«La traducción fue mi tabla de salvación»: Guillermo Fernández / Víctor Ortiz Partida

 

«Retratos de familia». Así títuló Guillermo Fernández la sección de versiones en español de poemas de autores italianos que cierra su libro Bajo llave. El poeta tapatío, nacido en 1932, afirma que traducir del italiano fue su tabla de salvación hace más de 30 años, cuando comenzó esta labor en la que sigue ocupándose. Familiares han sido a lo largo de los años sus acercamientos como poeta lector, y como traductor, a Dino Campana, Umberto Saba, Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo y Mario Luzi. Y la lista de poetas traducidos no ha dejado de crecer: Alda Merini, Andrea Zanzotto, Valerio Magrelli.

    A esta familia poética creada por Guillermo Fernández también pertenecen grandes narradores: Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Alberto Moravia, Cesare Pavese, Tommaso Landolfi, Natalia Ginzburg, Leonardo Sciascia, Italo Calvino y Antonio Tabucchi, entre muchos otros.
    Guillermo Fernández publicó recientemente Exutorio. Poesía reunida, 1964-2003 (fce, 2006). Vive en Toluca, donde escribe poesía, traduce y dirige un taller de traducción.

San Francisco y su cántico
El italiano me gustó desde niño. Vivía en Paracho, Michoacán, y ahí un amigo tenía libros en italiano. Me aprendí el «Cántico de las criaturas» de San Francisco. Es uno de los primeros textos líricos en italiano; está lleno de latinismos. Yo lo entendía (lo que no, se lo preguntaba a mi amigo) y me gustaba su musicalidad, me lo sabía de memoria. Ése fue mi primer contacto con el italiano.

¿Ojos estúpidos?
Dejé la Ciudad de México y viví un año, 1975, en Zamora, Michoacán, donde seguí haciendo publicidad, no en grande como en el df, sino en un changarrito. Estaba yo cansado de la Ciudad de México. Un amigo mío, sacerdote, me dijo que me fuera de Zamora, que esa ciudad no era para mí, que estaba perdiendo años de mi vida. Le pregunté que a dónde me iba. «Te gusta la poesía italiana.         Vete a Italia», me recomendó. Lo pensé con serenidad, era noviembre, y al mes me fui a Italia a aprender el idioma: en diciembre ya andaba yo allá. Viví cinco años en Italia, y aprendí el italiano en la calle, el que hablaban los estudiantes. Antes del viaje había hecho ya algunas traducciones. Mis primeras traducciones fueron unos poemas de Cesare Pavese, que publicó Carlos Montemayor en la Revista de la Universidad (unam), me dijo que eran muy buenas mis traducciones. Pero cuando abrí un ejemplar de la revista me di cuenta de que había cometido un gravísimo error: decía «gli occhi stupiti» y yo leí: «ojos estúpidos», cuando stupiti viene de estupor, de azoro, de asombro. Metí la pata. Fue la primera vez que publiqué algo bilingüe. Creo que hasta la edad de 45 años yo no sabía lo que quería hacer en esta vida. Para mí fue como una tabla de salvación haberme interesado en la traducción. Muy pocas personas han traducido lo que yo he traducido, y yo empecé muy tarde. Desde un principio tuve la fortuna de publicar lo que traducía. Hubo un momento en que yo publicaba cuatro, cinco cosas en una semana en la Ciudad de México, en suplementos literarios, revistas, periódicos, vivía de eso, parecía que estaba abonado a esas publicaciones.

Idiomas cruzados
Hay una cosa grave: el italiano es un idioma muy parecido al español, ya que también es una lengua romance. De las lenguas romances, las más parecidas son el italiano y el español. Si comparas el español con el portugués, no; el portugués es una cosa totalmente distinta, no se puede hablar el portugués sin su cadencia; para mí es una lengua inaccesible, como el francés, para mí son lenguas impronunciables. No soy bueno aprendiendo idiomas. Ahora traduzco y lo hago con fluidez, hay veces que estoy leyendo y no sé si está en italiano o en español, porque en cuanto me quedo a solas pienso en italiano. Veo el futbol, miento madres o me da gusto en italiano, de pronto se me cruzan los idiomas.

Un jarabe, una melaza
Sí digo una cosa: no me gusta la lengua italiana fonéticamente. Los italianos piensan que es la lengua más hermosa del mundo. Yo les digo que es tan dulce, es un jarabe, una melaza. Todos los italianos la presumen, sobre todo frente a los alemanes; entonces yo les digo que prefiero la lengua alemana. La lengua italiana es una lengua totalmente femenina, desde que llegas y oyes a los cargadores en el aeropuerto. Yo pensé que todos eran homosexuales o afeminados, todos cantan, y además el pueblo italiano es muy afeminado, dicen que es el refinamiento… Quién sabe. Después de haber estado un año en Italia, regresé a México y pasé por el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y cuando oí el castellano sentí que se me habían destapado los oídos, y mira que el castellano castellano a mí no me gusta mucho, es muy golpeado, es una lengua muy salvaje, muy áspera.
    Cuando hablo italiano lo hablo como tlaxcalteca. Los alumnos de mi taller (de traducción del italiano) me preguntan por qué no tengo el acento italiano. «Porque me parece ridículo, estamos entre mexicanos, este taller es para traducir, no vamos a cantar aquí», les digo. Mucha gente llega al taller y tiene otras expectativas. Quieren aprender a hablar el italiano; no lo van a aprender. Dos horas a la semana, no, vamos a traducir. «Pero no sé italiano», dicen. «Vamos a aprender», les contesto. Es una cosa que puede hacer hasta un diputado local: el italiano lo puede aprender hasta un político. Traducimos para que puedan leer revistas, periódicos; lo que yo quiero con todo esto es meterlos a la literatura italiana.

Delicadeza mediterránea
De la lengua italiana me gusta la libertad sintáctica que tiene, eso sí me encanta. El italiano te permite unas combinaciones sintácticas que en español serían absurdas, totalmente. Y además me gusta la literatura italiana, me gusta la poesía italiana, particularmente la del siglo xx. Pero me ha pasado una cosa, siento que en los últimos años me he congestionado, con el pasar de los años me cansó la delicadeza de la poesía del Mediterráneo, la italiana y la del sur de España.

No hay recetas para traducir
No he vuelto a Italia; me han invitado tres, cuatro veces, a reuniones de traductores; no quiero ir porque van académicos, y yo con los académicos no tengo de qué hablar, no me interesan, respeto su trabajo, pero prefiero no verlos: pretensiosos, todos llevan sus escritos muy sesudos sobre la traducción. Tengo libros sobre la traducción, teoría y todo eso, los abro y empiezo a bostezar y los aviento. No hay recetas para traducir, no se pueden dar recetas.

El porterito de noche
A mí me gusta repetir que la traducción es un mal necesario. Además, lo digo: no creo en la traducción. Yo he dicho que en lugar de poner «traducción» hay que poner «versión». ¿Cómo le haces para traducir a Sandro Penna? Sandro Penna que es tan musical, con un lenguaje tan sencillo. ¿Cómo le haces para traducir a Leopardi? Leopardi es una maravilla en italiano. Aunque cuides el ritmo, pasan espectros de los poemas. Pero tenemos que leer las traducciones, qué le vamos a hacer. Cuando dicen «Qué buen traductor es fulano», yo digo: «Di que te gustó ese libro, a lo mejor es pésimo traductor, pero es muy buen prosista, que son cosas distintas». «No, él domina el alemán», afirman, pero no hay quien domine un idioma en este mundo, ni Cervantes lo dominó; además no se trata de dominar, si no somos Alejandro de Macedonia ni Julio César: el traductor es el criadito, el porterito de noche de los textos, uno es el servidor.
    Yo trato de ser muy literal, lo más posible. He visto las traducciones que hacen de los sonetos de Shakespeare: son poemas distintos. El tema parece que es el mismo, pero no. Además no todos percibimos una palabra de la misma manera. La palabra casa para alguien puede ser algo desagradable y le trae malos recuerdos, pero para alguien más puede ser sumamente agradable: oímos casa y además no la oímos igual todos, unos la oyen de manera más aguda, más llana, quién sabe; una misma palabra no quiere decir lo mismo, y eso lo vemos en la traducción. Ahora, más que con la traducción en sí, estoy muy entretenido con la filología, ahora siempre quiero saber de dónde vienen las palabras, cuál es la raíz. Lo bueno de ser traductor es que la traducción te enseña a conocer mejor tu propio idioma, sobre todo si se trata de lenguas romances: el italiano, el francés. Disfruto mucho, hay veces que me levanto a las tres, cuatro de la mañana porque quiero saber cuál es el étimo de la palabra, de dónde viene.

Carácter internacional
Mario Luzi me gusta mucho, es uno de los grandes, grandes poetas europeos del siglo xx; pero también está Sandro Penna, un poeta lírico maravilloso, intraducible: cuando lo pasas a otro idioma se deshace en las manos. Me gusta Leopardi; he traducido muy poco a Leopardi porque me desespera. Pero hay poetas que se dejan traducir: Mario Luzi se deja traducir muy bien, es un poeta de ideas. ¿Pero cómo le haces con un poeta que, sobre todo, canta? Al pasarlo a otro idioma se perdió casi todo. Leopardi depende tanto de su musicalidad maravillosa… Mario Luzi y otros son poetas que descienden de Eliot, que proceden de una tradición cultural. Yo creo que traducir a Eliot no es difícil, está lleno de ideas. Esos autores puedes traducirlos y no pierden mucho, pero traducir a Umberto Saba, que es tan cantarín… Cardarelli, Mario Luzi, Valerio Magrelli son de lo más fácil de traducir, en una sentada traduzco quince poemas de Valerio Magrelli, que son pequeños, además, pero con la mano en la cintura; es un poeta que quiere comunicar, no quiere agradarte con la música, tiene buen oído, no exagera con la música, es un músico discreto, es una poesía que tiene un carácter internacional, me atrevería a decir.

 

 

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