La novela: el género de las preguntas. Conversación con Javier Cercas / Sergio Téllez-Pon

A finales de octubre de 2012 estuve de visita en Barcelona, y justo en esos días acababa de aparecer la nueva novela de Javier Cercas, Las leyes de la frontera (Mondadori, 2012). El amigo de la amiga que me hospedó allá trabajaba, ¡vaya coincidencia!, en el Instituto Ramón Llull; así que una noche, durante la cena, me contó que este año Barcelona va a ser la ciudad invitada de honor en el Salón Literario de París. De inmediato pensé, desde luego, en Cercas, y entonces la conversación derivó hacia su obra. Al ver mi entusiasmo por el autor, me dijo que si lo quería conocer podía conseguirme su número telefónico para hacer una cita. Me sorprendió la generosa propuesta, que le agradecí, pero me negué. En cambio, no dudé en comprar la novela y leerla cuanto antes.

Tres meses después, a finales de enero de 2013, Cercas vino a México (después de pasar unos días en Cartagena de Indias durante el Hay Festival) para presentar Las leyes de la frontera. Entonces sí, con la novela ya leída, me animé a hacerle algunas preguntas al respecto. Cuando supo que la entrevista era para Luvina, se lamentó de que nunca ha ido a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, a pesar de que lo han invitado varias veces. «Este año prometo ir», agregó. En cambio, confesó que sí había estado en Tijuana, donde su Virgilio fue el escritor Luis Humberto Crosthwaite: «Todo mundo me dice que qué horrible es Tijuana, pero la verdad es que yo me enamoré de esa ciudad, hasta escribí una crónica de las putas de la Cuau, la Revu, los puticlubs, tables, como les dicen ustedes…».

Con esa previa charla informal, Cercas disipó mis nervios y la conversación sobre su novela fluyó amigablemente.

El poeta italiano Umberto Saba cuenta que le costaba mucho trabajo escribir su novela Ernesto porque eran sucesos muy lejanos en el tiempo, y sobre todo por volver al ánimo de un adolescente de dieciséis años. ¿A usted también le costó trabajo regresar a esa época en apariencia lejana, al ánimo de estos adolescentes rabiosamente rebeldes? ¿Cómo se sintió volviendo a ambos?
Muy buena pregunta… no me la habían hecho. Bueno, es la obligación del escritor ponerse en la piel de otra gente, de alguien que no es él, pero la verdad es que nunca he hablado de adolescentes, y es una cosa que yo quería hacer desde hacía mucho tiempo, porque los adolescentes me interesan; eso, por un lado, siempre quise hacerlo, siempre quise hacer un Bildungsroman, una novela de aprendizaje, y la primera parte es eso. Pero, por otro lado, hay, creo, quizá, un factor añadido que es importante y que se me ocurre ahora: tengo un hijo que ahora tiene diecisiete años, pero cuando yo escribía el libro tenía quince o dieciséis y era como ellos, y yo pensaba mucho en la diferencia que había entre los adolescentes de mi época y los de ahora, y sobre todo él. Hay una frase que dice el padre del Gafitas, que yo suscribo: «Es muy fácil querer a los hijos pero muy difícil meterse en su piel». Y a lo mejor este libro ha sido un intento de meterme en la piel de mi hijo.
                  Debo decir que no ha sido tan difícil. Saba, cuando escribía Ernesto, era mucho mayor que yo —una novela excelente, por cierto—… Así que no ha sido tan difícil, ha sido, más bien, casi diría placentero.

Me llama la atención que varias veces en la novela se dice que la delincuencia juvenil era impensable durante el franquismo y que hay una oposición entre lo que había y lo que sucede ahora, con la democracia. ¿Por qué?
Porque era verdad, sencillamente. Es decir, la libertad tiene sus efectos colaterales, es lógico, la libertad es fantástica pero genera cosas indeseadas. Obviamente, en una dictadura la delincuencia, y más la delincuencia juvenil, es reprimida brutalmente, y no se da la libertad; en cambio, cuando aparece la democracia, pues sí… Lo que pasa en la democracia, también, es que coincide el hecho de que en España hay más adolescentes que nunca: hablan de que en aquel momento hubo un baby boom, y son adolescentes en un clima de permisividad mayor que, además, sobre todo como eran éstos, los de las barriadas, de los radios que no tenían ningún horizonte vital —como dice el verso de Bob Dylan: «No tenían nada y por tanto no tenían nada que perder». Y por tanto se lanzaron a la delincuencia, a atracar bancos… Fue una verdadera epidemia que coincidió con la epidemia de las drogas, fue letal; es un tema muy importante que está en el libro, enterrado, pero que es importante, la heroína llega al año siguiente de mi novela [en 1979].

Después viene la Movida Madrileña…
Sí, es que es paralelo. La Movida Madrileña es un fenómeno al que desde fuera se le concede mucha importancia, lo entiendo, pero para mí no tiene ninguna, no significa nada, ¿qué tiene la Movida Madrileña? Almodóvar, que es estupendo, pero dime algo más…

¿Alaska y Dinarama…?
Bueno, no es precisamente Miguel de Cervantes.
Almodóvar es muy importante y está muy bien. Y existió, pero se le concede una importancia excesiva. Digamos que la Movida Madrileña fue la lógica y natural expresión alegre; eso fue la parte buena: «Vamos a hacer lo que queramos», «Vamos a ser gamberros», ¡fantástico!, esa parte existió: acaba una dictadura asquerosa, oscurantista, etcétera, pues claro, llega la alegría, pero la alegría también tiene su otra cara. Y una de las caras fue, ya no las drogas, es que en realidad no eran las drogas: fue en primer lugar la heroína, y en segundo lugar la prohibición de la heroína. Éste era un problema mucho más presente en las versiones previas del libro, mucho más importante; lo que pasa es que, como suele decirse, lo bueno es enemigo de lo mejor, entonces tuve que suprimir gran parte de la cuestión. Solamente os digo una cosa: en España, coincidiendo con ese momento, se produce una epidemia de heroína que arrasa literalmente a mi generación. Decenas de miles de chicos murieron, no sabemos cuántos… No sabemos cuántos…

¿De sobredosis, de adicción…?
De sobredosis, claro, de sida después… Fue una guerra, fue la guerra de mi generación, siempre lo he dicho y lo sostengo y lo repito. De sobredosis o simplemente por la adulteración, por el matarratas, porque lo que vendían no era heroína, era matarratas. Estaba prohibida, claro, era ilegal, entonces pues se mezclaba con otras sustancias y esas sustancias mataban a la gente. En mi generación no hay nadie que no conozca, no a uno, ni a dos, ni a tres, a muchos muertos, y en este momento no sabemos cuánta gente murió. Los especialistas que más han tratado el tema hablan de «holocausto involuntario»… «Holocausto», o sea, cifras de vértigo. Bueno, eso fue la otra cara de la Movida. Ése es el precio, también, de la libertad. La libertad no es gratis. Internet no es gratis, me pueden insultar… de hecho, me insultan cada cinco o diez veces, pero es el precio de la libertad; yo prefiero entrar a internet aunque me insulten. Eso fue dramático, eso fue terrible.
                  Esos chicos empezaban a drogarse entonces con porros, marihuana, coca, mezcalina, cosas de este tipo. Pero exactamente en el invierno de 1979 entró la heroína y fue letal. Este fenómeno de los quinquis, de los delincuentes juveniles… La mitificación extraordinaria fue llevada a cabo a través de películas, hubo muchísimas películas sobre estos chicos, serie b la mayoría, alguna buena, pocas, muy pocas, pero muchísimas enormemente exitosas. Algunas de las películas más taquilleras del cine español son películas sobre estos chicos, protagonizadas por los propios chicos, eran actores naturales, es decir, los propios quinquis hacían de quinquis, lo cual contribuía todavía más a mitificarlos. Además, música, libros, reportajes en la prensa: la prensa de la época está saturada de estos chicos. Lo que ocurre es que fue una cosa muy intensa, como digo, pero también muy efímera; esto duró de finales de los setenta a mediados de los ochenta, tal vez hasta finales de los ochenta, entre otras razones porque la inmensa mayoría de estos chicos murieron, quedaron muy pocos. El Zarco, el protagonista de la novela, en este sentido es una excepción, dura mucho más, pero como un sobreviviente de sí mismo, ya no queda nada del momento que le vio nacer y tener gloria como personaje. El fenómeno desapareció enseguida, menos de diez años, y nunca más se volvió a saber de esta gente: nunca más una película, nunca más un libro, nunca más un reportaje, nada, como si no hubiera existido. Y sí existió y significó cosas. Porque un mito —esto para mí es muy importante— obviamente es una mezcla de mentiras y de verdades, y esa mezcla produce una mentira, pero esa mentira expresa verdades profundas de la sociedad que la crea. Y estos chicos yo creo que encarnaban verdades muy profundas de esa sociedad que estaba cambiando, que contemplaba el futuro al mismo tiempo con ilusión y con mucho miedo. Un poco como yo mismo contemplaba o miraba a estos chicos, como nosotros los chavales contemporáneos de estos chicos los veíamos; estos quinquis no eran algo ajeno a mi experiencia personal, estaban por todas partes: en los autos de choque de las ferias, en los recreativos —que es donde se lo encuentra el Gafitas—, en los bares, en tu propio colegio, y la verdad es que producían, por un lado, miedo, porque podían sacarte una navaja, podían pegarte una hostia (de hecho, te las pegaban), se ponían violentos; pero por otro lado también los mirabas con fascinación: un chico de dieciséis años cómo no los va a mirar con fascinación: tienen dinero, son aparentemente libres, aparentemente hacen lo que quieren, tienen motos, tienen…

Chicas…
Claro, tienen chicas… son aparentemente adultos, no tienen miedo de nada. Esta gente aparentemente no tenía miedo de nada: como no tenían nada, no tenían nada que perder.
                  Un amigo mío, escritor español, decía que lo que yo había hecho en las últimas novelas era fijarme en mitos para ver qué es lo que había dentro, para desmitificarlos, en el sentido de desmontarlos: la Guerra Civil, la guerra de Vietman, el golpe de Estado del 23 de febrero, que es un grandísimo mito de la historia española, y, en este caso, el mito de los quinquis, que fue muy importante en aquel momento. Pero, como digo, desapareció.

En sus novelas la memoria es muy importante para recrear todo, pero en este caso el escritor es fundamental porque da la pauta y agiliza la narración…
Y la lleva hacia un lado o a otro…

Eso me hace pensar que es su novela más narrativa. Por ejemplo, hay un momento en que el policía dice: «No me pida explicaciones, pídame hechos»…
Es verdad, quizá sea mi novela menos reflexiva y la más narrativa. Sí, puede ser.

¿Pensaría que su novela es una novela policiaca?
En la misma medida en que lo son Soldados de Salamina o La velocidad de la luz o Anatomía de un instante. O sea, siempre hay una pregunta inicial, qué pasó con esto, qué pasó con lo otro, y hay un intento de averiguar la verdad, y al final la respuesta a esa pregunta inicial es que no hay respuesta. En decir, en realidad más que novelas policiacas son novelas antipoliciacas. Siempre está la búsqueda de la verdad, de una verdad siempre distinta, en este caso la pregunta es más policiaca que en las otras: la pregunta central es quién delató a la banda del Zarco, entonces hay una búsqueda de esa respuesta, pero al final la respuesta es que no hay respuesta, la respuesta es la propia pregunta, el propio libro. Sólo el lector que es soberano puede decidir quién delató a la banda del Zarco, porque eso es un enigma, un punto ciego.
Eso no sólo es en ésta; en el fondo, es en todas mis novelas, de eso me he venido a dar cuenta a mis cincuenta años. Si pensamos en Soldados de Salamina también hay una pregunta, quién es el soldado que salvó a Sánchez Mazas y por qué lo hizo. La novela, creo, como género, es el género de las preguntas: lo que hace una novela es formular una pregunta de la manera más compleja posible, pero tiene prohibidas las respuestas, el lector puede elegir las respuestas, pero el escritor no puede darlas, lo tiene prohibido. Cuanto más compleja sea la pregunta, mejor. Al menos no puede dar respuestas claras, taxativas, inequívocas, ésas son las respuestas de la ciencia, tal vez de la historia, del periodismo, pero no de la novela.

¿Y la frontera a que hace referencia el título de la novela?
Como siempre, los títulos que he tomado para mis libros son ambiguos; bueno, algunos, en algunos casos: La velocidad de la luz tal vez es el mayor. Primero, el título suena como a western, lo cual me encanta, a mí me gustan mucho los westerns y a veces pienso en mis libros como tales, como novelas de aventuras. La frontera, obviamente, es una frontera física, que se convierte en una frontera moral, simbólica, y este chico cruza la frontera física, la frontera de Liang Shan Po, la frontera que marca el río, y al cruzarla el mundo cambia, las nociones de bien, mal, justicia, injusticia, todo cambia.

Para terminar, una curiosidad: ¿sabía que hay una novela mexicana del siglo xix en la que, como en la suya, el personaje se llama El Zarco y también es un bandido?
No sólo lo sé, sino que la leí de joven y después escribí sobre ella un trabajo en la universidad, que debo de tener en algún lado, que buscaré y que encontraré. Pero eso lo he pensado mucho después… ¿Cómo se llama el autor?

Ignacio Manuel Altamirano…
Altamirano, exactamente. Y no solamente esa coincidencia, sino que hay muchos delincuentes llamados El Zarco; por ejemplo, en la misma ciudad donde yo vivía me enteré luego que había un tipo que apellidaba Zarco y aterrorizaba a los jóvenes… ¡Ah, y hay otros!, ayer me hablaban de otro, que también era Zarco… no me acuerdo ahora… Pero bueno, por los ojos azules, claro. Y sí, sí conozco la novela de Altamirano, que recuerdo que en aquel momento me gustó.

 

 

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