Liam O’Flaherty

La carrera de la cosecha

AL AMANECER LOS cosechadores ya estaban en el campo de centeno. Se trataba del gran campo rectangular de James McDara, el ingeniero retirado. Empezaba en la pendiente de una colina y bajaba suavemente hasta el camino de la costa cubierto de arena. Lo limitaba una cerca baja de piedra, y las espigas amarillas del centeno se asomaban sobre la cerca en una mata densa, chocando y aplastándose unas con otras bajo la brisa matinal que soplaba sobre ellas con un siseo.
    McDara en persona, un hombre canoso con pantalones de franela gris, estaba parado fuera de la cerca en el camino de la costa, agitando su bastón y hablándoles a algunas personas que se habían reunido a pesar de que era muy temprano. Su cara rojiza estaba llena de excitación, y blandía su negro bastón de espino mientras hablaba en voz alta a los hombres a su alrededor.
    «Lo medí ayer», decía, «lo más parejo posible. Por mi honor que no hay ni una pulgada de diferencia entre una y otra de las tres franjas. ¿Vieron? Hice líneas a lo largo del campo para que no puedan equivocarse. Vengan aquí, que les muestro».
    Guió a los hombres de punta a punta del campo y les mostró cómo lo había medido en tres partes iguales y marcado las franjas con líneas blancas en el piso. «No puede ser más justo», dijo el viejo, excitado como un colegial. «Cuando dispare mi revólver van a empezar todos juntos, y la primera pareja que termine su franja se gana un billete de cinco libras». Los campesinos asintieron y miraron serios al viejo McDara, aunque pensaban que estaba loco al gastar cinco libras para el corte de un campo que se podía cortar por dos libras. Sin embargo estaban casi tan excitados como McDara mismo, porque los tres mejores segadores de toda la isla de Inverara habían entrado en la competencia. Estaban ahora en la cima del campo, en la pendiente de la colina, listos para empezar. Cada uno de ellos con su mujer para atar los haces a medida que estuvieran cortados y para traer comida y bebida.
    Habían sorteado las franjas sacando tres pedazos de alga del sombrero de McDara. Ahora tomaron posiciones en sus franjas para esperar la señal. Aunque el sol no había calentado la tierra todavía y la brisa del mar estaba fría, se habían quedado en camisa. Las tenían abiertas en el pecho y arremangadas hasta por encima de los codos. Usaban camisas de lana gris. Alrededor de la cintura se habían amarrado un multicolor «crío», cinturón largo tejido en pura lana. Debajo, calzoncillos de frisa blancos con los bordes metidos en los elásticos bordados de las medias de lana. Los pies estaban protegidos por zapatos de cuero. Ninguno usaba gorra. Las mujeres llevaban enaguas rojas y un pequeño chal atado alrededor de la cabeza.
    A la izquierda estaban Michael Gill y su mujer, Susan. Michael era un hombre alto y fibroso con pelo rubio que le caía sobre la frente y el resto del cráneo rapado. Tenía una nariz ganchuda, y sus mandíbulas flacas se movían continuamente hacia atrás y hacia adelante. Sus pequeños ojos azules miraban fijo el suelo, y las largas y blancas pestañas casi tocaban los pómulos, como si estuviera durmiendo. Estaba inmóvil, con la hoz en la mano derecha y la mano izquierda en el cinturón. Cada tanto alzaba la vista, atento a la señal para empezar. Su mujer era casi tan alta como él, pero regordeta y de mejillas sonrosadas. Una mujer silenciosa que estaba ahí quieta, pensando en su bebé de ocho meses que se había quedado en la casa a cargo de su madre.
    En el medio, Johnny Bodkin esperaba con los brazos cruzados y las piernas muy abiertas, hablando con su mujer en una voz baja y seria. Era un hombre descomunal, con muslos y cuello carnosos, pelo negro, y un círculo pelado por encima de la frente. Su frente era muy blanca y sus mejillas muy rojas. Siempre fruncía el ceño, crispando sus cejas negras. Su mujer, Mary, era baja, flaca, de tez cetrina, y sus dientes superiores sobresalían apenas sobre el labio inferior.
    A la derecha estaban Pat Considine y su mujer, Kate. Kate era grande y musculosa, con la cara pecosa y un marcado bigote sobre el labio superior. Un gran mechón pelirrojo y enrulado se despeinaba y se le caía constantemente. Le hablaba a su marido con una voz fuerte, ronca, masculina, llena de buen humor. Su marido, por otra parte, era un hombre pequeño, pequeño y delgado, y que había empezado a arrugarse aunque todavía no tenía 40 años. Su cara había sido rojiza alguna vez, pero se estaba volviendo cetrina.     Había perdido casi todos sus diente delanteros. Estaba parado con soltura, sonriendo en dirección a McDara, su cuerpo pequeño, suelto, delgado, escondiendo su fuerza.
    Entonces McDara agitó su bastón. Alzó el brazo. Sonó un tiro. La carrera de cosechar empezó. De un solo movimiento los tres hombres cayeron sobre su rodilla derecha como soldados en un desfile de práctica de mosquetería. La mano izquierda en el mismo movimiento se cerró alrededor de un manojo de tallos de centeno. Las hoces se arremolinaron en el aire, y después se escuchó un sonido crujiente, el sonido que hacen las vacas hambrientas cuando comen pasto alto y fresco en primavera. Luego, tres pequeños y delgados manojos de tallos de centeno quedaron tendidos sobre el pasto cubierto de rocío debajo de la cerca, cada manojo detrás de la pierna flexionada de los cosechadores. Las tres mujeres esperaron en nervioso silencio su primer hato. Sería un presagio de suerte o derrota. Uno, dos, tres, cuatro manojos… Johnny Bodkin, bufando como un caballo furioso, dejaba caer manojos casi sin detenerse. Con un grito de regocijo alzó su hoz en el aire y la escupió gritando «¡Primer hato!». Su mujer se zambulló sobre el hato con las dos manos. Separando un pequeño puñado de tallos, rodeó la punta del haz y lo ató con una asombrosa rapidez, sus dedos largos y finos moviéndose como agujas de tejer. Los otros cosechadores y sus mujeres no se habían detenido a mirar. Los tres cosechadores habían cortado su primer haz y sus mujeres estaban de rodillas atándolo.
    Trabajando de la misma manera furiosa con la que había empezado, Bodkin estuvo pronto muy adelante de sus competidores. Cortaba sus manojos desordenadamente, dejaba montículos en el piso detrás de él debido a las irregularidades de sus golpes, pero su velocidad y fuerza eran asombrosas. Sus grandes manos revoleaban la hoz y se cerraban sobre los tallos pesadamente, y su cuerpo avanzaba violento como la carcasa de un elefante trotando a través del bosque, pero había un ritmo en el movimiento continuo de sus piernas que no carecía de belleza. Y detrás venía su mujer, atando, atando a toda velocidad, con su cara dura concentrada en un ceño serio como el de una persona meditando una grave decisión.
    Considine y su mujer estaban segundos. Considine, ahora que se había puesto en acción, mostraba una fuerza sorprendente y la agilidad de una cabra. Cuando sus brazos largos, flacos y huesudos se movían para cortar el centeno, los músculos le saltaban en la espalda como una serie intrincada de resortes presionados desde dentro. Cada vez que saltaba sobre su rodilla derecha para moverse hacia adelante por su línea de cosecha emitía un sonido como un gruñido interrumpido. Su mujer, muy transpirada ya, trabajaba casi pegada a sus talones, azuzándolo, riéndose y haciendo chistes con su voz fuerte y vital.
    Michael Gill y su mujer venían últimos. Gill había empezado a cosechar con los movimientos lentos y metódicos de una máquina manejada a baja presión. Continuó exactamente al mismo ritmo, sin cambiar, sin levantar la vista para ver por dónde iban sus oponentes. Sus manos largas y flacas se movían silenciosamente, y sólo se oía el crujido seco de los dientes de su hoz a través de los tallos amarillos del centeno. Sus largas pestañas caídas estaban siempre dirigidas hacia la punta donde la hoz estaba cortando. Nunca miraba hacia atrás para ver si tenía suficiente para un hato antes de empezar uno nuevo. Todos sus movimientos estaban calculados de antemano, calmos, monótonos, mortalmente acertados. Hasta su respiración era leve y parecía la de alguien durmiendo tranquilo.     Su mujer se movía detrás de él de la misma manera, atando cada haz con delicadeza, sin esfuerzo.
    A medida que avanzaba el día se reunió gente de todas partes para ver a los cosechadores. El sol subió por el cielo. Hacía un calor feroz. Ni una gota de viento. Los tallos de centeno ya no se movían. Estaban en perfecto silencio, las espigas de un color blanquecino, los tallos dorados. Ya había un gran tajo irregular en el centeno, agrandándose. El parche desnudo, verde por el trébol sembrado con el centeno, estaba manchado de haces blanqueándose bajo el caliente sol. A través del zumbido de la conversación se oía el crujido regular de las hoces.
    Un poco antes del mediodía Bodkin había cortado la mitad de su franja. Había una piedra en la línea que marcaba la mitad, y cuando Bodkin llegó a la piedra se paró con ella en la mano y gritó: «Ésta es una prueba de que no nació en la isla de Inverara un hombre mejor que Johnny Bodkin». En respuesta hubo aplausos y vítores de la multitud contra la cerca, pero Kate Considine, con humor, agitó un hato por encima de su cabeza y gritó con su tosca voz de hombre: «¡El día es joven aún, Bodkin, y estás reblandecido!». La multitud rugió de risa, y Bodkin se irritó, pero no contestó. No era muy sagaz. Gill y su mujer no prestaron atención. No levantaron la vista de la cosecha.
    La mujer de Bodkin fue la primera en ir a buscar el almuerzo. Trajo un tarro lleno de té frío y un pan de harina blanca, cortado en grandes pedazos, cada pedazo embadurnado con abundante mantequilla. Tenía cuatro huevos duros, también. Los Bodkin no tenían hijos, y por ese motivo podían vivir mejor, al menos mucho mejor que los otros campesinos. Bodkin simplemente dejó caer su hoz y devoró tres de los huevos, mientras su mujer, no menos hambrienta, comió el cuarto. Después Bodkin empezó a comer el pan con mantequilla y a tomar el té frío con la misma rapidez con que había cosechado el centeno. Les llevó a él y a su mujer exactamente dos minutos y tres cuartos terminar esa cantidad enorme de comida y bebida. Por pura curiosidad, Gallagher, el doctor, tomó el tiempo desde el camino de la costa. Ni bien terminaron de comer se pusieron a trabajar otra vez con tanto ímpetu como antes.
    Considine se había puesto a la par con Bodkin, justo cuando Bodkin retomó el trabajo, y en lugar de descansar para almorzar, Considine y su mujer comieron a la antigua manera de los campesinos de Inverara durante los concursos de este tipo. Kate alimentó a su marido mientras él trabajaba, con torta de avena con mantequilla. De vez en cuando le pasaba el tarro de té y él se detenía a tomar un trago. De esta manera seguía casi a la par de Bodkin cuando terminó de comer. Los espectadores se excitaron mucho con la ansiedad de Considine, y algunos empezaron a decir que ganaría la carrera.
    Nadie prestó atención a Gill y su mujer, pero no habían parado a almorzar, y se habían acercado resueltamente a sus oponentes. Estaban aún a alguna distancia, pero parecían bastante frescos, mientras que Bodkin parecía al borde del agotamiento, afectado por su pesado almuerzo, y Considine claramente estaba usando sus reservas de fuerza. Entonces, cuando llegaron a la piedra a mitad de camino, Gill dejó con suavidad su hoz en el suelo y le dijo a su mujer que trajera el almuerzo. Ella lo trajo de la cerca, pan de centeno con mantequilla y una botella de leche fresca con avena al fondo. Comieron despacio, y después descansaron un rato. La gente empezó a burlarse de ellos cuando los vieron descansando, pero ellos no les prestaron ninguna atención. Después de aproximadamente veinte minutos se levantaron para ir a trabajar otra vez.
    Unos gritos de aliento burlones se levantaron de la multitud, y un viejo gritó: «Eres una desgracia para mi nombre, Michael».
«No te preocupes, padre», gritó Michael, «la carrera aún no ha terminado».
    Después se escupió las manos y agarró su hoz una vez más.
    Entonces la excitación realmente aumentó a un nivel muy alto, porque los Gill retomaron el trabajo a gran velocidad. Sus movimientos eran tan mecánicos y regulares como antes, pero trabajaban al doble de la velocidad. La gente empezó a gritarles. Y se levantaron apuestas entre el público. Hasta ahora la excitación no había sido intensa porque la victoria de Bodkin parecía un resultado inevitable por lo adelantado que iba. Ahora, sin embargo, la supremacía de Bodkin se veía desafiada. Todavía estaba muy adelantado con respecto a Gill, pero estaba visiblemente cansado, y su hoz cometía errores de vez en cuando, enganchando la tierra con la punta. Bodkin estaba empapado de sudor. Ahora empezó a mirar por sobre su hombro a Gill, irritado por los gritos de la gente.
    Justo antes de las cuatro Considine se desplomó, totalmente exhausto. Tuvieron que cargarlo a la cerca. Una multitud lo rodeó y el rector, el señor Robertson, le dio un sorbo de su petaca de brandy que lo revivió. Hizo un esfuerzo para volver al trabajo, pero no pudo levantarse. «Quédate aquí», dijo su mujer, indignada, «estás terminado; sigo yo». Arremangándose más aún las mangas sobre los brazos gordos, volvió a la hoz, y con un furioso alarido empezó a cosechar. «Bravo», gritó McDara, «le voy a dar a la mujer un premio especial. Gallagher», gritó, golpeando al doctor en el hombro, «después de todo… la raza irlandesa… sabe lo que quiero decir… hombre, está viva».
    Pero todos centraron su atención en la lucha entre Bodkin y Gill. Azuzado por la ira, Bodkin había hecho un esfuerzo supremo, y empezó a ganar terreno una vez más. Su cuerpo inmenso, moviéndose hacia la derecha y hacia la izquierda y hacia atrás otra vez por su línea de cosecha, parecía tragarse los largos tallos amarillos de centeno, con tanta rapidez caían ante él. Y cuando el haz estaba completo, su flaca mujer lo agarraba y lo ataba. Aun así, cuando Bodkin se detuvo a las cinco para mirar un instante hacia atrás, ahí estaba Gill avanzando con terrible regularidad. Bodkin sintió de golpe que todo el cansancio del día se le venía encima. Lo golpeó primero bajo la forma de una intensa sed. Envió a su mujer a la cerca a buscar un tarro extra de té. Cuando ella volvió con el té, él empezó a tomar. Pero mientras más tomaba, más sed tenía. Sus amigos en la multitud de espectadores le gritaron advertencias, pero su sed lo enloqueció. Siguió tomando. La pared de la costa y la victoria estaban muy cerca ahora. La miraba una y otra vez mientras revoleaba su hoz. Y seguía tomando. Entonces sus sentidos empezaron a adormecerse. Le dio sueño. Sus movimientos se volvieron casi inconscientes. Sólo veía la pared, y siguió peleando. Empezó a hablar solo. Alcanzó la pared a un extremo de su franja. Sólo tenía que cortar hasta la otra y terminar. Tres hatos más, y después el Mejor Hombre de Inverara… Billete de Cinco Libras.
    Pero justo en ese instante llegaron hasta sus oídos aplausos y vítores regocijados, y un grito resonó en el aire: «Gill es el ganador». Bodkin colapsó con un gemido.

Traducción de Inés Garland

 

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Liam O’Flaherty
(1896-1984) nació en Gort na gCapall, Inishmór, y es uno de los narradores irlandeses más importantes de la primera mitad del siglo xx. Entre sus obras destacan The Black Soul (1924), Thy Neighbour’s Wife (1924), The Informer (1925, llevada al cine en 1935), Mr. Gilhooley (1926), The Wilderness (1927 y 1986), Return of the Brute (1929), Tourist Guide to Ireland (1929, un libro de sátiras), The Ecstacy of Angus (1931), Shame the Devil (1934, su autobiografía), Short Stories (1937 y 1956), Famine (1937), Land (1946), Two Lovely Beasts and Other Stories (1950), Insurrection (1951) y The Pedlar’s Revenge and Other Stories (1976). Póstumamente se publicó The Letters of Liam O’Flaherty (1996).

 

 

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