamos un polvaderal de aquéllos… Pronto, me puse a buscar las llaves de mi casa. Las saqué. Con los corazones desbocados, como corceles sin yegua, llegamos a la puerta verde, y a luego quité el seguro de la misma. Extrañamente, los gritos habían cesado.
     Hoy de eso hace mucho tiempo. Feliciano duerme en la sala de mi casa, machete en el pecho, listo para cualquier cosa. Pero ya no pasa nada.

     Durante casi cinco meses, sobrevivimos de los víveres de la tienda, comíamos poquito a poquito, no es que abundara el alimento, precisamente.
     Al día siguiente del ataque de don Ramiro, Feliciano y yo salimos a la calle; lo vimos en la esquina donde habíamos doblado. De pronto, comencé a entender todo.
Durante la madrugada, algo golpeaba las paredes, incesantemente y a intervalos endemoniadamente regulares. Era él. Cuando nos acercamos lo supe, tenía los puños molidos y la frente hundida. Aparte de eso lo normal: el cuello torcido y los miembros flexionados imposiblemente. Dos horas o tres, no sé cuánto tiempo duró aquello, solamente se oían los golpes. Sordos y secos. Después yo casi caía dormido, con un pan en el estómago y migajas en los labios, un alarido. Largo, continuo y lastimero. Allí es cuando sucede. Pegan ese maldito grito y caen fulminados.
     Entonces Feliciano me dijo que quizá debíamos hacer algo con los cadáveres. Mira que no es de Dios salir a la calle y ver el tiradero de cuerpos por doquier… y fue cuando empezamos a llevarnos los cuerpos a un agujero, apilarlos… y así lo hicimos durante casi cinco meses. Era lo más humano que pudimos hacer. ¿Sería igual en otros lugares?, me lo he preguntado por mucho tiempo.
     Feliciano se regodeaba aventando cuerpos pestilentes al agujero, siempre con el machete en el cinto, y finalmente cubríamos aquello con ramas, piedras, poquita tierra. Habrán sido unos cincuenta cuerpos los que apilamos en aquella zona alejada del pueblo. A mí no me daba tanta gracia. Era una terrible tarea. Pero alguien debía hacerlo y nada más estábamos nosotros dos, ya que después de la muerte de don Ramiro, le siguieron otros tantos vecinos. Casi a diario, por las noches, escuchábamos un alarido de otro mundo. Por las noches los aullidos de los hombres, y mujeres, desafortunados, y por las mañanas sus cuerpos torcidos, inertes. Y nosotros, a apilar y apilar uno encima del otro. Aquello era horrendo. Desde entonces soy más nervioso, flemático, diría el galeno que se largó de aquí. Nomás espero que me toque a mí y…
     Después de tirar el último cuerpo, era la señora Dolores Muñoz, una regordeta que nunca salía sin su paraguas, estaba loca digo yo, sucedió lo que aún me tiene pasmado. A Feliciano le agarró aquello.

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