Tres días y unas horas / Francisco Tario

Recibe, Carmen, este presentimiento
de un amor que durará más allá de la muerte.
México, 11 de mayo de 1931

 

Cuando llegamos al parque no serían más de las cinco y media de la tarde.

Soplaba una dulce brisa que abanicaba los árboles. ¡Oh, aquellos altos y viejos árboles, como ancianos legendarios, con sus largas barbas grises, que escucharan detrás de nosotros la salmodia diaria de nuestros amores!
Nos queríamos apasionadamente y no habría hecho falta preguntarlo. Bastaba con mirarnos todas las tardes, sentados en la misma banca, hablando en voz muy baja, como con temor a despertar a los pájaros que empezaban a acurrucarse en las ramas.
Se repetían a diario aquellos paseos por la tarde. A veces el parque estaba solo; otras, cruzaban ante nosotros grupos de chiquillos jugando, haciendo rodar una pelota o simplemente dando gritos, sobresaltando al sombrío paraje que a esa hora comenzaba a empañarse con la melancolía del crepúsculo.
Desde la banca se oía la fuente vecina y los pájaros acomodándose.
Generalmente nos sorprendía la noche.
Los días se deslizaban unos tras otros, todos iguales y el sol proyectaba nuestras sombras enlazadas como si fueran una sola. Nuestro amor nos embriagaba; era fragante y luminoso por las mañanas y melancólico y sombrío por las tardes. Seguía las horas del día y nos anunciaba siempre algo nuevo, inesperado, tierno.
El tiempo no se sentía transcurrir y producía un rumor como el de los pájaros, o el de la fuente, o el del reloj mismo.
Comenzaba abril. Despertaba en su alborada con una enigmática sonrisa. Era la víspera de nuestra boda.

Tu vida y la mía giraban en torno a un mismo centro: abril.
Tenían los días de este mes la apariencia de un sueño delicioso. Esta mañana dorada de primavera escondía para mí muchas emociones que el aire parecía querer conservar en mí tanto tiempo como durara el día.
Aquella tarde no hubo paseo.
Pero el día me trajo la felicidad más grande que había soñado: el poder traerte a mí y rescatarte de un mundo agrio para llevarte a un lugar lejano donde todo eran maravillas, desde el correr del agua hasta lo estrellado y limpio de las noches.
¡Pensar que tú, que me adorabas tanto, ibas a ser mía!
Por la noche, preparé mi ropa. Había en los pasillos varios baúles ya listos. Era fácil de adivinar lo que aguardaba a nuestras almas bajo aquel cielo nítido de primavera.
Al cabo.
Y en cuanto apagué la luz, quise escudriñar mi alcoba, cerciorarme de lo que la oscuridad había llevado a ella. Por entre los visillos del balcón se filtraba la luna, reflejándose en los espejos. Los muebles o sus sombras palpitaban como animales dormidos. Se escuchaba el reloj, el viento afuera. En mis sienes bullía un estremecimiento de fiebre.
Y soñé; soñé inacabablemente, aunque no recuerde bien mis sueños. Había música y muchas lágrimas; besos y murmullos desconocidos; cosas que jamás había oído.
El aleteo de las campanas tenía para mí algo de nupcial y también de nuevo. Vi esconderse la luna y aparecer para desaparecer enseguida.
¿Comenzaba a dormirme o a despertar?
Con la luz del día sentí en mi frente el consuelo del sol, que surgía de la noche.
Era una hora nueva, distinta, que debería ir reconociendo sin prisas, poco a poco, con mis dedos temblorosos.
Era el día, el único; el esperado.

Zumbaba la gente detrás de nosotros con un rumor semejante al de las abejas. Rezaban. El sacerdote, con sus manos de nieve y sus ojos extrañamente azules, daba unos pasos y volvía, pasando ante nosotros.
Arriba, en las alturas del coro, resonaban las trompetas del órgano entremezcladas con el llanto de los violines. Las flores, vencidas por la luz, se doblaban y por fin caían sobre la alfombra tendida, como otro camino de luz. Las mariposas de aceite chisporroteaban en los altares.
Y chisporroteaban los cirios, dejando sobre tu frente un temblor de sombras apenas perceptibles. Tu cara debía de ser una hostia. Era el instante de la elevación de tu virginidad. Sonó una marcha que yo recordaba, flotaba el incienso en el aire y las vidrieras de infinitos colores se abrieron de golpe para dejar paso al sol.
Pasaron ante mí muchos rostros. Me apretaron las manos. Adiviné alguna lágrima perdida en un pañuelo. Pero sobre todo ello, se levantó, como una inmensa luna, el resplandor inconfundible de tu hermosa cara.
Me abrazaste; lo habías hecho otras veces. Pero en aquel abrazo quedó fundido el hierro de todas las cadenas conocidas y por conocer. Fue un abrazo definitivo, de un año que termina, de una eternidad de años que comienza.

El vino habló por las almas y el rumor de este lenguaje escapó hacia fuera lanzando gritos incomprensibles de júbilo.
Era ya la tarde.

Reían los hombres con rostros de fetiches sobre los manteles. Había ramos de rosas y rosas caídas por entre los platos. Un humo denso y pesado ascendía como incienso; pasaban las fuentes humeantes y el pavo grotesco y estúpido asomaba su cresta negra por entre las verdes ramas de la lechuga.
Se rompieron varias copas azules. Estallaron muchos corchos, describiendo círculos en el aire. Las pecheras blancas de los camareros iban y venían entre aquel humo desconsolador y negro.
Se hablaba mucho, se reía. Aquellas mesas largas, como sendas nupciales, alfombras de azahares, señalaban el camino. Se hablaba de amistad y cariño; era un llanto dulce. El reloj no señalaba las horas con la prisa debida; se demoraba y titubeaba, daba marcha atrás impensadamente.
Al terminar, se levantó un hombre. Tenía en una mano una copa llena de vino y en la otra una flor marchita. Me pareció que estaba completamente borracho.

Era alto, delgado, de una palidez cadavérica, y sus manos se movían en el aire con una delicadeza que se me antojó sospechosa.
Cuando terminó de hablar —nadie supo qué—, desapareció tras unos cortinajes granates.
Nadie lo vio salir, pero todos supimos que se había marchado. Y quedó vibrando en el aire su última palabra: felicidad.
El hombre de la palidez cadavérica ya no estuvo más con nosotros.
Nadie en el salón le conocía.
Caía la tarde envolviendo a la ciudad en un azul profundo. Las rosas, en su mayoría, caían una tras otra en los manteles.
Se despejó el salón y volví a ver muchas caras sonrientes; muchas manos que volvían a enlazar las mías. Y al abandonar el salón, miré por curiosidad hacia los cortinajes granates, donde el misterioso ser había desaparecido.
«Ya eres mía», te dije. Estabas húmeda y bella como las rosas por la mañana. Como una rosa de mantequilla, con tus dos inefables resplandores verdes.
Con la última campanada del reloj di el último abrazo amigo. Marchábamos velozmente sobre las calles relucientes y ruidosas. El crepúsculo caía sobre tus labios y tus ojos; era como una promesa. Te vi más hermosa que nunca; mas increíble. Te toqué para cerciorarme y después te pregunté enseguida: «¿Y aquel hombre?».
Tú te encogiste de hombros.
Es ya enteramente de noche.
Parece que ha llovido sin cesar. Al menos, eso parece.

Es un departamento recubierto de madera brillante, rojiza. Tiene, en las ventanillas, unas cortinas verdes, con flores amarillas. Los sillones son confortables, muy amplios, y se transformarán pronto en cama. La cama nos llevará hasta Veracruz y allí nos dejará solos.
Hace calor. No hay luna. De tarde en tarde pasa por la ventanilla una lengua gris y espesa, que es el humo de la locomotora.
Silba un brujo en la noche silenciosa. Crujen las maderas y se agitan las cortinillas.
Cruza el negro vestido de blanco, con su gorra azul calada sobre los ojos. Hay en los campos un silencio frío y perfumado. Las sombras se suceden, son implacables. Volamos hacia lo desconocido, hacia un lugar sin memoria al que tantas veces habíamos soñado ir. Quedaban atrás las ciudades, los pueblos, los árboles. El cielo, como un espeso manto, nos guardaba en secreto bajo su misteriosa oscuridad.
Unos indios de color tierra, con sus sarapes multicolores. Un río, una barranca infinita. Pasaba la selva y su murmullo escalofriante. Había espectros de bruma tras los cristales y un puente de plata tendido sobre el vacío.
Volábamos amándonos. No cesábamos de volar. Y así toda la noche.

Cenamos opíparamente. El aire debió de abrir nuestro apetito. El negro traía y llevaba platos, derramaba salsas y regresaba a la cocina.
El vino encantaba al alma. Hervían sus burbujas y quemaba tu frente. El viento se advertía humedecido desde donde contemplábamos la noche asomados a la misma ventanilla. Así lo habíamos soñado, y así era, por cierto.
Salvábamos montañas, volvíamos al campo. El tren iba silencioso, cada instante más precavido. Cedían los ruidos, pero las maderas seguían crujiendo. Alguien cerraba una puerta o corría una cortinilla. Se iban apagando las luces, penetrando la noche en el interior.
Eran las diez y media en punto. Nuestro departamento evocaba a aquella hora la melancolía de una voluptuosa gaviota en el mar. Con todo y su plumaje humedecido y sus alas abiertas.
Una hora después…

La cama aparecía ya hecha contra el borde de la ventanilla. Allí mismo caía la luna, que empezó a brillar de pronto.
Todo el mundo dormía.
Y tú y yo sentados sobre el níveo lecho mirábamos la noche y enseguida nos mirábamos, sorprendidos de que alguien cruzara por el pasillo cantando a semejantes horas.
Toda tu belleza estaba allí, sin faltar nada. Eras opaca y deslumbrante, como una estrella inaudita. Yo te miraba y tú no dejabas de mirarme. No teníamos nada que decirnos, por lo visto, sino recordar; tal vez recordáramos lo que empezaba ya a ser pasado, lo que pudiera alguna vez dejarnos infinitamente tristes.
Entonces tú te arrojaste en mis brazos y te echaste a llorar impensadamente. Como en las pesadillas o en los sueños: en la felicidad más completa e inexplicable.
Estabas tan sorprendentemente hermosa que supe que iría a despertar.
No desperté. Te besé largamente.

Supe diez veces, cien, del calor de tus besos. Entre ellos debió estar el que me debías desde hacía años. Sí recuerdo que te abracé una vez como quien se aferra a un salvavidas en la terrible oscuridad de un naufragio nocturno.
Te besé tan cruelmente que después pasé un dedo por tus labios, por temor de que sangraras.
Cierta vez me dijiste: «¡Mira!», señalando una estrella fugaz que caía sobre los volcanes. Y al volver la cara para verla, te vi a ti y tu hermosura me distrajo. Cuando quise buscar la estrella, era ya otro día y ni siquiera tú estabas a mi lado.
¡Oh, tus ojos soñadores, marinos, de inmensa y constante luz verde! Me recordaban las luciérnagas que tantas noches parpadeaban por los caminos que recorríamos. Derramaban luz verde y lo invadían todo. Resbalaban por los cristales y se escondían entre las sábanas. O quedaban quietos sobre la almohada. O desaparecían a oscuras; tú con los ojos cerrados. ¿Era el viento o tú quien respiraba?
Tu nombre. Y enseguida, mi nombre.
Otra estrella fugaz que caía.
Un clavel como aquéllos, pero de sangre.
Y cantó un grillo.

De la oscuridad húmeda y perfumada vi levantarse una sombra amarillenta; constaba de infinidad de partículas, que poco a poco iban uniéndose, perfilándose, dibujando una figura humana.
Se mantenía en el espacio, al otro lado de nuestra ventanilla, y cuando la hería un rayo de luna me parecía descubrir en su faz una helada sonrisa.
Aún el amor era lánguido, perduraba. Era el amor inefable, silencioso, lento.
Yo conocía aquella cara, aquel gesto. Reconocía a aquel hombre. Recordaba al espectro amarillo.
Recordé, recordé, como entre sueños.
El banquete.
Me incorporé para levantar la ventanilla y preguntarle quién era, qué hacía allí, adónde iba, qué esperaba de nosotros. Nos seguía. Pero el hombre, con su mano amarilla, detuvo fuertemente el cristal. Oí detrás de las sombras de los árboles, detrás de las sombras de la noche, una voz que me decía: «Soy el amor, soy el amor». Pero esta voz era la tuya. Y el hombre desapareció.

Hubo un gran vacío. Todo eran sombras y sombras y una o dos luces lejanas.
Aquel hombre se había ido, pero a la vez continuaba allí. Yo lo sabía. Volábamos sin cesar por los campos.
«Soy el amor, soy el amor», repetías.
Era ya el alba, o acaso sólo el comienzo del alba. Tenías el rostro cubierto de violetas sobre la almohada. Y una luz que no me dejaba verte. Nos amamos dulcemente en la penumbra como sobre una playa. Olía el mar y las flores de todos los jardines; estábamos inundados de perfumes, bañados en un perfume que no se extinguía. Más sol y después…

Habíamos llegado a Veracruz entre palmeras. Seguía siendo la primavera; igual que cuando salimos. En la bahía se destacaba un barco; sólo uno, con infinidad de banderitas.
Caminábamos. Lo mismo que ayer y anteayer, desde que nos conocimos; pero distinto. Esta vez teníamos alas y un ancho mar delante. Escasamente conseguíamos separarnos; pero caminábamos, solos, trabajosamente; vagabundeábamos, avanzábamos, no teníamos nada que decir. La vida y un ancho mar por delante. La vida, la eternidad.
El hombre de color amarillo marchaba detrás de nosotros. ¡Qué impertinencia! Nos seguía paso a paso y adaptaba el suyo al nuestro. Nos deteníamos y él se detenía también; apretábamos la marcha y él nos imitaba.
No nos perdía de vista.
De vez en cuando miraba el reloj.
Continuábamos avanzando, vagabundeando, perdidos en la infinita vida.
«Soy el amor, soy el amor», me repetías. Pero era a él a quien quería oír yo entonces. Quizá tuviera que decirnos algo o que prevenirnos de algún peligro.
Seguía el calor, el mar, aquel barco. Estábamos solos ante Dios, desnudos, listos. Tuvimos miedo. Y echamos a correr despavoridos, pobres de nosotros tan felices, tan ilusionados, con nuestras blancas alas desplegadas.
«¡Piedad! ¡Piedad!», alguien gritaba.
Pero el hombre nos seguía como si jamás fuese a abandonarnos.

 

 

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