Borges, el maravilloso embaucador / Alexander Coleman

Ahora que Borges está muerto, debemos apresurarnos a recordar una parte suya que inevitablemente desaparece con él: su humorismo, ese sentido de lo cómico que llevaba consigo como un arma ofensiva y como una táctica defensiva, ese algo que pronto quedará sepultado en una atmósfera de solemnidad y de frívolas disquisiciones teóricas sobre el significado último de su arte. Aunque nunca se refirió a ello abiertamente, Borges sabía que la naturaleza lúdica de cualquier artista es el primer elemento que una generación futura dejaría de captar. Como él decía, el humorismo «es un género oral, un súbito favor de la conversación, no una cosa escrita». Pero Borges, por otra parte, trató de prolongar su sentido de animación y vivacidad después de su muerte al someterse, a lo largo de los años, a un número extraordinario de entrevistas y procesos inquisitoriales, ocasiones en que el desenfado con que improvisaba su conversación resultaría debidamente registrado por un amable amanuense, y en que su plática amena y burlona quedaría plasmada en ese texto de manera definitiva para el mañana. Él siempre fue un conversador hilarante, maestro de un género peculiar de audacia frívola que es difícil de describir, pero que siempre debe tenerse en cuenta al recordarlo con ese modo inquisitivo, incrédulo, displicente de rebajar y desacralizar cosas que se toman con tanta seriedad en el mundo académico norteamericano, la literatura sobre todo.

El profesor Ronald Christ, que fue uno de los tantos que hicieron el papel del «serio» en la pareja humorística de Borges, cuenta una conversación pública con él en la Universidad de Nueva York a principio de los años setenta y, al hacerlo, destaca hábilmente el inquietante sentido de lo cómico en Borges. En una breve nota introductoria a la versión impresa de esa conversación, Christ nos advertía:

Tendrán que tratar las páginas siguientes no como una transcripción, sino como un guión. Tendrán que representar la difícil formalidad de los embaucos y remedos de Borges, la mesurada autoridad de su cita ligeramente errónea de Rossetti, el sarcasmo genial que muestra en el uso del término «señor» de Johnson; tendrán que suplir los levísimos tonos de irritación de su voz, su constante búsqueda del yambo de cualquier pensamiento, la tenacidad de su humor distraído —todo lo cual he renunciado a destacar con una puntuación complicada o con embarazosas instrucciones de escena. Sobre todo, tendrán que imaginar la resonancia de la risa, yendo y viniendo de la plataforma al auditorio, porque, desde los primeros momentos, Borges cautivó al público con sus agudezas y lo retuvo, a veces en contra de su interés, con su humor.

El uso que hace Christ de la expresión que traducimos al español por embauco es esencial para entender la manera en que Borges jugaba con sus interlocutores, cómo representaba el papel de Sherlock Holmes frente a las torpes, pesadas, tremendamente sinceras respuestas del doctor Watson; es decir, del público en general. En el Diccionario de la Real Academia Española, embaucar es «engañar, alucinar, prevaliéndose de la inexperiencia o candor del engañado», en tanto que en el Diccionario de uso del español, de María Moliner, se hace un intento de llegar a la esencia del término al explicar que se trata de engañar a alguien provocando su admiración con palabras, actos o cosas engañosas. En el embauco, creo yo, hay un ingrediente adicional de broma o de burla que también ha de tenerse en cuenta. Borges hizo todas estas cosas mientras estaba vivo, y muchos de sus relatos y ensayos deben leerse como si él realmente lo estuviera, como la obra de un bromista cósmico, de una presencia chistosa y despreocupada.
Atendamos un tanto al entorno y veamos si podemos trasponer los límites del diccionario y encontrar algo más en el intento de definir la peculiaridad de la agudeza y la zumba de Borges. En 1971, Jacob Brackman, que acababa de obtener una licenciatura en la Universidad de Harvard, publicó un ensayo, en forma de libro, que había aparecido previamente en una sola edición de The New Yorker, y cuyo título bien podemos traducir como El embauco: la broma moderna y la sospecha moderna. Resultado de las experiencias de Brackman como observador social, literario y artístico de varios fenómenos estéticos de los años sesenta, el ensayo alude, como él dice, a «su fascinación con lo posiblemente fraudulento: con “salidas” y “engaños”; con ser falsificado; con los temas de la impostura, la confusión y el resentimiento». Debemos percatarnos, antes de leer lo que el señor Brackman tiene que decir, de que él habla como testigo al amparo de la obra de Andy Warhol y Roy Lichtenstein, maestros de esa zona resbaladiza en que algunos artistas y a veces sus públicos deslumbrados, se encuentran en una relación simbiótica y, en ocasiones, conflictiva.
Puesto en los términos más sencillos, Brackman elabora un código conducente a la definición de embauco, el cual debe verse como un cuadro, un ensayo, cualquier obra de arte donde no se puede percibir ningún centro —algo demasiado resbaladizo y pendiente. «El embauco», dice, «acomete desde una posición que no es genuinamente suya. No mantiene ninguna posición auténtica, es por naturaleza invulnerable al ataque… la entrevista ofrece sí un molde original al embauco, porque (en la entrevista) desmonta el decorado, desorienta al entrevistador, ridiculiza el proceso de la entrevista, comunica ideas y sentimientos “genuinos”, al tiempo que rebaja la seriedad de preguntas y respuestas». Al comienzo mismo de su trabajo, Brackman intenta de veras (pero con una sonrisa, supongo) definir seriamenteel embauco de esta manera:

Por medio de una sutil transformación en el modo en que los artistas se relacionan con su público y de las personas entre sí, tenemos razón, de repente, para abrigar una gran desconfianza del arte, la moda y la conversación —para sustraernos de dar una respuesta firme y sincera. Cada vez con mayor frecuencia sospechamos que estamos siendo engañados… En todas sus permutaciones, este fenómeno se define como embauco.Ocupa un borroso territorio entre la simple tomadura de pelo y la broma práctica y elaborada; entre el libelo mordaz y el timo gratuito […] Si la conversación con un bromista está sazonada por la tontería, la conversación con un embaucador es un proceso ascensional de confusión y sospecha. Él no maneja pequeños ardides aislados; sino que más bien ha desarrollado un estilo solapado de relacionarse con los demás que continuamente hace poner en duda lo que dice. El embauco es una forma de final abierto. Es decir, rara vez culmina con la proposición franca de la «verdad» —cuando existe, realmente, esa verdad. La discusión «franca», cuando uno de los participantes está embaucando a los otros, pronto resulta subvertida y finalmente saboteada por la incertidumbre. Las intenciones y sus opiniones (del embaucador) siguen siendo turbias.

Ronald Chris ha observado acertadamente que en cualquier entrevista de Borges uno puede «captar una serie de datos útiles para una evaluación crítica. Algunos de los datos que se encuentran en la entrevista son excelentes, pero la verdadera atracción es el estilo en que se muestran» (las cursivas son mías). Así pues, la forma puede ser el mensaje, el estilo es la sustancia, el estilo es parte de la insolencia intencional de Borges. A fin de leerlo bien, debemos leerlo teniendo en cuenta su entonación displicente, de modo que las palabras salten de la página con el mismo espíritu, jubiloso y cortante, con que fueron compuestas. Las palabras deben imaginarse como plataformas en movimiento bajo nuestros pies, y debemos prepararnos para constantes cambios de posiciones, interminables cambios de entonación y timbre.
De manera que la imaginación de Borges es ciertamente dominante, nos controla y nos invade, porque cuestiona nuestro magro sentido común en todo momento según lo leemos; cuestiona automáticamente las presunciones miméticas de la mayoría de los lectores, a pesar de nuestra afición a la ética de los lectores postsimbolistas. Denis Donoghue llama a esto una «imaginación intransigente», refiriéndose a un autor como Franz Kafka, que «prestó muy poco reconocimiento, si es que alguno, al mundo en su realidad ordinaria». Además, Donoghue advierte junto con Lionel Trilling que «la imaginación de Kafka es autónoma: leerle es dejarnos someter, para ello estamos dispuestos a considerar “lo real” como la creación de alguna imaginación inferior». Cuando pensamos en la relación entre Kafka y Borges, se hace evidente que ambas sí son ejemplos de «imaginaciones dominantes». Pero fuera de esta semejanza, eran realmente bastante distintos. El mundo de Kafka supone un orden universal del cual somos excluidos, mientras Borges es diferente porque no cree en ningún orden, ni político ni pitagórico. Así que podemos entender que el fanatismo estilístico de Borges es más recargado y demostrativo que cosa alguna en Kafka, porque el estilo de Borges, el estilo cómico, es la fuerza total que emana de su producción: pasatiempo, juego, literatura, charla, conversación, todo lo que hace. Una nota final acerca de Kafka en Borges. En «La lotería de Babilonia», Borges hace notar que entre los artefactos sagrados de la Compañía que dirige la lotería cósmica se cuentan no sólo «ciertos leones de piedra», sino también «una letrina sagrada llamada Qaphqa». ¿Han captado algunos lectores la bromita de Borges con el maestro de Praga? Lo dudo, ejemplos como éstos permean todo lo de Borges, pero no tardarán en ser olvidados por el lector solemne, el lector grave, porque, como hemos sugerido desde el comienzo, el humorismo muere con el autor. La «Broma musical» de Mozart ya no es broma; para nosotros, las notas erradas suenan bien, especialmente después de oír dos o tres minutos de la música de Arnold Schoenberg.
Ahora bien, el párrafo anterior debe leerse con un rodeo en este recorrido indirecto y oblicuo por el canon borgeano. Pero la falta de centro en Borges, su inconstancia, su carencia total de Weltanschauung, en el sentido prístino que se esconde detrás de las boutades que escribe, todo debe hacernos pensar más jocosa y seriamente acerca de lo que él hace. Nicanor Parra ha dicho en muchas ocasiones a lo largo de los años: «La verdadera seriedad es cómica». Y bajo esa luz podríamos recordar lo que Borges dijo al grave entrevistador de The New York Times cuando ese caballero le preguntó sobre su religión: «Digo el Padre Nuestro todas las noches, [pero] no sé si hay alguien al otro extremo de la línea. Ser agnóstico significa que todas las cosas son posibles, incluso Dios, incluso la Santa Trinidad. Ser agnóstico me hace vivir en un mundo más amplio y más fantástico, casi sobrenatural». Borges no es nada más que un jugador, un aventurero, un peregrino hacia el reino del juego. Cualquier partido literario jugado por Borges debe verse como un juego espectral, «un partido o representación y simulación, así como la sobria manipulación del partido en sí […] cualquier juego es un medio de descubrir cómo Dios se relaciona con el universo, y una peligrosa manipulación de las cosas sagradas».
Digamos que hay pocos observadores de la obra de Borges que lo vean con igual dosis de piedad e irreverencia. Uno de esos pocos afortunados es un viejo amigo de Borges, precoz traductor de su obra al francés, que se llama Néstor Ibarra y que publicó un ingenioso diálogo consigo mismo acerca del sujeto titulado Borges et Borges. Entre los brillantes intelectos que han consignado el difícil fenómeno de la naturaleza cómica de Borges, creo que sólo alguien como Ibarra encuentra a Borges en su terreno siempre movedizo; sólo él nos ha revelado, descubierto y demostrado el genial impostor/artífice que es Borges. He escogido, precisamente, una breve sección de Borges et Borges, un pasaje en que el crítico describe la docta pereza de Borges, el uso jovial que hace de la boutade y de la abierta mentira:

Ibarra: Si el mundo de los libros es falso, entonces pruébelo, utilícelo, ilustre esta falsedad. En ello radican sus instintos más profundos: su pereza, su placer en mentir. Cuando hablamos de su pereza, pensamos en su renuencia a informarse; en cuanto a su placer en mentir, pensamos en sus múltiples y multiformes supercherías.

P: ¿Rehúsa él informarse?
Ibarra: Él no es más que lagunas. No sólo lo más grande y esencial de la literatura francesa se le escapa, sino que cuando logra entusiasmarse con un tema y reflexiona cómo abordarlo, no leerá ninguno de los textos literarios, históricos o críticos, como le ocurriría a cualquier neófito; en cuanto a los otros libros, los consultará «según los encuentre al azar en su biblioteca». Él no oculta nada de esto; por el contrario, casi podría decirse que se jacta de su hedonismo; casi podría decirse que el trabajo de remontarse a las fuentes originales, de cerciorarse con información de primera mano, le parece una «superstición romántica». Recuerdo que cuando hablaba del Ulisesrecomendaba la lectura de una guía escrita por Stuart Gilbert, o en su defecto el original de Joyce.
P: ¿Debe un estudio moderno de las bromas darle un lugar importante a Borges?
Ibarra: Un lugar muy particular. Ningún otro gran escritor ha aportado a la fabulación más desinteresada alegría, más énfasis, más variedad, más júbilo. Él en verdad ha inventado un género literario.

Podría mostrarme prudente en este punto y tomar otro rumbo en nuestra discusión de los planos/ juegos/estructuras/laberintos/imposturas y bromas mentales y verbales de Borges. Por ejemplo, podríamos preguntarnos por los ambientes de Borges, la condición abstracta, la inverosimilitud de esos ambientes, su naturaleza opaca y fantasmal. En lo que sería casi un contrapunto exacto y necesario a la disciplina del lenguaje de Borges, detrás de ese lenguaje clínico se esconde un cosmos particularmente vacío y siniestro, en el que la imaginación común no brinda la menor confianza.
Borges parece participar de una visión particularmente laxa y apática de la naturaleza, la misma que se revela en la lucha de los átomos y las esferas de Lucrecio. Es el cosmos de los estoicos, de los escépticos, de Schopenhauer y de Nietzsche. Sería difícil imaginar una visión de la naturaleza que esté más distante del cristianismo o de la tradición literaria occidental cristiana, si no fuera por la obra de Marguerite Yourcenar, de similar desconexión con el mundo posterior a Cristo. Borges está más en su elemento en el lugar ninguno (utopía), en el éter, y menciona tan a menudo esa sensación de ser un expatriado en el universo que debemos asumir que la proponía en el sentido más serio del término. «El mundo de Pascal», dice, «es el mundo de Lucrecio (y también el de Spencer), pero la infinitud que embriagó al romano acobarda al francés. Bien es verdad que éste busca a Dios y que aquél se propone libertarnos del temor a los dioses». En otra ocasión, Borges hacía notar «el infinito abismo estelar y las discordias de los átomos». Ahora bien, aun aquí, Borges distorsiona incuestionablemente el significado último de De rerum natura. Mientras hace hincapié, correctamente, en el hecho de que no se les da ningún descanso a los átomos en el cosmos de Lucrecio, y que se encuentran en perpetuo conflicto, no admitirá ningún género de formas en el cosmos, cuando es eso, con toda certeza, lo que hace Lucrecio. En De rerum natura se afirma que «mientras [los átomos] han sido impulsados sempiternamente bajo el impacto perturbador de las colisiones, han experimentado toda variedad de movimiento y conjunción hasta que han venido a caer en el molde particular por el cual se constituye este mundo nuestro». Borges no puede concederle al mundo ningún tipo de forma, aunque Lucrecio insista en que sí tiene una forma final: la que vemos. Borges interpreta mal a Lucrecio porque, como lector indolente, juguetón y creativo de los clásicos, sólo una porción de Lucrecio se ajusta a su visión del universo, que es la de un caos desordenado y asistemático. Este desorden total permite tomar el universo de una manera más festiva de lo que sería el caso de cualquier creyente en cualquier clase de orden, de Cristo a Marx, de Platón a Berkeley.
Dejemos a Lucrecio por el momento, y consideremos estos temas a la luz del Nuevo Mundo, la América aún por ordenar y jerarquizar. El espacio de Borges es un espacio americano, más libremente abierto a lo desconcertante y opresivo lucreciano y darwiniano que cualquier otro imaginable. En su prólogo al Bartleby de Melville, sugiere, respecto a Moby Dick, del mismo autor, que «el símbolo de la ballena es menos apto para sugerir que el cosmos es malvado que para sugerir su vastedad, su inhumanidad, su bestial o enigmática estupidez. Chesterton, en alguno de sus relatos, compara el universo de los ateos con un laberinto sin centro. Tal es el universo de Moby Dick: un cosmos (un caos) no sólo perceptiblemente maligno, como el que intuyeron los gnósticos, sino también irracional, como el de los hexámetros de Lucrecio» . Esta sensación de un caos americano interviene también, de manera muy específica, en la displicente visión de su propia nación americana, su llamada «patria», la Argentina que amaba de un modo impreciso: «el argentino siente que el universo no es otra cosa que una manifestación del azar, que el fortuito concurso de átomos de Demócrito»; y finalmente, «el mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual íntimamente se corresponde con la función que ejerce; para el argentino, es un caos».
La escena americana es, pues, la escena aleatoria, riesgosa, insegura e improvisada de muchos de sus relatos. Pero, como artista americano, se plantea de inmediato la pregunta: ¿cómo hacer una estructura, incluso con palabras, si no hay nada con qué construir, ningún orden, excepto el alfabeto, que no es de mucha ayuda para un artífice, salvo que el alfabeto fuera una serie de ladrillos y piedras con los cuales el artista podría construir y diseñar? El espacio americano, se infiere, no nos conduce automáticamente hacia las majestuosas construcciones a la europea en el tiempo y en el espacio. Los europeos construyen, nosotros improvisamos y bromeamos. Respecto a esto debemos recordar esa espléndida lista que nos da Henry James en su biografía de Hawthorne, una lista de los «aspectos de la alta civilización… que están ausentes de la vida americana, hasta el punto que a uno le sorprendería saber qué queda». Entre otras cosas, los americanos «no tienen», según James, «ni rango, ni nobleza rural, ni palacios, ni castillos, ni feudos, ni antiguas villas campestres, ni rectorías, ni cabañas con techo de bálago, ni ruinas cubiertas de hiedra… ni literatura, ni novelas, ni museos, ni cuadros, ni sociedad política, ni clase deportista —ni Epsom ni Ascot». Bien, ¿qué queda, podríamos saber? James responde la pregunta: «El americano sabe que queda mucho; en qué consiste eso que queda es su secreto, su chiste, como alguien podría decir. Sería cruel, en su terrible desnudez, negarle el consuelo de su don natural, ese “humorismo americano” del cual hemos oído hablar tanto en los últimos años». James sugiere, como sólo Borges conoce demasiado bien, que la tarea del artista americano es la de construir un mundo en otra parte con palabras, un edificio sobre el vacío, conformándolo con palabras, palabras frente a la imitación de lo poco que tenemos aquí, bromas estructurales estratégicas que forman un icono verbal que es el contrapeso de nuestra existencia insulsa y sombría. Es notable que Alfred Kazin, luego de conocer a Borges, lo tuviera como «un escritor fascinado y consternado por el espacio vacío que se cierne sobre sus relatos como una maldición» y que «para el escritor “americano” nunca ha habido realmente más “mundo” que el creado por él… Borges me impresiona como un hombre que literalmente tuvo que construirse su propio mundo; él ha llegado lo bastante lejos para complacer su imaginación».
El realismo, en la mente de Borges, no es más que otra respuesta fácil que le permite al artista mediocre propagar el caos a todo despliegue en una obra de arte. El realismo en arte, insiste, da lugar a «procesos infinitos e incontrolables». El universo es incontrolable e incontrolado; y así es nuestro mundo, fuera del estudio del escritor, más allá de su mesa de trabajo. Pero el arte, para Borges, no puede ser la literaria simulación de acontecimientos azarosos. El escritor debe manejar el mundo, doblegarlo, recogerlo en su microcosmos verbal, socavarlo, jugar con él, practicar el embauco con el mundo granítico que nos rodea.
La palabra juego, en lo que respecta a los lugares comunes sobre Borges, siempre se ha utilizado para atacarlo como un escritor socialmente irresponsable, un mero jugador de palabras y conceptos. Esto, supongo, sería la esencia de una condenación marxista de Borges, como sería la de un literato argentino chovinista que lamenta la falta de colorido local y lo poco representado que está lo argentino en una parte tan grande de su obra. Pero si tenemos otra opinión del juego y la literatura, podríamos, con la ayuda de algunos otros aficionados a jugar, aportar ciertas ideas para iluminar la naturaleza de su arte.
Comencemos por hacer algunas distinciones entre tres palabras: juego, juguete y partido:

Jugar un partido.
Partidear un juego.
Jugar un juguete.
Juguetear un juego.
Partidear un juguete.
Juguetear un partido.

Algunas de estas posibilidades, desde luego, no tienen sentido. En primer lugar, no podemos, o no debemos hacer un partido —eso está mal y no funciona. Jugamos un partido, no podemos partidear un juego, pero podemos juguetear con la idea de jugar, o jugar con la idea de jugar. No podemos partidear un juguete ni juguetear un partido; pero sí podemos jugar un juego. Podemos crear un juego, supongo yo (pero eso suena horriblemente serio y no lo bastante divertido), y podemos con mucho más gusto crear partidos; y podemos crear juguetes. Y cuando morimos nos quedamos fuera del juego (ausgespielt).
Dejando a un lado la palabra juguete, la mayoría convendría en que jugar es algo voluntario y gratuito, situado al margen de la vida cotidiana, indefinido e incierto (azaroso), improductivo en su sentido craso (si bien simbólicamente cultural en otro sentido); es una actividad un tanto controlada y tiende hacia lo ficticio, hacia el mundo condicional de los «como si», o como suelen decir los niños: «juguemos a…». Es también una actividad placentera en la que el tiempo se pierde agradecidamente y no «se emplea bien». El juego no se realiza sobre el trasfondo de una realidad fija y estable que podría servir como norma o juez de su calidad.
El juego debe ser alegre, ya sea con uno o con muchos. Jugar un partido, por otra parte, es asunto un poco más serio, no tan voluntario ni tan gratuito; hay reglas y estrategias libremente aceptadas cuya inviolabilidad se reconoce, y los juegos siempre exigen algunos utensilios; pero éstos no son juguetes. Uno no juega un partido con juguetes, creo yo. Uno juega un partido con naipes, piezas de ajedrez, toros, cuchillos, toda suerte de implementos —palabras también. Al jugar un partido, expresamos una capacidad aparente y condicional de apartarnos del mundo. El juego se relaciona con la conciencia y, sin ninguna discusión, con la cultura. Uno no debe «tomar en serio un juego», ni intentar «formalizar» lo que debe ser una participación espontánea. Cuando jugamos un partido, debemos aislarnos un poco dentro del tiempo y dentro del espacio, y el partido debe ofrecer a los jugadores una serie de reglas y funciones válidas tan sólo dentro de ese tiempo y lugar. El partido tiene un principio y un fin. Según jugamos, debemos disfrutar el rodearnos de una atmósfera de misterio. El juego debe tener un aura sumamente conspirativa, que se manifiesta en toda su riqueza en los rostros, amagos y disfraces del póker. La arena del juego puede ser una mesa de cartas, un tablero de ajedrez, un campo de tenis, un tiempo abandonado, un coliseo, la trastienda de un bar de mala muerte o incluso la plaza de un pueblo donde se celebra el festival anual. Una página impresa también puede ser una arena rectangular para el juego. El juego se acaba cuando nos cansamos, nos aburrimos o comenzamos a tomarlo como algo personal o seriamente: ¡Eso es fatal! ¡No lo hagas!
Los juegos pueden resultar arruinados por los aguafiestas, los que no pueden «entrar» en el juego o simplemente quebrantan las reglas, a veces para establecer otro juego con otras reglas o por cualquier otro designio secreto que pudieran tener. Los aguafiestas tienen muchos nombres: son escépticos, proscritos (¡un buen término!), tramposos, cabalistas, gnósticos, masones o jesuitas, cualquier hereje, cualquier heresiarca. Todos los aguafiestas están presentes en Borges: son los que rompen los moldes, irrumpen con violencia, matan y destruyen, urden complots, crean sus particulares contrauniversos. Son minorías contra la mayoría, y siempre son furiosamente perseguidos por los que integran la mayoría del cuerpo social.
El juego significa retraimiento psíquico del tiempo ordinario en el mundo ordinario. Sobre todo, el juego no es uno por separado, sino uno en la participación de un ritual. Así pues, uno debe acceder a la aniquilación de su propia personalidad en el juego, uno debe permitir lo que Borges llamaba «la nadería de la personalidad». ¿Por qué sabemos que esto es verdad para Borges? Porque él lo dice en un hermoso poema de los primeros suyos, que se titula «El truco»:

Cuarenta naipes han desplazado la vida;
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos…
En los lindes de la mesa
La vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país;
Las aventuras del envido y del quiero,
La autoridad del as de espadas.

El hecho de que Alicia en el país de las maravillas sea un texto tan seminal en el subtexto de toda la obra de Borges, debe tenerse siempre presente mientras lo leemos, sobre todo porque en Alicia dejamos atrás el mundo de sentido común y nos adentramos en el mundo del absurdo. La literatura del absurdo, tal como la encontramos en Carroll y en Edward Lear, puede ser disparatada desde un punto de vista utilitario; sin embargo la amamos porque, gracias a su magia, saltamos o caemos jubilosamente a través del espejo, o bajamos por la cueva del conejo y entramos en el reino del partido y del juego, que es ilimitado, un campo abierto a la imaginación. La calidad hermética de esa literatura del juego probablemente tiene su origen en que, en Lear y en Carroll, el lenguaje divide la experiencia en pequeñas unidades distintas, que la mente luego manipula y arregla según las nuevas normas, y estas normas no son en absoluto las de la coherencia y la estructura ordinarias; son rupturas en el tejido tedioso de la sintaxis prosaica y de la lógica del sentido común.
Los lectores de Borges recordarán muchos momentos «absurdos». Recordemos, por ejemplo, la maravillosa idea de Funes el Memorioso de que cada número debe tener un nombre, creando, por consiguiente, un nuevo sistema en el cual, digamos, el número 7,013 llevaría el nombre de Máximo Pérez, en tanto el número siguiente, 7,014, sería el Ferrocarril. Funes, con sus inimaginables facultades mentales daVincianas, podía probablemente sumar Máximo Pérez y el Ferrocarril y obtener lo que la gente ordinaria tomaría por 14,027. Funes es un atomista lucreciano, que ve todos los números y todos los nombres como intercambiables y no obstante distintos. Uno más uno es igual a uno. Ninguna suma o conexión real tiene lugar en esta «mente» implosionada con unidades indistinguibles, nada puede jamás tener sentido para él, no sólo porque él no puede multiplicar, sumar o restar, sino porque no puede generalizar, no puede llevar la realidad del mundo atomístico hasta la esfera del conocimiento abstracto.
En «Las ruinas circulares», Borges ha creado un opuesto al genio imbécil que era Funes. El mago/protagonista de este relato puede olvidarse a sí mismo dentro de los límites arcanos del templo devastado por el fuego, puede dormir y soñar, y de este modo puede crear un ser —un hombre, un microcosmos— que, a su vez, soñará y creará, como hizo su padre, el espíritu del fuego que destruye y engendra al mismo tiempo. El relato es acerca del regressus ad infinitum, el efecto que puede conseguir cualquier comprador en un supermercado que mire a la muchacha india en el paquete de mantequilla de Land O’Lakes que sostiene un paquete de mantequilla con la imagen de una muchacha india impreso en él, que a su vez sostiene un paquete de mantequilla con la imagen de una muchacha india impreso en él, que a su vez…
A diferencia del mago/hacedor de «Las ruinas circulares», Funes es una memoria de computadora omnirretentiva que ha enloquecido dentro de los vestigios de un intelecto, incapaz de encontrar al programador que pudiera establecer el código que clasificará los infinitos indicadores de datos para obtener una coherencia, un sistema, una Gestalt. Otras ocasiones en que el caos amenaza —y sólo es contenido durante el período de la creación y la lectura del relato— podrían incluir lo que debe considerarse como los momentos más explícitamente caóticos de toda la obra de Borges. Me refiero a «La lotería de Babilonia» y «La biblioteca de Babel». Cada relato utiliza sus palabras para impedir la mise en abyme. En «La biblioteca de Babel» se vislumbra una posibilidad de una biblioteca infinita, que contuviera un infinito número de libros, basados en la infinita variación de una serie limitada de indicadores-unidades: el alfabeto. Mientras se lee el relato, uno siente, como ocurre tan a menudo con Borges, que somos una partícula en el universo, que las construcciones del hombre en la mente y en el espacio no tienen ningún uso, que son la definición de la futilidad. Pero nótese bien, existe un orden, un orden errático en la biblioteca. En «La lotería de Babilonia» las cosas son un poco más vertiginosas. El azar rige la vida de todos los hombres en Babilonia, pero ¿quién controla el azar? Lo hace la Compañía. (¡Pierda cuidado, Borges nunca llegó a saber que la cia se conoce entre sus íntimos como «La Compañía»!) ¿Qué es la Compañía para Borges? Una entidad que organiza la lotería por la cual el mundo sigue su curso «estable», pero el número de sorteos es infinito y prosigue continuamente. Ninguna decisión de la Compañía es final, todas se ramifican en otras posibilidades. Al final del relato, los inevitables aguafiestas, los heresiarcas enmascarados, aseguran e insisten en que «la Compañía nunca ha existido y nunca existirá». Otro heresiarca, «no menos vil», sugiere que afirmar o negar la existencia de la Compañía es una tarea vana y fútil, puesto que «Babilonia no es nada más que un infinito juego de azar».
Los ejemplos anteriores de estructuras absurdas y ordenadas de lo aleatorio y lo caótico son bastantes frecuentes en Borges, al extremo que podríamos preguntarnos por qué son tan frecuentes, y por qué se relacionan con su visión cómica del universo, o como diría David Hume, citado una vez por Borges, con el sentido del mundo como «el bosquejo rudimentario de algún dios infantil… de quien los dioses superiores se burlan… la producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto».
Podríamos comenzar a responder todos nuestros dilemas y preguntas acerca del absurdo —valiéndonos de las palabras de Elizabeth Sewell— como una «colección de términos o hechos que en su disposición no se ajustan a ningún sistema reconocido en una mente particular… la inferencia es que el sentido, no menos que el absurdo, es en gran medida un asunto verbal». Según esta opinión, el disparate verbal, el disparate textual, se produce por una secreta sistematización de materiales por parte del autor. Si no sabemos las reglas del juego secreto o del lenguaje, somos dejados fuera, encontramos el texto «desconcertante» o, peor aún, «extraño». Tal como Sewell advierte de manera tan incisiva, «¿puede ser el absurdo un intento de reorganizar el lenguaje, no según las reglas de la prosa o la poesía en primer lugar, sino conforme a las del juego?». Y propone, además, que «el inagotable encanto intelectual, si uno puede usar esa frase, proporcionado por Lear y Carroll, no sugiere una sucesión infinita de eventos casuales, que nada sería más aburrido, ni muestra un universo fuera de control, pavorosamente afín a la locura… Supongamos que el absurdo no es meramente la negación del sentido, una reversión casual de la experiencia ordinaria y una evasión de las limitaciones de la vida diaria hacia una inmensidad fortuita, sino, por el contrario, un mundo cuidadosamente limitado, controlado y dirigido por la razón, una construcción sujeta a sus propias leyes».
Es cierto eso en Borges, el azar vertiginoso e innumerables juegos de dados aparecen en sus relatos en muchas ocasiones, pero lo que realmente cuenta, la importancia del apremio lingüístico, es el principio ordenador sobre el material desordenado, tal como se percibe desde el punto de vista idealista esse est percipi, es decir, las cosas existen solamente en la medida en que son percibidas, y sólo en la medida en que son percibidas como importantes por el autor, al crear el icono verbal donde todos los pormenores (del relato) profetizan el desenlace. Lo que cuenta en Borges son las leyes y reglas de Tlön, las leyes variantes e inescrutables que rigen la biblioteca babilónica, las leyes y reglas contradictorias con las cuales la inexistente Compañía puede o no puede ordenar el cosmos. Las leyes verbales son las reglas del juego literario, son parte de la cultura y del juego, y no parte de la naturaleza. Éste es el objeto del comentario corrosivo y sardónico al final de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»: «Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?».
Los juegos de Borges, que expresan con palabras la lógica inconmovible que gobierna los elementos azarosos en un mundo aparentemente observado, no son, sin embargo, el final del relato. Para los dioses indios Siva y Sati, el mundo es un juego de dados; los dioses se divierten en jugar con el universo. Como un miglior fabbro, un artífice y hacedor divino, Borges imitó el juego terrestre de aquéllos en el ámbito de sus formas cerradas. Ahora que él está muerto, que su flaqueza y su ser incorpóreo se han ido, debemos recordarle tan juguetón y jovial como fue, un exquisito y zanquivano bailarín sobre el abismo. Pero también fue un histrión, un gran impostor, un charlatán maravillosamente simple, un embaucador que nos gasta montones de bromas, las cuales nos dicen más acerca de nuestro mundo que cualquier realista. Sobre todo, debemos recordarlo como un arquitecto verbal, un Piranesi de palabras que trazan infinitas galerías, túneles, rampas y escaleras hasta un enloquecido sitio inexistente. Por medio de la facultad trascendental de imponer el juego interior a la realidad exterior, descubrimos en su obra que él fue un gran escritor, pero no un escritor grave, un caballero afable que prefirió, como él mismo dijera de Valéry, «los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden».

Traducción de Vicente Echerri

 

 

 

 

 

 

 

    Jorge Luis Borges, «Nota sobre (hacia) Bernard Shaw», Otras inquisiciones, Obras completas. Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 748.

    Ronald Christ, prólogo a «Borges at N.Y.U», en TriQuarterly núm. 25, otoño de 1972, p. 445.

    Jacob Brackman, The Put-on: Modern Fooling and Modern Mistrust. Henry Regnery Company, Chicago, 1971.

    Ibid., p. 11.

    Ibid.,pp. 17-18.

    Christ, op. cit.,p. 445.

   Israel Shenkear, «Borges, a Blind Writer with Insight»,The New York Times, 16 de abril de 1971, p. 48.

   Elizabeth Sewell, The Field of Nonsense.Londres, 1952, p. 186.

Néstor Ibarra, Borges et Borges. L’Herne, París, 1969, pp. 100-102.

   Borges, «Pascal», Otras inquisiciones, en op. cit.,p. 703.

   Borges, «Quevedo», ibid., p. 660.

   Lucrecio, The Nature of the Universe, tr. de R.E. Latham. Penguin Books, Baltimore, 1957, p. 57.

   Borges, prólogo a Bartleby, de Herman Melville.

   Borges, «Nota sobre (hacia) Bernard Shaw», Otras inquisiciones, en op. cit.,p. 748.

   Borges, «Nuestro pobre individualismo», ibid.,p. 659.

   Henry James, Hawthorne. Cornell University Press, Ithaca, 1966, pp. 34-35.

   Alfred Kazin, «Meeting Borges», en The New York Times Sunday Book Review,2 de mayo de 1971, p. 5.

   Borges, «El truco», Fervor de Buenos Aires, en op. cit.,p. 22.

   Borges, «La lotería de Babilonia», Ficciones, en op. cit.,p. 460.

   David Hume, tr. por Borges en su ensayo «El lenguaje analítico de John Wilkins»,  Otras inquisiciones, en op. cit.,p. 708.

   Sewell, op. cit.,p. 34.

   Ibid., p. 25.

   Ibid., p. 5.

   Borges, «Valéry como símbolo», Otras inquisiciones, en op. cit., p. 687.

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